Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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—Siento gran respeto por usted. ¡Es usted un auténtico hombre del Cáucaso! Deme la mano –y Kraft, abriéndose paso entre todos nosotros, llegó hasta Trosenko y, cogiéndole la mano se la sacudió con gran efusión—. Podemos decir que en el Cáucaso hemos pasado de todo. En el año 45…, también estaba usted allí, ¿verdad, capitán? ¿Recuerda la noche del doce al trece, que la pasamos hundidos hasta la rodilla en un lodazal y el día siguiente en que fuimos a las trincheras? Entonces estaba yo con el comandante en jefe y tomamos quince trincheras en un solo día. ¿Lo recuerda, capitán?
Trosenko movió la cabeza afirmativamente y, alargando un poco el labio inferior, entornó los ojos.
—Verá usted… — empezó diciendo Kraft, muy animado, dirigiéndose al mayor y haciendo gestos intempestivos.
Pero Kirsanov, que seguramente había oído ese relato reiteradas veces, miró a su interlocutor poniendo los ojos tan turbios e inexpresivos que Kraft se volvió hacia mí y hacia Boljov, mirándonos tan pronto a uno como a otro. En cambio, durante todo su relato no dirigió ni una sola vez la vista a Trosenko.
—Pues verán ustedes: en cuanto salimos por la mañana, el comandante en jefe me dijo:
“¡Kraft, hay que tomar esas trincheras!» Ya saben ustedes, lo que es el servicio. Hay que obedecer sin replicar. «A la orden, excelencia.» En cuanto nos acercamos a la primera trinchera me volví y dije a los soldados: «Muchachos, ¡estad alerta! No tengáis miedo. No vacilaré en matar con mi propia mano al que quede rezagado.» Ya saben ustedes que a los soldados rusos hay que hablarles claramente. De pronto estalló una granada y ví que caía un soldado, luego otro, luego el tercero y las balas empezaron a silbar por todos lados. Dije:
“¡Adelante, muchachos, seguidme!» Cuando llegamos ví, ¿cómo se llama?…
Y Kraft gesticuló con ambas manos buscando la palabra.
—Un precipicio –apuntó Boljov.
—No… pero ¿cómo es eso? — — ¡Ah, sí, un precipicio! –dijo rápidamente—. Avanzamos con las bayonetas caladas… ¡Hurra! No había un solo enemigo. Como pueden figurarse eso nos asombró. Pues bien: seguimos adelante hasta la segunda trinchera. Aquello era otra cosa.
Estábamos ya muy excitados. Vimos que no se podía avanzar. Allí había… ¿cómo se llama eso?… Pero ¿cómo se llama eso?…
—Otro precipicio –apunté.
—Nada de eso –replicó enfadado—. No era ningún precipicio, sino… ¿cómo se llama? –e hizo con la mano un gesto vago—. ¡Oh Dios mío! ¿Cómo se llama eso?…
Se le veía tan atormentado que, involuntariamente, quería uno apuntarle.
.Tal vez fuese un río –dijo Boljov.
—No. Era un simple precipicio. En cuanto llegamos, no me lo creerán ustedes, vimos un fuego horroroso…, un infierno.
En aquel momento alguien me llamó desde fuera. Era Maximov. Después de escuchar cómo habían tomado dos trincheras, aún me quedaba que oír el relato de la toma de otras trece; por eso me alegró esa oportunidad para irme. Trosenko salió conmigo.
—Todo lo que dice es mentira. Ni siquiera estuvo en la toma de esas trincheras –me dijo cuando estuvimos a unos cuantos pasos de la choza.
Y se echó a reír tan de buena gana, que hasta me contagió.
