Narrativa Breve
Narrativa Breve читать книгу онлайн
Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
El tipo de los autoritarios se encuentra principalmente en una esfera más elevada de soldados: cabos, sargentos, etcétera, y, en la primera subdivisión, la de los autoritarios severos, hay tipos muy nobles y enérgicos, sobre todo marciales y dotados de grandes arrebatos poéticos (a esta categoría pertenecía el cabo Antonov, al que quiero presentar a los lectores). La segunda categoría la constituyen los autoritarios diplomáticos, que desde hace algún tiempo empiezan a extenderse bastante. El autoritario diplomático es siempre elocuente, ilustrado, lleva camisa color de rosa, no come rancho, a veces fuma tabaco de Musatov, se tiene por mucho más que un simple soldado, pero rara vez es tan buen militar como al autoritario de la primera categoría.
El tipo del calavera, lo mismo que el de autoritario, es bueno en la primera categoría, la del calavera divertido, cuyos rasgos característicos son: alegría inquebrantable, gran capacidad para todo, naturaleza sana y arrojo; en la segunda, en cambio, es muy malo. Sin embargo, es preciso decirlo en honor al ejército ruso, los calaveras depravados se encuentran muy rara vez, y de encontrarse, quedan aislados por sus mismos compañeros. La incredulidad y cierta osadía para el vicio son sus rasgos principales.
Velenchuk pertenecía a la clase de los sumisos diligentes. Era de origen ucraniano y servía en el ejército desde hacía quince años; era un soldado insignificante y poco hábil, pero ingenuo, bondadoso, muy diligente –aunque la mayoría de las veces intempestivo de su celo— sumamente honrado. Digo sumamente honrado porque el año anterior ocurrió un hecho en el que mostró de un modo patente esa cualidad característica. Es preciso observar que casi todos los soldados tienen su oficio. El más corriente es el de sastre o el de zapatero. Velenchik aprendió por sí mismo el primero de ellos, y a juzgar por el hecho de que Mijail Dorofeievich en persona, el sargento, le encargaba sus trajes, había llegado a cierto grado de perfección en su arte. El año anterior, Velenchik se encargó de confeccionar un capote de buena calidad para Mijail Dorofeievich; pero la misma noche en que lo cortó, le puso el forro y lo guardó debajo de la almohada, le ocurrió un percance: el paño, que había costado siete rublos, desapareció. Velenchuk, con sus ojos arrasados de lágrimas, los pálidos labios temblorosos y reprimiendo los sollozos, se lo comunicó al sargento. Mijail Dorofeievich se indignó. En el primer momento, despechado, amenazó al sastre, pero luego, como hombre bueno y pudiente, se despreocupó de aquello sin exigirle a Velenchik el importe del capote. Por más que hizo el diligente Velenchuk, por más que lloró y contó su desgracia, no se pudo encontrar al ladrón.
Aunque se sospechaba de un soldado, calavera, libertino, un tal Chernov, que dormía con él en la misma tienda, no existían pruebas convincentes. El autoritario diplomático, Mijail Dorofeievich, como hombre de buena posición, hacía pequeños negocios con el vigilante del arsenal y con el jefe de la cooperativa, aristócratas de la batería, y no tardó en olvidar por completo la desaparición de su capote. Velenchik, en cambio, no pudo olvidar su desgracia.
Los soldados temieron en aquella época que se suicidara o huyese al monte, hasta tal punto le había afectado su desventura. No comía ni bebía, ni siquiera podía trabajar y lloraba sin tregua. A los tres días de aquello, Velenchk, pálido, se presentó ante Mijail Dorofeievich y, con mano temblorosa, extrajo de la bocamanga una moneda de oro y se la tendió.
—Le juro, Mijail Dorofeievich, que es todo lo que tengo, y hasta eso lo he pedido prestado a Jdanov –dijo, sollozando—. En cuanto los gane, le devolveré los otros dos rublos. El (ni el mismo Velenchik sabía quién era él) me ha hecho pasar por un bribón ante usted. El, con su alma vil e hipócrita, ha robado a un soldado, hermano suyo, lo último que tenía; y yo que sirvo desde hace quince años…
En honor a Mijail Dorofeievich hay que decir que no aceptó los dos rublos restantes cuando Velenchik, al transcurrir dos meses, fue a entregárselos.
