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Aguas Primaverales

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Aguas Primaverales
Название: Aguas Primaverales
Дата добавления: 15 январь 2020
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Aguas Primaverales - читать бесплатно онлайн , автор Тургенев Иван Сергеевич

Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 a?os que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el coraz?n de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pasteler?a familiar de la chica y as? estar m?s cerca de ella.

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Polozoff condujo a Sanin a una de las mejores fondas de Francfort, donde no hay que decir que había tomado la mejor habitación. Las mesas y las sillas estaban atestadas de carpetas, cajas, líos... —Todo esto, amigo mío, son compras para María Nicolavna. Así se llamaba la mujer de Hipólito Sidorovitch.

Polozoff se dejó caer en una butaca, gimió un “¡Qué calor!”, se aflojó la corbata, llamó al primer camarero y le encargó minuciosamente un almuerzo de los más opíparos.

—¡Que el coche esté dispuesto para la una! ¿Oye usted? ¡Para la una en punto!

El primer camarero saludó obsequioso y desapareció como un esclavo de los cuentos de hadas.

Polozoff se desabrochó el chaleco. Nada más que por el modo de levantar las cejas y fruncir la nariz podía comprenderse que el hablar sería para él cosa penosísima; y que esperaba, no sin alguna ansiedad, a ver si Sanin le obligaría a darle a la sin hueso, o si se echaría sobre sí propio la carga de sostener la conversación.

Sanin se caló el estado de ánimo de su amigo y se libró muy bien de abrumarlo a preguntas; se contentó con los informes más necesarios. Supo que Polozoff había estado dos años en el servicio mi litar, en un regimiento de lanceros (¡estaría precioso con la chaquetilla corta de uniforme!); llevaba tres años de casado y dos años de viajes por el extranjero con su mujer, que estaba curándose en Wiesbaden sabe Dios de qué, y se proponía ir enseguida a París. Sanin, por su parte, le habló poquísimo de su vida pasada y de sus planes para lo futuro; se fue derecho al grano, es decir, le participó su propósito de vender sus tierras.

Polozoff le escuchaba en silencio y miraba de vez en cuando la puerta por donde tenía que venir el almuerzo... El almuerzo llegó por fin. El primer camarero, acompañado por otros dos mozos, trajo muchos platos cubiertos con campanas de plata.

—¿Es tu hacienda del gobierno de Tula? —dijo Polozoff poniéndose a la mesa y pasándose la punta de la servilleta por dentro de la trilla de la camisa.

—Sí.

—Cantón de Efremoff, ya sé.

—¿Conoces mi Alesievska? —preguntó Sanin sentándose también

—Ciertamente que la conozco. —(Polozoff se metió en la boca un trozo de tortilla con trufas)—. María Nicolavna, mi mujer, tiene allí cerca una finca... ¡Camarero, destape usted esta botella! ... La tierra no es mala, pero los campesinos te han talado el bosque. ¿Por qué la vendes?

—Necesito dinero. No la vendo cara. Si la comprases tú, vendría de molde.

Polozoff sorbió un vaso de vino, se limpió con la servilleta y se puso otra vez a mascar despacio y con ruido. Por fin dijo:

—Sí, yo no compro tierras, no tengo dinero... Dame la manteca... Acaso la compre mi mujer. Háblale de eso. Si no pides caro... Por supuesto que ella ni se para en barras por eso... Pero ¡qué burros son estos alemanes! ¡Ni siquiera saben cocer un pescado! Y, sin embargo, ¿hay algo más sencillo? Y tienen la poca lacha de hablar de la unificación de su Vaterland...! ¡Mozo, llévese usted esta porquería!

—¿De veras se ocupa tu mujer misma de la administración de sus bienes? preguntó Sanin.

—Sí, ella misma... Por lo menos, ¡buenas chuletas! Te las recomiendo... Ya te he dicho, Demetrio Pavlovitch, que no me meto para nada en los negocios de mi mujer; y vuelvo a repetirlo.

Polozoff continuó comiendo con chasquidos de labios. —¡Hum...! Pero ¿cómo podría yo hablarle, Hipólito Sidorovitch?

—Pues... muy sencillo, Demetrio Pavlovitch. Vete a Wiesbaden; no está lejos de aquí... ¡Mozo! ¿Hay mostaza inglesa? ¿No? ¡Qué brutos...! Pero no pierdas tiempo; nos vamos pasado mañana... Permite que te sirva un vaso de este vino. No es aguapié; tiene aroma.

Enrojecióse el rostro de Polozoff y se animó, lo cual sólo le sucedía cuando estaba comiendo... o bebiendo.

—En verdad —murmuró Sanin—: no sé cómo arreglármelas.

—Pero, ¿qué es lo que tanto te apremia?

—Querido, es que justamente estoy apremiado.

—¿Necesitas una suma cuantiosa?

—Sí, tengo... ¿cómo te lo diré...? Tengo el propósito de casarme. Polozoff dejó en la mesa el vaso que iba a llevarse a los labios.

—¿Casarte? —dijo con voz ronca de asombro, y cruzó las abotagadas manos sobre el estómago—. ¿Tan prematuramente?

—Sí, enseguida.

—Supongo que estará en Rusia tu prometida.

—No, no está en Rusia.

—Pues entonces, ¿dónde? :

—Aquí, en Francfort.

—¿Quién es ella?

—Una alemana; es decir, no, una italiana establecida aquí.

—¿Con dote?

—Sin dote.

—Entonces, preciso es que sientas un amor violentísimo

—¡Qué guasón eres...! Sí, muy violento.

—¿Y para eso necesitas dinero?

—Pues, ¡sí, sí y sí!

Polozoff tragó el vino, se enjugó la boca, se lavó las manos, se las enjugó a conciencia en la servilleta, sacó un cigarro y lo encendió. Sanin le miraba en silencio.

—No veo más que un medio —dijo por fin Polozoff, echando atrás la cabeza y dejando salir por entre los labios una tenue bocanada de humo—. Vete a ver a mi mujer... Si quiere, con su blanca mano reparará todo el mal.

—Pero, ¿cómo arreglármelas para verla? ¿No dices que os vais pasado mañana?

Polozoff cerró los ojos.

Escucha dijo dando vueltas al cigarro entre los labios y resoplando—: vete a tu casa, vístete lo más de prisa posible y vuelve aquí. Me voy dentro de una hora; mi coche es muy espacioso; te llevo conmigo. Eso es lo mejor. Y ahora, voy a echar un sueño. Querido, cuando como, necesito imprescindiblemente dormir después. Mi temperamento lo exige, y yo no me opongo a ello. No me lo estorbes, si te place.

Sanin meditó, meditó... y de pronto alzó la cabeza. Se había decidido.

—Bueno, consiento en ello, y te doy las gracias. A las doce y media estaré aquí, y nos iremos juntos a Wiesbaden. Espero que tu mujer no me tome ojeriza...

Pero Polozoff roncaba ya, murmurando:

—¡No me molestes!

Agitó las piernas y se durmió como un recién nacido.

Sanin echó otra mirada a su amazacotada persona, a su cabeza, su cuello, su barba al aire, redonda como una manzana; salió de la fonda y dirigióse a paso largo a la confitería Roselli. Necesitaba advertir a Gemma.

XXXII

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