XIII
Ya era noche cerrada y sólo las hogueras iluminaban el campamento cuando terminé mi faena y me acerqué a los soldados. Un gran tronco que ardía sin llama yacía sobre los carbones. Sólo tres hombres permanecían sentados alrededor de una hoguera: Antonov, que daba vueltas al puchero con el riabko (pan seco y tocino) sobre el fuego; Jdanov, que con expresión pensativa, quitaba la ceniza con una ramita, y Chikin, con su pipa eternamente apagada. Los demás se habían acostado ya unos, bajo los armones; otros, sobre el heno y algunos, junto a las hogueras. A la débil luz que producían los carbones distinguía las espaldas, las piernas y las cabezas que me eran conocidas. Entre los que estaban junto a las hogueras ví al recluta que, arrimado a la lumbre, parecía dormir. Antonov me hizo sitio. Me senté junto a él y encendí un cigarrillo. El olor de la niebla y del humo producido por la leña mojada, que se esparcía por el aire, irritaba los ojos, mientras la humedad caía del oscuro cielo.
Junto a nosotros se oían ronquidos regulares, el crujido de las ramas del fuego, conversaciones en voz baja y, de cuando en cuando, el entrechocar de los fusiles de la infantería. Por doquier llameaban las piras, que iluminaban en torno suyo las negras figuras de los soldados. Yo divisaba, en los lugares iluminados más cercanos, las figuras desnudas de los soldados que sacudían sus camisas por encima de las llamas. Aún había muchos soldados que no dormían, moviéndose y hablando en un espacio de quince sajenas cuadradas; la noche, oscura y tenebrosa, daba un carácter misterioso a todo aquel movimiento; era como si todos percibiesen aquel silencio sombrío y temiesen romper su serena armonía. Cuando empecé a hablar, observé que mi voz tenía un timbre distinto. Leí en los rostros de los soldados un estado de ánimo como el mío. Pensé que, antes de mi llegada, habían estado hablando del compañero herido; pero nada de eso: Chikin hablaba de la recepción de objetos de Tiflis y de los del Cuerpo de Aduana.
Siempre he observado, sobre todo en el Cáucaso, el tacto especial de nuestros soldados de callar ante el peligro y evitar cuanto pudiera tener una influencia desfavorable en el ánimo de sus compañeros. El espíritu del soldado ruso no es como el de los pueblos del Sur, que se dejan llevar por el entusiasmo y se enfrían en seguida. Al ruso es tan difícil inflamarlo como obligarle a perder el ánimo. No necesita grandes efectos, discursos, gritos guerreros, canciones ni tambores, sino, por el contrario, tranquilidad, orden y evitar todo lo que pueda ponerle en tensión. En el soldado ruso, en el verdadero soldado ruso, no se observa jamás petulancia, fanfarronería, deseo de cegarse ni de inflamarse durante el peligro; al contrario, sus rasgos característicos son la modestia, la sencillez y la capacidad de ver en el peligro algo muy distinto de lo que es en realidad. He visto a un soldado herido en una pierna que en el primer instante, sólo lamentaba que le hubieran roto la pelliza nueva, y a un jinete, cuyo caballo cayó muerto cuando lo montaba, desatando la cincha para quitar la silla. ¿Quién no recuerda aquel caso del sitio de Guerguebil? En el laboratorio se inflamó la espoleta de una bomba cargada y el polvorista ordenó a dos soldados que la arrojasen al barranco. Pero éstos no la tiraron allí; porque estaba cerca la tienda del coronel; y al llevarla más lejos ambos perecieron destrozados. También recuerdo que, en una expedición, en el año 1852, uno de los soldados jóvenes dijo, durante el combate, que la sección no saldría viva de allí; todos se le echaron encima llenos de ira, porque había pronunciado una frase que no querían ni oír.
Ahora, cuando en el alma de cada uno debía hallarse el recuerdo de Velenchuk y, cuando, de un momento a otro, podía llegar una descarga de los tártaros, todos escuchaban el relato de Chikin. Ninguno mencionaba el último combate, el peligro inminente, ni al herido, como si todos estos hechos hubiesen acontecido Dios sabe cuándo o no hubiesen ocurrido nunca. Sin embargo, me pareció que sus semblantes estaban algo más taciturnos que de ordinario y no escuchaban con mucha atención a Chikin, de lo que él mismo se daba cuenta aunque seguía hablando.
