Narrativa Breve

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Narrativa Breve
Название: Narrativa Breve
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Narrativa Breve - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.

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—Si se hubiese disparado un poquitín más bajo, se habría hecho blanco en el mismo grupo –observó Velenchuk—. Dije que daría en el árbol y así ha sido. Ha caído demasiado a la derecha.

VI

Dejé a los soldados comentando cómo habían huido los tártaros, para qué habían ido allí y si eran numerosos los que aún quedaban en el bosque, y me alejé unos cuantos pasos acompañado del comandante de la compañía. Nos sentamos al pie de un árbol, mientras esperábamos las chuletas asadas que me había ofrecido. El comandante de la compañía, Boljov, era uno de esos oficiales a los que se suele llamar en los regimientos de buena estrella. Tenía dinero, había hecho el servicio en la guardia y hablaba francés. Y, a pesar de eso, los compañeros lo querían, lo apreciaban. Era bastante inteligente y poseía el tacto suficiente para llevar la guerrera según la moda de San Petersburgo, comer bien y hablar francés, sin zaherir demasiado a los oficiales que lo rodeaban. Después de charlar un rato del tiempo, de las operaciones militares, de los oficiales que ambos conocíamos, y, convenciéndonos (por las preguntas y respuestas y por el punto de vista sobre las cosas) de que nuestras ideas nos satisfacían mutuamente, pasamos sin querer a una conversación más íntima. Además, al encontrarse en el Cáucaso dos hombres de la misma capa social, surge siempre la siguiente pregunta, aunque no se haga verbalmente: “¿Por qué está usted aquí?»

Me pareció que mi interlocutor se disponía a contestar a esta pregunta muda que le hice.

—¿Cuándo terminará la expedición? –dijo con tono indolente—. ¡Esto es un aburrimiento!

—Yo no me aburro –repliqué—. En el cuartel se aburre uno mucho más.

—¡Oh, desde luego, en el cuartel se está mil veces peor! –exclamó con rabia—. Pero ¿cuándo terminará todo esto?

—¿Qué quiere usted que termine? –pregunté.

—¡Todo! ¡Que acabe todo de una vez!… Esas chuletas ¿no están todavía, Nikolaiev? – preguntó.

—¿Por qué ha venido a servir al Cáucaso, si no le gusta?

—¿Sabe por qué lo he hecho? –me respondió con resuelta franqueza—. Por tradición. En Rusia existe la tradición de que el Cáucaso es la tierra prometida para toda clase de seres desgraciados.

—Esto es casi verdad –dije—. La mayor parte de nosotros…

—Pero lo mejor del caso es que todos los que venimos aquí por tradición nos equivocamos horriblemente en nuestros cálculos –me interrumpió—. No comprendo por qué a raíz de unos amores infortunados o del fracaso de algún negocio es mejor servir en el Cáucaso que en Kazan o Kaluga. En Rusia todos se presentan el Cáucaso como algo grandioso, con sus eternos hielos virginales, sus torrentes impetuosos, sus puñales, sus capotes de fieltro, sus guerreras circasianas…; se imaginan que todo esto es terrible, cuando en realidad no representa nada en particular. Si supieran, al menos, que nosotros no estamos nunca entre los hielos virginales, que no causa ninguna alegría vivir entre ellos, y que el Cáucaso se divide en provincias, como Stavropol, Tiflis, etcétera.

—Sí –dije, echándome a reír—. En Rusia se considera el Cáucaso de un modo completamente distinto de cómo lo vemos aquí. ¿Le ha ocurrido alguna vez probablemente leer versos en un idioma que no domina bien? Uno se los imagina mucho mejores de lo que son…

—Ignoro el motivo, pero no me gusta nada el Cáucaso –me interrumpió.

—Pues a mí me sigue gustando también ahora, pero de distinto modo.

—Tal vez tenga algo bueno –continuó con cierta irritabilidad—; pero lo único que me consta es que yo no me encuentro bien aquí.

—¿Por qué? –le pregunté por decir algo.

—En primer lugar, porque me ha engañado. Siguiente la tradición, yo venía al Cáucaso para curarme de una serie de cosas, pero todas ellas han venido conmigo, con la única diferencia de que antes todo era en gran escala y, ahora, en cambio, es en una escala mezquina y sucia, en cuyos peldaños me encuentro millones de molestias, iniquidades y ofensas; en segundo lugar, porque me doy cuenta de que moralmente cada día caigo más y, sobre todo, porque me siento incapaz para este servicio: no puedo soportar los peligros… Sencillamente, no soy valiente… — se detuvo y me miró—. Fuera de bromas.

Aunque esta confesión espontánea me sorprendió mucho, no lo contradije como él deseaba, al parecer, sino que esperé a que él mismo hiciera objeción a sus palabras, cosa que suele ocurrir en semejantes ocasiones.

—¿Sabe usted que es la primera vez que salgo de operaciones? –continuó—. No puede usted figurarse lo que me ocurrió ayer. Cuando el sargento trajo la orden que designaba a mi compañía a formar parte de la columna, palidecí y la emoción no me dejó hablar. ¡Si supiera usted la noche que he pasado! Si es verdad que el cabello se pone blanco por el miedo, yo debería estar completamente canoso hoy. Seguramente ningún condenado a muerte sufre más una noche de lo que he sufrido yo; incluso ahora, que me siento un poco mejor, es terrible lo que me pasa aquí – añadió, agitando el puño ante su pecho—. Y es ridículo que por dentro se desarrolle un drama horroroso, mientras uno come chuletas con cebolla y asegura que está muy alegre. ¿Hay vino, Nikolaiev? – preguntó, bostezando.

—¡Es él, muchachos! –gritó en aquel instante un soldado con voz alterada; todos los ojos se dirigieron hacia la linde del lejano bosque.

En la lejanía, llevada por el viento, se levantaba una creciente nube de humo azulado.

Cuando comprendí que el disparo del enemigo iba dirigido contra nosotros, todo lo que tenía ante mis ojos en aquel momento adquirió un aspecto nuevo e imponente. Los fusiles en pabellón, el humo de las hogueras, el cielo azulado, las verdes cureñas y el moreno rostro bigotudo de Nikkolaiev, todo me decía que el obús que había salido de la boca del cañón y que volaba por el espacio tal vez se dirigía a mi pecho.

—¿De dónde ha cogido usted el vino? –pregunté negligentemente a Boljov, mientras que en el fondo de mi alma dos voces hablaban con la misma claridad; una decía: «Señor, recibe mi alma en paz.» Y la otra: «Espero no agacharme y sonreír en el momento en que pase el obús.»

En aquel instante, algo pasó por encima de nuestras cabezas produciendo un silbido muy desagradable, y el obús estalló a dos pasos de allí.

—Si yo fuese Napoleón o Federico –dijo Boljov, volviéndose hacia mí con sangre fría— seguramente diría alguna frase grande.

—La acaba usted de decir –repliqué, ocultando con dificultad la inquietud que me había producido el peligro pasado.

—Nadie anotará lo que he dicho.

—Yo lo haré.

—Si lo hace usted, será para criticarlo, como dice Mischenkov –añadió sonriendo.

—¡Condenado! –exclamó Antonov, que se hallaba detrás de nosotros, escupiendo con gran indignación—. Ha estado a punto de darme en los pies.

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