Aguas Primaverales
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Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 a?os que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el coraz?n de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pasteler?a familiar de la chica y as? estar m?s cerca de ella.
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Al caer de pie Sanin, se apresuró a ponerse el paletotque se había quitado, dijo con presteza dos palabras a Emilio, quien se puso a escape la chaqueta, y se alejaron con paso rápido.
Regresaron a Francfort al atardecer.
—Me regañarán —dijo Emilio al despedirse de Sanin—; pero lo mismo me da... ¡He pasado un día tan bueno, tan bueno!
De regreso en la fonda, Sanin encontró en ella una carta de Gemma, dándole cita para el día siguiente, a las siete de la mañana, en uno de los jardines públicos que por todas partes rodean a Francfort.
¡Qué brinco le dio el corazón! ¡Cómo se aplaudía por haberla obedecido sin vacilar! ¡Ah, santo Dios!
¿Qué le prometía ese día de mañana, inaudito, único, imposible, no imaginable? O más bien, ¿qué no le prometía?
Devoraba con los ojos la carta de Gemma. El largo perfil curvo de la G, letra inicial de su nombre, le recordaba los lindos dedos, la mano de la joven... Se dijo a sí mismo que aún no había acercado nunca esa mano a sus labios...
“Digan lo que quieran —pensó—; las italianas son castas y severas... ¡pero Gemma es otra cosa más! Es una emperatriz... una diosa... un mármol puro y virginal... Pero un día llegará... Y ese día está próximo...
Aquella noche no hubo en todo Francfort un hombre más feliz que él. Durmió, pero hubiera podido decir, como el poeta:
Es cierto que estoy dormido,
Mas vela mi corazón...
Palpitábale el corazón tan ligero como bate las alas una mariposa puesta sobre una flor y bañada por el sol.
XXVII
Sanin estuvo de pie a las cinco de la mañana; a las seis estaba vestido, a las seis y media se paseaba por el jardín público, frente al cenadorcito de que Gemma le hablaba en su esquela.
La mañana era tranquila, tibia y húmeda. A veces hubiérase jurado que llovía; pero extendiendo la mano advertíase el error, y sólo mirándose la ropa se podía notar la existencia de finas gotas semejantes a menudas perlas de vidrio; aun así, aquella humedad no duró largo tiempo. En cuanto al viento, como si nunca lo hubiese habido en el mundo. Los sonidos parecían extenderse en todas direcciones a la vez. Un ligero vapor blanquecino flotaba en lontananza, y el aire estaba saturado de aromas de las resedas y de las flores de acacia blanca.
En las calles no estaban abiertas aún las tiendas; sin embargo, había ya transeúntes, y a intervalos oíase el rodar de un coche aislado... En el parque, ni un solo paseante; un jardinero rastrillaba con dejadez una senda, y una anciana decrépita cruzaba cojeando la calle de árboles. Sanin no podía un solo instante tomar por Gemma a aquella horrible vieja; sin embargo, le palpitó el corazón, y siguió atentamente con la vista aquella forma oscura que se alejaba.
Dieron las siete en el reloj de la torre.
Sanin se detuvo. “¡Si no viniese!” Tuvo como un escalofrío. Un instante después le repitió el escalofrío, pero esta vez por otra causa... Sanin oía detrás de sí un paso menudo y el roce de una falta... Se volvió: era ella.
Gemma le seguía por el estrecho sendero. Llevaba un abriguito gris y un sombrerito de color oscuro. Miró a Sanin, volvió la cabeza y se le adelantó con rapidez.
—¡Gemma! —dijo él, con voz apenas perceptible.
Hizo ella una imperceptible señal con la cabeza, y continuó adelante. Siguióla él.
Respiraba con anhelo, las piernas se negaban a servirle.
Gemma pasó del cenador, torció a la derecha, costeó una fuentecilla de donde hacía saltar el agua poco profunda un gorrión que se bañaba en la alberca, y se dejó caer en un banco detrás de una espesura de lilas. El sitio era cómodo y al resguardo de las miradas. Sanin se sentó junto a ella.
Transcurrió un minuto, y ni él ni ella pronunciaron una sola palabra. Ella no le miraba, y él miraba, no su rostro, sino sus dos manos juntas que sostenían una sombrilla pequeña. ¿A qué venía hablar? ¿Qué palabras hubieran sido tan elocuentes como su sola presencia en aquel sitio, juntos, a una hora tan de mañana, y tan cerquita el uno del otro?
—¿No me tiene usted mala voluntad por eso? dijo al cabo Sanin—. Difícilmente hubiera podido decir ninguna cosa menos oportuna... Lo comprendía él mismo... pero, a lo menos, quedaba roto el silencio.
—¿Yo? —respondió ella—. ¡No! ¿Por qué había de tenerle mala voluntad?
—¿Y me cree usted...? prosiguió él. —¿Lo que usted me ha escrito?
—Sí.
Gemma bajó la cabeza y no contestó. Escapósele de entre los dedos la sombrilla; pero la cogió con presteza, sin dejarla llegar al suelo.
—¡Ah, créame usted, créame lo que le he escrito! —exclamó Sanin.
Toda su timidez había desaparecido; hablaba con calor.
—Si hay en el mundo una verdad, cierta, sagrada, superior a toda sospecha, es la de que amo a usted, Gemma; es la de que la amo a usted apasionadamente.
Echóle ella una mirada furtiva, y en poco estuvo que otra vez dejase caer la sombrilla.
—Créame, tenga usted fe en mí repetía suplicante y con las manos extendidas hacia ella, sin atreverse a tocarla—. ¿Qué quiere usted que haga para convencerla?
Miróle ella de nuevo, y por fin dijo:
—Dígame usted, monsieur Dimitri, cuando anteayer fue usted a exhortarme, ¿no sabía usted aún con evidencia... no sentía usted...? —Sentía —interrumpió Sanin—, pero no sabía. ¡Yo la amaba a usted desde que por primera vez la vi, pero no he comprendido enseguida lo que para mi era usted! Y luego, sabía que estaba usted prometida... En cuanto a la comisión que su madre me confió, al pronto ¿cómo negarme a ella? Y además he cumplido esa misma comisión de tal suerte, que ha podido usted adivinar...
Dejáronse oír pasos pesados. Un hombre bastante robusto, con una cartera de viaje cruzada por el pecho, evidentemente un extranjero, desembocó por detrás de las lilas, y con la frescura de un viajero de paso, dejó caer a plomo una mirada a la pareja, tosió con estrépito y prosiguió su camino.
—Su madre —continuó Sanin así que hubo cesado el ruido de los pasos— me había dicho que la negativa de usted causaría escándalo (Gemma frunció ligeramente el entrecejo), que en parte había dado yo pretexto para juicios desfavorables, y que, por consiguiente, hasta cierto punto, estaba yo obligado a exhortarla a usted que no rechazase a su futuro HerrKlüber...
Monsieur Dimitri—dijo Gemma, pasándose con lentitud la mano por los cabellos hacia el lado de Sanin—, se lo suplico: no llame usted a HerrKlüber mi futuro... Nunca seré su mujer: me he negado.