Narrativa Breve

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Narrativa Breve
Название: Narrativa Breve
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Narrativa Breve - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.

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El tercer soldado, que se hallaba en cuclillas junto a la hoguera, era el conductor de artillería Chikin. Tenía cara de pájaro, un bigotillo erizado y sostenía en la boca una pipa de porcelana. El simpático Chikin, como le llamaban los soldados, era bromista. Tanto con una gran helada, como con barro hasta la rodilla, sin haber comido nada durante dos días, estando de expedición, pasando revista o haciendo prácticas, el buen hombre hacía muecas, piruetas, y gastaba tales bromas que todo el destacamento se moría de risa. Durante los descansos o en el campamento, a Chikin lo rodeaba siempre un grupo de soldados jóvenes con los que jugaba una partida de filka (juego de cartas), o a los que contaba anécdotas de un soldado astuto y de un milord inglés. A veces imitaba a un tártaro, a un alemán, o, simplemente, hacía observaciones que producían la hilaridad general. Su reputación de hombre divertido estaba tan consolidada en la batería, que le bastaba abrir la boca o guiñar un ojo para suscitar una carcajada general; pero no dejaba de tener mucha comicidad espontánea. En todo veía algo particular, algo que a los demás ni siquiera se les ocurría, y la capacidad de observar la parte ridícula no cedía con ningún sufrimiento.

El cuarto era un muchacho poco agraciado, un recluta del año anterior, que salía por primera vez en una expedición. Estaba envuelto por el humo y tan acerca del fuego que poco faltaba para que se le prendiera la ropa; pero, a pesar de eso, por su raída pelliza desabrochada y la postura tranquila y desenvuelta de sus piernas arqueadas, se veía que experimentaba un gran placer.

Finalmente, el quinto, que se hallaba sentado algo más lejos de la hoguera tallando una ramita, era Jdanov, el más antiguo de todos los soldados de la batería. Había conocido a todos los demás como reclutas, que por una antigua costumbre lo llamaban tiíto. Según decían, no bebía nunca, no fumaba, no jugaba a las cartas, ni profería juramentos. Todo el tiempo que le quedaba libre del servicio lo empleaba en su oficio de zapatero; los días festivos iba a la iglesia, siempre que le fuera posible, o bien encendía una vela que costaba un copeck ante una imagen y abría el libro de Salmos, el único que sabía leer. Hablaba poco con los soldados y se mostraba frío y respetuoso con los de grado superior, aunque fuesen más jóvenes que él;

como no bebía, no tenía ocasión de tratar a sus iguales; sin embargo, apreciaba mucho a los reclutas y a los soldados jóvenes: los solía proteger, les daba consejos y, a menudo, les ayudaba. Todos los de la batería lo consideraban como a un capitalista, porque tenía veinticinco rublos, que prestaba al soldado que realmente los necesitase. Maximov, que en la actualidad era polvorista, me contó que diez años atrás, cuando entró en filas y los veteranos se gastaron su dinero en beber, al enterarse de su situación, Jdanov lo llamó y, después de recriminarle severamente su proceder y hasta de pegarle, le dijo cómo debía vivir un soldado, le regaló una camisa, porque ya no tenía ninguna y cincuenta copecks. «Ha hecho de mí un hombre», decía Maximov, hablando de él con respeto y agradecimiento. También protegió a Velenchik desde que entró en filas y le ayudó cuando tuvo la desgracia de perder el capote, así como a muchos otros durante sus veinticinco años de servicio.

No se podía desear un soldado que conociese mejor su obligación, que fuese más valiente ni más puntual; pero era demasiado dulce e insignificante para ser promovido a polvorista, a pesar de ser artillero desde hacía quince años. La única alegría, casi la pasión, de Jdanov, la constituían las canciones, y tenía preferencia por algunas. Solía reunir un grupo de cantantes entre los jóvenes soldados y, aunque no sabía cantar, permanecía con ellos, con las manos en los bolsillos de la pelliza y los ojos entornados, expresando su participación moviendo la cabeza y las mandíbulas. No sé por qué en ese movimiento de mandíbulas que sólo observaba en él, encontraba mucha expresión. Su cabeza blanca como la nieve, su bigote teñido de negro y su rostro moreno y surcado de arrugas, le daban a primera vista una expresión severa y grave; pero al fijarse en sus grandes ojos redondos, sobre todo cuando sonreía (nunca lo hacía con los labios), se observaba algo extraordinariamente dulce, casi infantil, que sorprendía.

IV

—¡Vaya! Se me ha olvidado la pipa. Es una desgracia, hermanos míos –repitió Velenchuk.

—Sería mejor que fumaras cigarrillos, buen hombre –dijo Chikin, torciendo la boca y guiñando un ojo—. En casa yo fumaba siempre cigarrillos; son más suaves.

Como es natural, todos soltaron una carcajada.

—¡Ah! ¿Con que se te ha olvidado? –intervino Maximov, sin hacer caso de la risa general, mientras daba golpecitos con la pipa en la palma de su mano izquierda con gesto altivo y autoritario—. ¿Donde te habrás metido? ¿Eh, Velenchuk?

Velenchuk se volvió hacia él, se llevó la mano a la gorra y después la bajó.

—Por lo visto, no has dormido bastante, ya que te quedas dormido en pie. Esas cosas se castigan.

—Que me aspen, Fiodor Maximovich, si he bebido una sola gota; ni yo mismo sé lo que me ha ocurrido –replicó Velenchuk—. ¿Con qué motivo me iba a emborrachar? –masculló.

—Está bien. Uno tiene que responder de ti ante los jefes y, sin embargo, siempre haces lo mismo. Te portas muy mal –concluyó el elocuente Maximov, con un tono más tranquilo ya.

—Es un milagro, hermanos míos –continuó Velenchuk después de un breve silencio, sin dirigirse a nadie en particular, mientras se rascaba la coronilla. Un verdadero milagro, hermanos míos. Hace dieciséis años que sirvo y nunca me ha pasado una cosa igual. Cuando dieron la orden de formar, me preparé como es debido. Todo fue bien hasta que, de pronto, estando en el parque, ella se apoderó de mí… Y, agarrándome, me echó al suelo. Eso fue todo… Ni yo mismo me he dado cuenta de cómo me dormí, hermanos míos –concluyó.

—Me costó trabajo despertarte –comentó Antonov, calzándose una bota—. Te empujaba como un tronco…

—En mi tierra hubo una mujer que se pasó dos años en la cama durmiendo. Una vez quisieron despertarla, creyéndola dormida, y vieron que estaba muerta.

—Cuéntanos, Chikin, cómo te dabas tono cuando estabas de licencia –dijo Maximov sonriendo y mirándome, como si dijera: “¿Quiere usted oír hablar a un hombre tonto?»

—¡No se trataba de darme tono! –replicó Chikin, mirándome de reojo—. Sólo contaba cómo es el Cáucaso.

—¡Claro! ¡Claro! No te hagas rogar… Cuéntanos cómo alardeabas delante de los demás.

—Ya se sabe cómo lo hacía. Me preguntaban cómo vivíamos y yo les decía que muy bien – empezó diciendo Chikin con el aire y la volubilidad del hombre que ha contado varias veces lo mismo—. Nos dan muy bien de comer; por las mañanas y por las noches cada soldado recibe una taza de chocolate; a la hora de comer, una sopa de cebada perlada, lo mismo que los señores, y, en lugar de vodka, una copa de vino de Madera, que, sin contar el caso, vale cuarenta y dos copecks.

—¡Valiente madera! –exclamó Velenchuk lanzando una carcajada que dominó las de los demás—. ¡Vaya un madera!

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