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Aguas Primaverales

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Aguas Primaverales
Название: Aguas Primaverales
Дата добавления: 15 январь 2020
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Aguas Primaverales - читать бесплатно онлайн , автор Тургенев Иван Сергеевич

Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 a?os que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el coraz?n de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pasteler?a familiar de la chica y as? estar m?s cerca de ella.

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—Mi hija es hermosa como una reina —dijo con un sentimiento de orgullo materno—, y, ni aun así, hay en el mundo una reina tan hermosa.

—¡No hay otra Gemma en el mundo! —añadió Sanin.

—¡También por eso es Gemma!

Sabido es que Gemma, en italiano, significa piedra preciosa. Gemma se echó al cuello de su madre. Sólo a partir de este instante tuvo aspecto de respirar a sus anchas, y pareció caérsele el peso que oprimía su alma.

Sanin se sintió de pronto en extremo feliz: una infantil alegría llenó su corazón... ¡Realizábanse los ensueños a que en otro tiempo se había entregado en aquel aposento! Tal era su alegría, que en el acto se fue a la tienda; hubiera querido a toda costa vender cualquier cosa detrás del mostrador, como algunos días antes...

—Ahora tengo derecho para hacerlo ¡Ya soy de la casa!

Se instaló de veras detrás del mostrador, y de veras vendió alguna cosa; es decir, entraron dos muchachos a comprar una libra de bombones, por lo cual entregó lo menos dos libras y no cobró más que media.

En la comida, ocupó junto a Gemma el sitio oficial de prometido. FrauLenore continuó sus consideraciones prácticas. Emilio se reía por cualquier cosa e insistía con Sanin para que le llevase a Rusia. Convínose en que Sanin partiría al cabo de dos semanas. Sólo Pantaleone puso gesto de vinagre; tanto, que la misma FrauLenore se lo echó en cara.

—¡Él, que ha sido testigo! Pantaleone la miró de reojo.

Gemma guardaba casi siempre silencio, pero nunca había estado su rostro más resplandeciente y más bello. Después de comer, llamó a Sanin al jardín por un minuto; y deteniéndose junto al banco donde la antevíspera había estado escogiendo las cerezas, le dijo:

—Demetrio, no te enfades conmigo, pero una vez más quiero decirte que no debes considerarte como ligado en nada...

Sanin no la dejó acabar. Gemma volvió la cara.

—Y en cuanto a lo que mamá ha dicho, ¿sabes?, respecto a la religión, ¡toma...! (Agarró una crucecita de granates pendiente de su cuello por un cordoncillo; tiró con fuerza del cordón, que se rompió, y entregó a Sanin la cruz.) —Puesto que nos pertenecemos, nuestra fe ha de ser la misma.

Los ojos de Sanin estaban húmedos, aun cuando regresó con Gemma.

Durante la velada, todo entró en el carril de costumbre y hasta se jugó al tressette.

XXXI

Al día siguiente, Sanin se despertó muy temprano. Encontrábase en el pináculo de la alegría humana, pero no era esto lo que le impedía dormir; lo que turbaba su reposo era la cuestión fatal, la cuestión vital. ¿Cómo vender sus tierras lo más pronto y lo más caro posible? Cruzaban por su mente los planes más diversos, pero nada se decidía aún con claridad. Salió de la fonda a tomar el aire y a despejarse; no quería presentarse delante de Genima sino con un proyecto ya maduro.

¿Quién es ese personaje pesadote sobre sus patazas, aunque correctamente vestido, que va delante de Sanin con un movimiento de vaivén? ¿Dónde ha visto él aquella nuca cubierta de rubios pelillos, aquella cabeza encajada entre los hombros, aquellas espaldotas atocinadas, aquellas manos colgantes y morcilludas? ¿Es posible que sea Polozoff, su antiguo condiscípulo de colegio, a quien ha perdido de vista desde hace cinco años? Sanin se adelantó bien pronto al personaje que iba delante de él, y se volvió... Esa caraza amarilla, esos ojuelos de cerdo, con cejas y pestañas blanquizcas, esa nariz corta y ancha, esa barbilla sin bozo, imberbe, y toda la expresión de aquel rostro a la vez agrio, perezoso y desconfiado: sí, es él, Hipólito Polozoff.

Una idea repentina cruzó por la mente de Sanin.

“¿No es mi estrella quien lo trae?”, pensó. Y dijo: —Polozoff, Hipólito Sidorovitch, ¿eres tú?

Detúvose el personaje, levantó sus ojuelos, vaciló un instante y despegando al fin los labios, dijo con voz de falsete:

—¿Demetrio Sanin?

—¡El mismo que viste y calza! —exclamó Sanin estrechando una de las manos de Polozoff, calzadas con estrechos guantes de color gris claro (colgaban inertes, como antes, a lo largo de sus muslazos)—. ¿Hace mucho tiempo que estás aquí? ¿De dónde vienes? ¿En dónde paras?

—Ayer llegué a Wiesbaden —respondió Polozoff sin apresurarse— con el fin de hacer unas comprillas para mi mujer, y hoy mismo me vuelvo a Wiesbaden.

—¡Ah, sí! Es verdad: te has casado, y dicen que con una mujer guapísima.

Polozoff giró los ojos.

—Sí, eso dicen. Sanin se echó a reír.

—Veo que siempre eres el mismo, tan flemático como en el colegio.

—¿Por qué habría de cambiar?

—Y dicen—añadió Sanin recalcando la palabra “dicen”— que tu mujer es muy rica.

—También eso se dice.

—Pero tú, Hipólito Sidorovitch, ¿no sabes nada de eso?

—¿Yo, mi buen amigo Demetrio... Pavlovitch...? Sí, Pavlovitch, no me mezclo en los asuntos de mi mujer.

—¿No te mezclas en ellos? ¿En ningún negocio?

Polozoff volvió a girar los ojos.

—En ninguno, amigo mío... Ella va por un lado... y yo voy por otro.

—Y ahora, ¿adónde vas?

Ahora no voy a ninguna parte; estoy en medio de la calle, hablando contigo, y en cuanto hayamos acabado, me iré a mi cuarto, en la fonda, y almorzaré.

—¿Me quieres de compañero?

—¿Para qué asunto? ¿Para el almuerzo?

—Sí.

—Muy bien; comer dos juntos es mucho más agradable. No eres parlanchín, ¿no es cierto?

—No lo creo.

—Pues entonces, muy bien.

Polozoff siguió adelante, y Sanin se puso en marcha a su lado. Polozoff se había vuelto a coser los labios, resollando con fuerza y contoneándose en silencio. Sanin pensaba:

“¿Cómo demonios ha hecho este gaznápiro para pescar una mujer rica y guapa? No es rico, ni instruido, ni de talento; en el colegio le teníamos por un mocete flojo y bruto, dormilón y tragaldabas, y le pusimos “baboso” de apodo. ¡Esto es muy extraordinario! Pero puesto que su mujer es tan rica (dícese que es hija de un arrendatario del impuesto sobre los alcoholes), ¿por qué no habría de comprarme mis tierras? Por más que dice que él no se mete para nada en los negocios de su mujer, ¡eso no es creíble...! En ese caso, pediré un precio razonable, ¡un buen precio! ¿Por qué no intentarlo? Quizá sea mi buena estrella... Dicho y hecho: probaré.

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