Narrativa Breve

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Narrativa Breve
Название: Narrativa Breve
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Narrativa Breve - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.

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—¿Por qué? ¡Nada de eso! Si hubiese alguna posibilidad de cambiar esta vida por otra, pobre y trivial, pero exenta de peligros y de servicios, la cambiaría sin vacilar en absoluto.

—¿Por qué no se trasladó usted a Rusia? — pregunté.

—¿Por qué? –repitió Boljov—. ¡Oh, hace mucho que he pensado en eso! Pero no puedo volver a Rusia hasta que me concedan las cruces de Ana y Vladimiro; la condecoración de Ana al cuello y el grado de comandante que esperaba conseguir cuando vine aquí.

—Pero ¿no se siente incapaz, como acaba de decir, para el servicio en el Cáucaso?

—¡Es que me siento aún menos capaz de volver a Rusia de lo que me sentía al venir aquí!

Otra de las tradiciones que existen en nuestro país, confirmada por Passek, Selptsov y otros, es que en cuanto llega uno al Cáucaso adquiere una infinidad de condecoraciones. Todo el mundo las espera y hasta las exige de nosotros; pero heme aquí desde hace dos años y, después de haber tomado parte en dos expediciones, aún no me han condecorado. Todo el mundo las espera y hasta las exige de nosotros; pero heme aquí desde hace dos años y, después de haber tomado parte en dos expediciones, aún no me han condecorado. No obstante, tengo tanto amor propio que no me he de marchar del Cáucaso por nada del mundo sin haber llegado a comandante, ni sin ostentar las cruces de Ana y de Vladimiro. Me he dejado arrastrar hasta tal punto por todo esto, que me encocora terriblemente cuando Gnilokishkin consigue alguna distinción y yo no. Además, ¿cómo presentarme en Rusia sin una sola condecoración ante mi starosta, el comerciante Kotiolnivov, a quien vendo trigo, ante mi tía de Moscú y ante todos aquellos señores, después de dos años de permanencia en el Cáucaso? Cierto es que todos esos señores no me interesan y, probablemente, tampoco ellos se preocupan de mí, pero así es el hombre: no me interesan y, sin embargo, por ellos echo a perder los mejores años de mi vida, mi felicidad y mi porvenir.

XI

En aquel momento se oyó fuera la voz del comandante del batallón.

—¿Con quién está usted, Nikolai Fiodorovich?

Boljov me nombró, y acto seguido entraron tres oficiales: el mayor Kirsanov, el ayudante de su batallón y el comandante del regimiento, Trosenko.

Kirsanov era un hombre grueso, de mediana estatura, de bigote negro, rostro colorado y ojos brillantes. Sus ojillos constituían el rasgo más llamativo de su fisonomía. Cuando reía, sus ojos no eran sino dos estrellitas húmedas y, juntamente con sus labios tirantes y su cuello estirado, adquirían a veces una expresión absurda. Kirsanov se conducía mejor que nadie en el regimiento: los subordinados no le injuriaban y los jefes lo respetaban, a pesar de que, según la opinión general, no era muy inteligente. Conocía bien el servicio, era exacto y activo, siempre disponía de dinero, poseía coche y cocinero propios, y sabía fingirse orgulloso con gran naturalidad.

—¿De qué hablaban ustedes, Nikolai Fiodorovich? – preguntó al entrar.

—De lo agradable que resulta el servicio en el Cáucaso.

Pero, en aquel momento, Kirsanov se fijó en mí y, como yo era junker, para demostrarme su importancia, fingió no oír la respuesta de Boljov y, mirando el tambor, dijo:

—¿Qué, está cansado, Nikolai Fiodorovich?

—No, nosotros… — empezó diciendo Boljov.

Pero, por lo visto, la dignidad del comandante exigía otra interrupción y otra pregunta:

—¿No le han parecido magníficas las operaciones de hoy?

El ayudante del batallón, un alférez muy joven que hacía poco había salido de la escuela de los junkers, era un muchacho modesto y tranquilo, de agradable rostro, tímido y bondadoso. Ya me había encontrado con él otras veces en casa de Boljov. Cuando venía, solía saludar y sentarse en un rincón, donde permanecía varias horas seguidas haciendo cigarrillos y fumándolos; después se levantaba, se despedía y se marchaba. Era el prototipo del noble ruso sin bienes, que elige la carrera de las armas como la única adecuada a su educación y que considera la graduación militar como la cosa más elevada del mundo. Un tipo ingenuo y simpático, a pesar de la bolsita para el tabaco, el batín, la guitarra y el cepillito para el bigote, objetos ridículos con los que nos lo imaginábamos. En el regimiento contaban que se enorgullecía de mostrarse justo, aunque muy severo con su asistente. Solía decir: «Castigo rara vez, pero cuando me obligan a ello, soy muy duro.» Una vez que su ordenanza, estando borracho, le robó y hasta le insultó, el alférez lo llevó al cuerpo de guardia y ordenó que preparasen todo para castigarle; pero, al ver los preparativos, se turbó tanto que sólo pudo decir: «Ya ves, ahora podría…» y, muy azorado, corrió a su casa. Desde entonces, tuvo miedo de mirar a los ojos a Chernov. Sus compañeros no le dejaban en paz y se burlaban de su proceder; varias veces oí que se defendía, asegurando que eso no era verdad, rojo hasta las orejas, lo mismo que un chiquillo ingenuo.

El tercero, el comandante Trosenko, era un viejo caucasiano en toda la extensión de la palabra; es decir, un hombre para quien el regimiento que mandaba había llegado a ser como su propia familia; la fortaleza, donde se encerraba la guarnición, su patria, y los cantores, el único placer de su vida. Para él, todo lo que no fuera el Cáucaso merecía desprecio; en cambio, el Cáucaso se dividía en dos partes: la nuestra y la otra. Adoraba a la primera y aborrecía con todas las fuerzas de su alma a la segunda. Ante todo, era un hombre de valor templado y sereno, de una bondad extraordinaria hacia sus compañeros y sus subalternos y de una rectitud rayana en crueldad hacia los ayudantes y los de buena estrella, a los que aborrecía sin saber por qué. Al entrar en la choza, estuvo a punto de romper el techo con la cabeza; pero después, de pronto, tomó asiendo en el suelo.

—¿Qué hay? –preguntó; pero al ver mi rostro, que le era desconocido, se interrumpió fijando en mí sus ojos turbios y penetrantes.

—¿De qué hablaban? –preguntó el mayor, sacando el reloj y consultando la hora. Yo estaba persuadido de que no tenía por qué hacerlo.

—Me preguntaba por qué estoy aquí.

—Lo que quiere Nikolai Fiodorovich es distinguirse en el Cáucaso y luego marcharse a su casa.

—Y usted, Abrahán Ilich, ¿por qué sirven en el Cáucaso?

—¿Yo? En primer lugar, porque todos tenemos obligación de servir. ¿Qué? –añadió, a pesar de que todos estábamos callados—. Ayer he recibido carta de Rusia, Nikolai Fiodorovich –continuó con evidentes deseos de cambiar de conversación—. Me escriben…, me hacen unas preguntas tan extrañas…

—¿Preguntas? –repitió Boljov.

Se echó a reír.

—Verdaderamente son muy extrañas… Me preguntan si pueden existir los celos sin amor… ¿Qué opinan ustedes? –inquirió, mirándonos a todos.

—¡Vaya! –exclamó Boljov sonriendo.

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