Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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Todos nuestros esfuerzos por aparecer tranquilos y nuestras frases ingeniosas me parecieron estúpidas, al oír esta ingenua exclamación.
VII
El enemigo había colocado dos cañones en el sitio donde habíamos visto a los tártaros y cada veinte o treinta minutos disparaban contra nuestros soldados que talaban los árboles.
Mandaron a mi sección llanura adelante y se dio la orden de contestar al enemigo. En el linde del bosque se veía humo, se oían detonaciones y silbidos y las balas caían delante o detrás de nosotros. Los proyectiles del enemigo no nos ocasionaban ninguna baja.
Los artilleros, lo mismo que siempre, se portaban admirablemente. Cargaban con rapidez, apuntaban con cuidado por entre el humo, bromeando tranquilamente entre sí. La infantería, inactiva y silenciosa, permanecía cerca de nosotros, esperando su turno. Los taladores continuaban su faena, las hachas resonaban en el bosque cada vez más rápidas y a intervalos, más cortos; sólo cuando se oía el silbido del proyectil, todo callaba de pronto y, en medio del silencio sepulcral, unas voces ligeramente emocionadas decían: “¡Apartaos, muchachos!.
Todas las miradas se fijaban en el obús, que tan pronto rebotaba contra las hogueras como contra los troncos cortados.
La niebla se había elevado y, adquiriendo formas de nubes, desaparecía poco a poco en el cielo, de un azul oscuro; el sol brillaba vivamente, formando alegres reflejos en el acero de las bayonetas, en el cobre de los cañones, en la tierra que empezaba a deshelarse y en la escarcha resplandeciente. En el aire se sentía el frescor de la helada matinal, juntamente con el calor de un sol de primavera; millares de sombras y de colores distintos se combinaban en las secas hojas del bosque, y en la carretera llana y brillante se destacaban claramente las huellas de las ruedas y de las herraduras de los caballos.
Entre los soldados, la agitación era cada vez mayor y más sensible. De todas partes aparecían con más frecuencia nubecillas de humo azulado. Los dragones, con banderolas ondeantes en las lanzas, salieron hacia delante; en las compañías de infantería se oyeron canciones, y el convoy de la leña empezó a retirarse hacia la retaguardia. El general dio la orden a mi sección de que se preparase para la retirada. Situándose entre los arbustos, frente a nuestro flanco izquierdo, el enemigo empezó a inquietarnos seriamente con sus descargas.
Desde el lado izquierdo del bosque, silbó una bala, que cayó en una cureña, después otra… y otra… La infantería, situada junto a nosotros, se levantó con gran alboroto y, cogiendo los fusiles, ocupó la línea. Los disparos aumentaban, volando los proyectiles cada vez con mayor frecuencia. Comenzó la retirada y, como sucede siempre en el Cáucaso, dio principio a la verdadera batalla.
Por todo se deducía que a los artilleros no les habían gustado los obuses a los infantes.
Antonov fruncía el ceño, Chikin imitaba el silbido de las balas y gastaba bromas, aunque se veía que no le agradaban. De una dijo: “¡Cómo se apresura!», a otra la llamó: «La abejita» y a la tercera, que había pasado por encima de nosotros silbando de un modo quejumbroso y prolongado: “¡Huérfana!», lo que provocó la hilaridad general.
El recluta, por su falta de costumbre, inclinaba la cabeza hacia un lado y estiraba el cuello a cada bala que pasaba, lo que también hacía reír a los demás soldados.
—¿Por qué la saludas? ¿Es que la conoces? –le decían.
Hasta Velenchuk, siempre sereno ante el peligro, se hallaba en un estado de ánimo alterado: al parecer, le irritaba que no respondiésemos con metralla a los disparos del enemigo. Varias veces dijo, con voz que denotaba su descontento:
—¿Vamos a dejar que él dispare contra nosotros sin más ni más? Si volviésemos hacia allá el cañón y los barriésemos con metralla, no os preocupéis, dejarían de disparar.
En efecto, había llegado el momento de hacerlo: di orden de disparar la última granada y de cargar con metralla.
—¡Metralla! –exclamó Antonov, con bravura, acercándose envuelto en humo al cañón con un escobillón en la mano, en cuanto hubimos hecho la primera descarga.
En aquel mismo momento oí detrás de mí el rumor rápido y seco de una bala que acababa de dar contra un cuerpo. Se me oprimió el corazón. «Ha alcanzado a alguno de los nuestros», pensé, temiendo volverme, bajo la influencia de un penoso presentimiento. En efecto, acto seguido se oyó la caída de un cuerpo pesado y un ¡ay! desgarrador.
—¡Me han herido, hermanos! –dijo con esfuerzo una voz que reconocí.
Era Velenchuk. Se había desplomado de espaldas entre el cañón y el avantrén. La mochila que llevaba había caído a un lado. Tenía la frente ensangrentada y unos hilillos de sangre espesa y rojo se salían de un ojo y de la nariz. Se le veía una herida en el vientre, pero casi no sangraba de ella, y al caer se había producido una lesión en la frente.
Todo esto lo comprendí después; en el primer momento, sólo vi una masa informe y, según me pareció, gran cantidad de sangre.
Ninguno de los soldados que cargaba el cañón pronunció una palabra; sólo el recluta murmuró algo así como: «Hay que ver cuánta sangre», y Antonov, frunciendo el ceño, rezongó enojado; pero, por todo, se veía perfectamente que la idea de la muerte acudió a todos nosotros. Todos continuaron cumpliendo su deber con más diligencia. El cañón quedó cargado en un instante; al traer la metralla, el polvorista dio un rodeo al lugar en el que yacía el herido, que continuaba quejándose.
VIII
Todos cuantos han tomado parte en un combate habrán experimentado probablemente ese extraño sentimiento de horror, nada lógico pero invencible, que produce el lugar donde alguien ha caído muerto o herido. Los soldados de mi sección se dejaron dominar visiblemente por este sentimiento, cuando tuvieron que levantar a Velenchuk y transportarlo al coche de la ambulancia que había llegado. Jdanov se acercó al herido con aire enojado y, sin hacer caso de sus gritos, que iban en aumento, lo asió por debajo de los brazos y lo incorporó.
—¿Qué esperáis? ¡Cogedlo! –gritó.
Inmediatamente rodearon al herido unos diez soldados que se prestaron a ayudar aunque no hacían falta.
Apenas lo movieron, Velenchuk empezó a debatirse y a gritar terriblemente.
—¿Por qué chillas como una liebre? –exclamó Antonov con brutalidad, sujetándolo por un pie—. Si no callas, te abandonaremos.
El herido calló; sólo de cuando en cuando decía:
—¡Oh, es la muerte, hermanos!
Cuando lo instalaron en el coche, incluso dejó de lamentarse y oí que hablaba con sus compañeros en voz baja, aunque inteligible.
