Aguas Primaverales
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Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 a?os que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el coraz?n de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pasteler?a familiar de la chica y as? estar m?s cerca de ella.
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Aproximóse a la ventana, y a la luz de un farol que había en la calle delante de la casa, leyó las líneas siguientes:
“Le ruego, le suplico que no venga a casa, que no se presente en todo el día de mañana. Es preciso, absolutamente preciso, y entonces todo se resolverá. Sé que no me negará esto, porque...
Gemma”
Sanin leyó dos veces aquella carta. ¡Cuán bonita y atractiva le pareció su letra! Meditó un poco, dirigióse a Emilio (quien, para probar que era un joven reservado, estaba de cara a la pared, raspándola con las uñas) y le llamó en voz alta.
Emilio acudió al instante junto a Sanin, diciendo:
—¿Qué quiere usted?
—Escuche, mi querido amigo...
—Señor Demetrio — interrumpió con voz plañidera—, ¿por qué no me llama usted de tú?
Sanin se echó a reír.
—Bueno, conforme. Oye, mi querido amigo... (Emilio dio un brinquito de alegría); oye, allá abajo, ¿comprendes?, dirás allá abajoque todo se cumplirá escrupulosamente. —(Emilio se mordió los labios y meneó la cabeza con aire un poquillo grave.)— Y tú... ¿qué haces mañana?
—¿Qué hago yo? ¿Qué desea usted que haga?
—Si puedes, ven mañana por la mañana temprano, y nos iremos de paseo por los alrededores de Francfort, hasta la noche. ¿Quieres? Emilio dio otro brinco.
—¡Que si quiero! ¿Hay nada más agradable en el mundo? Pasearme con usted... ¡eso es encantador! Vendré, con seguridad.
—¿Y si no te lo permiten?
—Me lo permitirán.
—Oye... no digas allá abajo que te he rogado que vengas por todo el día.
—¿Por qué decirlo? Me iré sin permiso. ¡Valiente apuro!
Emilio abrazó a Sanin con todas sus fuerzas y se marchó corriendo.
Sanin se paseó mucho tiempo por el cuarto y se acostó tarde. Abandonábase a esas impresiones penosas y dulces, a esa ansiedad regocijada que precede a una era nueva. Además, Sanin estaba satisfechísimo de su idea de haber invitado a Emilio a pasear con él el día inmediato se parecía mucho a su hermana.
“Emilio me recordará a Gemma” —dijo para sí.
Pero lo que más le asombraba era pensar que la víspera no era el mismo que ese día. Parecíale haber amado siempre a Gemma, y haberla amado precisamente como aquel día la amaba.
XXVI
Al día siguiente, llevando a Tartaglia en traílla, dirigióse Emilio a casa de Sanin. Si hubiese sido de pura raza alemana, no hubiera estado más puntual. En casa había armado un embolismo, diciendo que iría a pasear con Sanin hasta la hora de almorzar, y que después se presentaría en el almacén.
Mientras que Sanin se vestía, Emilio, no sin vacilar mucho, intentó sacar conversación acerca de Gemma y de su ruptura con Herr Klüber. Pero Sanin, por única respuesta, se limitó a guardar un silencio austero; y queriendo Emilio demostrar que comprendía por qué no debiera ni mentarse ese grave asunto, no hizo la menor alusión a él, tomando de rato en rato un aire reconcentrado y hasta serio.