III
Además de Velenchuk, cinco soldados en mi sección se calentaban junto a la hoguera.
En el mejor sitio, resguardado del viento, el polvorista Maximov se hallaba sentado en una barrica fumando en pipa. La actitud, la mirada, y todos los movimientos de este hombre reflejaban la costumbre de mandar y la conciencia de su propio valer, sin hablar ya de la barrica en la que estaba sentado, que constituía durante los descansos el emblema del poder, ni de su pelliza revestida de buena tela. Cuando me acerqué, Maximov movió la cabeza, pero sus ojos continuaban fijos en la llama y sólo mucho después su mirada, siguiendo la dirección de su cabeza, se fijó en mí. Maximov era hijo de campesinos propietarios, tenía dinero y había seguido un curso en la escuela de la brigada, adquiriendo conocimientos. Era muy rico y muy erudito, como decían los soldados. Recuerdo que una vez en un ejercicio práctico de tiro explicó, con el cuadrante en la mano, a los soldados que se habían reunido en torno suyo, que el nivel no es más que el resultado del movimiento atmosférico del mercurio. En realidad, Maximov no era tonto y conocía perfectamente su obligación; pero tenía la extraña costumbre de hablar, en ocasiones a propósito, de forma que nadie pudiera comprenderle y estoy seguro de que tampoco él comprendía sus propios términos. Le gustaban particularmente, las palabras «resulta» y «prosiguiendo», y cuando las decía, ya sabía yo de antemano que no podría comprender nada. En cambio, según pude observar, a los soldados les gustaba oír estas palabras. Se imaginaban que tenían un profundo sentido, aunque, lo mismo que yo, no comprendían nada; atribuían esta falta de comprensión a su propia estupidez y, por tanto, respetaban más a Fiador Maximovich. En una palabra, Maximov era un autoritario diplomático.
El Segundo soldado, que se calzaba los pies musculosos y colorados junto al fuego, era Antonov. Era el artillero que en el año 37 se había quedado con otros dos junto a un cañón, disparando contra el poderoso enemigo, con dos balas incrustadas en el muslo. «Hace mucho tiempo que sería polvorista a no ser por su carácter», decían de él los soldados. En efecto, tenía un carácter extraño: cuando no estaba borracho, no había hombre más tranquilo, más dulce ni más exacto; pero cuando bebía se volvía completamente distinto: no reconocía la autoridad, se peleaba, alborotaba y procedía como un soldado indigno. Una semana antes, durante el Carnaval, se dio a la bebida; y, pese a las amenazas, las exhortaciones y a haberle atado al cañón, bebió y alborotó hasta el primer lunes de Cuaresma. A pesar de que el destacamento tenía permiso para no observar la abstinencia de carne, Antonov se alimentaba solamente de pan seco y en la primera semana ni siquiera tomó su ración de vodka. Por otro lado, había que ver esa figura de mediana estatura, robusta, con sus piernas cortas y torcidas, su cara resplandeciente y con bigote cuando ligeramente embriagado, cogía la balalaika en sus musculosas manos y, mirando distraído a su alrededor, empezaba a tocar una canción. O cuando paseaba por la calle con el capote, lleno de condecoraciones, echado por los hombros y las manos en los bolsillos del pantalón azul, expresando orgullo por ser soldado y desprecio hacia los que no lo fueran. En tales momentos bastaba ver su cara para comprender que no podía dejar de pegarse con un asistente que le dijera alguna grosería o con alguien que se encontrase por casualidad, bien fuese cosaco, infante o extranjero, en una palabra, que no perteneciera a la artillería. Se pegaba y alborotaba, no tanto por propia satisfacción como por mantener el espíritu de la soldadesca, de la cual se consideraba representante.
