Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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—Bueno, ¿y cómo describías a los asiáticos? –continuó preguntando Maximov cuando la risa general se hubo calmado un poco.
Chikin se inclinó hacia la llama, sacó una brasa por medio de una ramita y la puso en la pipa. Como si no se diera cuenta de la curiosidad silenciosa, llena de excitación, del auditorio, encendió en silencio y con gran calma el tabaco. Después arrojó la brasa, se echó hacia atrás la gorra y, fumando y sonriendo ligeramente, continuó:
—También me preguntaban cómo es el circasiano y si los turcos luchaban contra nosotros en el Cáucaso. Yo les decía: el circasiano no es siempre igual: los hay distintos, como es de suponer. Algunos viven en las montañas pedregosas y comen piedras en lugar de pan. Son altos como unos troncos, tienen un ojo en la frente y llevan unos gorros rojos, como la llama, lo mismo que el tuyo, muchacho –añadió, dirigiéndose a un joven recluta que, en efecto, llevaba un gracioso gorrito colorado por la parte de arriba.
A esta salida inesperada, el soldado se sentó en el suelo, se golpeó las rodillas y, lanzando una carcajada, fue presa de un acceso de tos, tan fuerte, que apenas pudo pronunciar, sofocándose:
—¡Vaya unos montañeses!
—También existen los numri – prosiguió Chikin, echándose la gorra hacia la frente con un movimiento de cabeza—. Son pequeños, una cosa así. Siempre van de dos en dos, sujetos por las manos, y corren tan veloces que no se los alcanzaría ni montando a caballo. «Pero, ¡cómo!, ¿es que nacen cogidos de la mano?», me preguntaban –dijo Chikin parodiando a un campesino con su voz de bajo—. Sí, buen hombre, son así por naturaleza. Si se les separasen las manos, sangrarían; es lo mismo que si se les quita el gorro a los chinos, también sangran.
«Cuéntanos cómo guerrean.» Pues veréis: si le cogen a uno, le abren el vientre en canal, le cuelgan los intestinos en la mano y venga a agitarlos. Ellos los agitan y uno se ríe, se ríe, hasta quedarse sin aliento…
—¿Y te creían, Chikin? –preguntó Maximov, sonriendo ligeramente, mientras los demás se morían de risa.
—La gente es tan extravagante, Fiador Maximovich, que se lo creían todo, le juro que se lo creían todo. En cambio, cuando les hablé del monte Kasbek, diciendo que no se deshiela en él la nieve en todo el verano, se rieron en mis propias barbas. “¿Qué nos cuentas, buen hombre?
¿No se va a deshelar la nieve en un monte tan alto? Aquí, en la época de deshielo, la nieve se funde antes en cualquier cerro que en los valles.» ¡Ya veis! –terminó Chikin, guiñando un ojo.
V
El claro disco del sol que se filtraba a través de la neblina blanca y lechosa se había remontado bastante alto; el horizonte, de un gris violáceo, se ensanchaba poco a poco y, aunque mucho más lejos que antes, no dejaba de estar limitado por la blanca barrera engañosa de la niebla.
Ante nosotros, más allá del bosque talado, se abría una pradera bastante grande, en la que se elevaba por todos lados el humo negro, blanco lechoso o violáceo de las hogueras y capas de niebla que formaban extrañas figuras. A lo lejos, aparecían, de cuando en cuando, grupos de tártaros montados y se oían los disparos poco frecuentes de nuestras carabinas y de nuestros fusiles y cañones.
«Esto no era más que un juego», según decía nuestro bondadoso capitán Jlopov.
El comandante de la novena compañía de cazadores se acercó a mis cañones y, señalando tres jinetes tártaros que pasaban junto al bosque, a una distancia de unas seiscientas sajenas de nosotros, con esa afición que suelen tener los oficiales de infantería a los disparos de la artillería, me rogó que les enviase una bala de cañón o una granada.
—¿Ve esos dos árboles? –dijo, con su sonrisa bondadosa y persuasiva, extendiendo el brazo por encima de mi hombro—. Pues, delante de ellos hay un tártaro montado en un caballo blanco, lleva guerrera circasiana negra, y ahí detrás, hay otros dos. ¿Los ve? ¿No se podría, por favor…?
—Ahí llegan otros tres; ahí, junto al bosque –añadió Antonov, que se distinguía por su buena vista, acercándose a nosotros y ocultando la pipa que fumaba tras de la espalda—. El que va delante ha sacado el fusil de la funda. ¡Se ve muy bien!
—¡Anda! ¡Ha disparado! Se ve el humo –exclamó Velenchuk, que se hallaba entre un grupo de soldados, detrás de nosotros.
—Debe de apuntar hacia nuestras filas, el muy bribón –observó otro.
—Fijaos cuántos han salido del bosque; se conoce que estudian el terreno para colocar los cañones –añadió un tercero—. Si les enviásemos una granada, no les vendría mal.
—¿Y crees, buen hombre, que llegaría hasta allí? –preguntó Chikin.
—Debe de haber unas quinientas, o quinientas veinte sajenas, no más –dijo Maximov con sangre fría, como si hablara consigo mismo, aunque se veía que, lo mismo que los demás, estaba deseando disparar—. Si tirásemos con el de cuarenta y cinco, no cabe duda de que haríamos blanco.
—Si apuntase usted al grupito, seguro que caería alguno. ¡Ahora, ahora que se han reunido!
Ordene que disparen –seguía suplicándome el jefe de la compañía.
—¿Manda usted encarar la pieza? –me preguntó de pronto Antonov con su entrecortada voz de bajo y expresión de ira.
Confieso que también yo deseaba disparar; ordené que encarasen el segundo cañón.
Apenas lo hice, cuando ya habían colocado el obús, y Antonov, inclinado sobre el punto de mira, llevaba el cañón de derecha a izquierda.
—Un poco a la izquierda…, una pizquita a la derecha… más, un poco más… Eso es, ya está bien –concluyó, retirándose con expresión de orgullo.
El oficial de infantería, Maximov, y yo fijamos la vista en el punto de mira y cada uno dio una opinión distinta.
—Estoy seguro de que caerá demasiado lejos –observó Velenchuk chascando la lengua, aunque no se basaba en nada para suponerlo, puesto que había mirado por encima del hombro de Antonov—. Estoy seguro de que caerá demasiado lejos, ¡hará blanco en aquel árbol!
—¡Fuego! –ordené.
Los sirvientes del cañón se separaron. Antonov se retiró corriendo para presenciar el vuelo del obús; el tuvo se inflamó, resonando el bronce. Al mismo tiempo nos envolvió el humo de la pólvora, y en medio del retumbar sordo del disparo, se destacó un sonido metálico y sibilante que se alejaba con la rapidez de un rayo, perdiéndose a lo lejos en el silencio general.
Algo más allá del grupo de jinetes se distinguió una humareda blanca, los tártaros se dispersaron y la explosión del proyectil llegó hasta nosotros.
—¡No está mal! ¡Han huido! Hay que ver: a estos diablos no les agradan estas cosas –se oyó comentar entre las filas, animadamente y en tono de burla, a los artilleros y a los infantes.