Después de tomar el café, ambos amigos naturalmente, a pie, se dirigieron hacia Hausen, aldehuela poco lejana de Francfort y rodeada de bosques. Toda la cordillera de Taumus veíase desde allí cual si hubiese estado al alcance de la mano. El tiempo era magnífico: brillaba el sol y difundía su calor, pero sin quemar; un viento fresco rumoreaba alegre entre el verde follaje; las sombras de algunas nubecillas que se cernían en lo alto del cielo corrían sobre la tierra como manchitas redondas, con un movimiento uniforme y rápido. Bien pronto halláronse los jóvenes fuera de la ciudad, y anduvieron con paso firme y alegre por la carretera esmeradamente barrida. Al entrar en el bosque, dieron mil vueltas por él; después almorzaron fuerte en una posada de aldea. Enseguida subieron por la montaña, admirando el paisaje; echaron a rodar pedruscos por la pendiente, haciendo palmas al verlos rebotar como conejos, con saltos extravagantes y cómicos, hasta que un transeúnte, invisible para ellos, les dirigía desde el camino de abajo denuestos con voz fuerte y sonora. Tumbáronse encima de un musgo corto y seco, de un color amarillo violáceo; bebieron cerveza en otro figón, después, corrieron y saltaron a cual más. Descubrieron un eco y le dieron conversación; cantaron, gritaron, lucharon, rompieron ramas de árboles, adornaron los sombreros con guirnaldas de helecho, y hasta acabaron por bailar.
Tartaglia tomaba parte en todas esas diversiones en cuanto cabía en su poder y en su inteligencia. Verdad es que no tiró piedras, pero se precipitaba dando volteretas en pos de las que lanzaban los jóvenes; aulló mientras éstos cantaban, y hasta bebió cerveza, aunque con una repugnancia visible. Esta última ciencia le había sido inculcada por un estudiante que con anterioridad había sido su dueño. Por lo demás, no obedecía a Emilio éste no era su amo Pantaleone—; y cuando el mocito le decía que “hablase” o que “estornudase”, limitábase a menear el rabo y hacer un cucurucho de su lengua.
También hablaron entre sí los jóvenes. Al comienzo del paseo, Sanin, en calidad de mayor y, por consiguiente, más apto para razonar, había comenzado un discurso acerca del fatum, acerca del destino del hombre y de lo que lo constituye; pero bien pronto la conversación tomó un giro menos serio. Emilio se puso a interrogar a su amigo y protector sobre los destinos de Rusia; le preguntó cómo se batían en duelo en ese país, si eran guapas las mujeres, cuánto tiempo sería preciso para aprender el idioma ruso, qué impresiones había sentido cuando el oficial le apuntó. A su vez. Sanin interrogó a Emilio respecto a su padre, a su madre, a los asuntos de su familia, librándose bien siempre de pronunciar el nombre de Gemma y no pensando más que en ella. Propiamente hablando no era en ella en lo que pensaba sino en el día siguiente, en aquel mañana misterioso que debía traerle una ventura indecible, inaudita. Parecíale ver flotar ante su vista un cortinaje fino y ligero, y detrás de esa cortina sentía la presencia de un rostro juvenil, inmóvil, divino rostro de labios tiernamente risueños y párpados severamente caídos —severidad fingida—. ¡Ese rostro no era el de Genuna, sino el de la misma felicidad! Pero al fin ha llegado su hora; córrese la cortina, se entreabren los labios, los párpados se levantan; la divinidad le ha visto, ¡y llega un deslumbramiento y una claridad semejante a las del sol, una embriaguez y una dicha sin límites y sin fin! Pensaba en ese mañana y su alma se moría de gozo, en medio de la creciente angustia de la espera.
Esa espera, esa impaciencia, no eran penosas para él; acompañaban todos sus movimientos, pero sin estorbarlos; no le impidieron comer perfectamente con Emilio en su tercer mesón. Sólo de vez en cuando, como fugaz relámpago, cruzaba esa idea por su mente: ¡si alguien lo supiese! Esto no le impidió jugar al paso con Emilio, después de comer, en una verde pradera... ¡Y cuál no fue el asombro, la confusión de Sanin, cuando, advertido por los ladridos furiosos de Tartaglia, en el momento en que con las piernas, graciosamente separadas, pasaba como un ave por encima de la espalda de Emilio, doblado por la cintura, vio de pronto delante de él, en el extremo de la pradera, a dos oficiales, en quienes reconoció a su vez enemigo de la víspera, el caballero von Dunhof, y su testigo el caballero von Richter! Se habían puesto cada uno un cuadradito de cristal delante de los ojos, yle miraban sonriéndose...