Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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De pronto recordé la realidad y, estremeciéndome, me puse en pie de un salto. A toda prisa bebí un vaso de té, me lavé con agua helada y salí de la tienda para dirigirme al parque de artillería. Estaba oscuro, había niebla y hacía frío. Las hogueras que ardían aquí y acullá en el campamento, iluminando las figuras de los soldados que dormitaban acostados en torno a ellas, aumentaban la oscuridad con su resplandor rojo. Se oía un ronquido tranquilo y uniforme; y, a lo lejos, movimiento, conversaciones y el entrechocar de los fusiles de la infantería, dispuesta para la expedición; olía a humo, a estiércol, a mecha y a niebla; me recorrió la espalda un escalofrío producido por el fresco de la mañana y me castañetearon los dientes a pesar mío.
Sólo por el resoplido y el piafar de los caballos se podía adivinar en esa oscuridad impenetrable donde se hallaban los avantrenes y los armones enganchados y, por las puntas brillantes de las mechas, el lugar de los cañones. La primera pieza se puso en marcha, seguida de un armón y del destacamento, a las palabras; «Con Dios.» Todos nos descubrimos para hacer el signo de la cruz. Al llegar junto a la infantería, la sección se detuvo y esperó durante un cuarto de hora a que se reuniera toda la columna y la llegada del jefe.
—Nos falta un soldado, Nikolai Petrovich –dijo una figura negra que se acercaba a mí; sólo por la voz reconocí que era Maximov, el polvorista del destacamento.
—¿Quién es?
—Velenchuk. Mientras enganchaban lo he visto por aquí, pero ahora no está.
Como no era probable que la columna se pusiera en marcha en seguida, decidimos mandar al cabo Antonov en busca de Velenchik. Poco después, pasaron trotando junto a nosotros en la oscuridad varios jinetes: era el jefe con su séquito. Acto seguido se puso en marcha la cabeza de la columna y, finalmente, también nosotros. Antonov y Velenchik no aparecían. Pero no habíamos recorrido aún cien pasos cuando ambos soldados nos alcanzaron.
—¿Donde estaba? –le pregunté a Antonov.
—Durmiendo en el parque.
—¿Está borracho?
—No.
—¿Cómo ha podido quedarse dormido, pues?
—No lo sé.
Por espacio de tres horas avanzamos lentamente por unos campos sin labrar, desprovistos de nieve, y por los espinares que crujían bajo las ruedas de los cañones en aquella silenciosa oscuridad. Finalmente, cuando atravesamos un riachuelo poco profundo, aunque de curso muy rápido, nos ordenaron que nos detuviéramos. En la vanguardia se oyeron unos disparos de fusil. Como siempre, estos disparos excitaron particularmente a todos. El destacamento pareció despertarse: en las filas se oyó un gran movimiento, conversaciones y risas. Algunos soldados luchaban con sus compañeros; otros, saltaban de un pie a otro: otros, comían pan seco, o, para pasar el tiempo, se ejercitaban en presentar y rendir armas. La niebla comenzaba a disiparse por Oriente, la humedad se hacía más sensible y los objetos circundantes iban destacándose paulatinamente en la oscuridad. Ya distinguía las cureñas, y los armones, el cobre de los cañones cubiertos de humedad, las conocidas figuras de mis soldados, que involuntariamente había examinado hasta en sus mínimos detalles, los caballos bayos y las filas de infantería con sus bayonetas claras, sus mochilas, sus sacatrapos y sus marmitas colgados en la espalda.
No tardaron en mandarnos que nos pusiéramos en camino de nuevo; y, cuando hubimos recorrido unos cuantos cientos de pasos a campo traviesa, nos indicaron el paraje. A la derecha se veía la ribera escarpada de un riachuelo sinuoso y las altas estacas del cementerio tártaro. A la izquierda, y frente a nosotros, se divisaba una línea negra a través de la niebla. La sección se bajó de los avantrenes. La octava compañía, que defendía la retaguardia, colocó los fusiles en pabellón, y el batallón de soldados penetró en el bosque, armado de hachas y fusiles.
Pero, antes que transcurrieran cinco minutos, empezaron a crepitar hogueras humeantes por todos lados; los soldados atizaban el fuego con los pies y las manos; arrastraban leños y ramas y cientos de hachas golpeaban sin cesar troncos de árboles que se desplomaban.
Los artilleros, rivalizando con los infantes, encendieron su propia hoguera y, aunque ardía vivamente, hasta el punto de que no se podían acercar a dos pasos, no se contentaban;
arrastraban troncos, echaban broza y atizaban el fuego cada vez más. La densa humareda negra se filtraba a través de las ramas heladas, cuyas gotas de rocío hervían con la llama;
abajo se habían formado carbones y la hierba blanca y mortecina se había deshelado en torno a la hoguera.
Cuando me acerqué a la hoguera para encender un cigarro, Velenchuk, que siempre se mostraba diligente, y en esta ocasión se afanaba más que nadie porque había cometido una falta, en un acceso de celo, sacó del fuego una brasa que pasó un par de veces de una mano a otra, hasta que finalmente la tiró al suelo.
—Enciende una rama y dásela –dijo uno.
—Acercadle una mecha, hermanos –intervino otro.
Cuando finalmente encendí el cigarro sin la ayuda de Velenchik, que de nuevo había querido coger una brasa, se frotó los dedos quemados en la parte posterior de los faldones de su capote y, por hacer algo, levantó un enorme tronco y lo lanzó a la hoguera con todas sus fuerzas. Cuando juzgó por fin que ya podía descansar, se acercó a las llamas, se desabrochó el capote que llevaba a guisa de capa, abotonado con un solo botón, separó las piernas, extendió hacia delante sus manazas negras y, torciendo ligeramente la boca, entornó los ojos.
—¡Vaya, se me ha olvidado la pipa! ¡Qué desgracia, hermanos míos! –exclamó, después de un breve silencio y sin dirigirse a nadie en particular.
II
En Rusia predominan tres clases de soldados, en las que pueden comprenderse todas las tropas; las del Cáucaso, de la guardia, de infantería, de caballería, de artillería, etcétera.
Los tipos principales, con muchas divisiones y subdivisiones, son los siguientes:
1. Los sumisos.
2. Los autoritarios.
3. Los temerarios.
Los sumisos se subdividen en: a) sumisos indiferentes; b) sumisos diligentes.
Los autoritarios comprenden: a) los autoritarios severos; b) los autoritarios diplomáticos.
Los calaveras se dividen en: a) calaveras divertidos; b) calaveras depravados.
El tipo más frecuente es seductor, simpático y, generalmente, reúne las mejores virtudes cristianas: la dulzura, la devoción, la paciencia y la resignación a la voluntad de Dios, es decir, es sumiso. El rasgo característico del sumiso de sangre fría es una serenidad que no se altera con nada y desprecio hacia las adversidades que el destino le depara. El rasgo característico del sumiso que bebe es una serena predisposición poética y sentimental; la del sumiso diligente, es la limitación de sus facultades intelectuales, unida a su celo y a su deseo de afanarse sin objetivo alguno.
