Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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El francés que dijo en Waterloo: «La garde meurt, mais ne se rend pas» (la guardia muere, pero no se rinde) y otros hèroes, franceses en su mayoría, que dijeron frases célebres, eran valiente; pero entre su valentía y la del capitán existe una diferencia. Si en alguna ocasión brotara una palabra grande del alma de mi héroe, estoy seguro de que no la pronunciaría; en primer lugar, porque temería echar a perder con ella un acto grandioso y, en segundo, porque cuando un hombre siente que posee las fuerzas necesarias para realizar una gran acción, no le hacen falta palabras de ninguna clase. A mi juicio, éste es el elevado rasgo característico de la valentía rusa… ¿Y como no ha de dolerle el corazón a un ruso cuando oye decir a los militares jóvenes triviales frases, en francés, con las que pretenden imitar a la antigua caballería francesa…?
De pronto, por el lado en que se encontraba el apuesto alférez con su sección, se oyó un hurra no muy fuerte, pero hostil. Al volverme, vi unos treinta soldados que, con el fusil en la mano y la mochila a la espalda, corrían por el campo labrado. Tropezaban, pero no dejaban de avanzar gritando. Delante de ellos con el sable desenvainado, galopaba el joven alférez.
Todos desaparecieron en el bosque… Al cabo de algunos minutos de griterío y de traqueteo, salió del bosque un caballo desbocado y aparecieron en la linde soldados que traían muertos y heridos. Entre estos últimos se hallaba el joven alférez. Los soldados lo llevaban por los brazos. Estaba pálido como el lienzo, y su hermosa cabeza, en la que sólo quedaba una sombra de aquel entusiasmo marcial que lo animaba un momento antes, se había hundido de un modo extraño entre los hombros y se inclinaba hacia el pecho. En su camisa blanca, que la guerrera desabrochada dejaba al descubierto, se veía una manchita de sangre.
—¡Oh! ¡Qué pena! – exclamé volviéndome, sin querer, para no ver ese triste espectáculo.
—Desde luego es una pena –asintió un soldado viejo, que permanecía junto a mí con aire sombrío y apoyado en su fusil—. No tenía miedo a nada. ¡Eso era una locura! –añadió, mirando fijamente al herido—. Era un novato y lo ha pagado.
—¿Acaso tú tienes miedo? –pregunté.
—¡Desde luego!
XI
Cuatro soldados trajeron al abanderado en unas angarillas; los seguía otro soldado conduciendo un caballo flacucho y extenuado, con el botiquín. Esperaban al doctor. Los oficiales se acercaban a la camilla, tratando de animar y de consolar al herido.
—Amigo Alanin; no podremos bailar pronto al son de las cucharillas –dijo el teniente Rosenkrantz, risueño.
Probablemente creía que estas palabras animarían al apuesto alférez; pero, por su triste y fría mirada, se podía deducir que no habían producido el efecto deseado.
También se acercó el capitán. Miró fijamente al herido, y su rostro, siempre frío e indiferente, denotó una sincera compasión.
—¡Qué le vamos a hacer, mi querido Anatoli Ivanovich! –dijo, con vos que reflejaba una ternura y una piedad que yo no hubiera esperado en él—. Ha sido la voluntad de Dios.
El herido se volvió; su pálida cara se animó con una sonrisa triste.
—No le obedecí.
—Es mejor que diga que es la voluntad de Dios –repitió el capitán.
Al llegar el doctor, tomó de manos del practicante las vendas, las sondas y otros instrumentos y, remangándose, se acercó al herido con una sonrisa llena de animación.
—A usted también le han hecho un agujero en un sitio sano –dijo, en tono de broma—.
Enséñemelo.
El abanderado obedeció; pero la mirada que dirigió al alegre doctor reflejaba extrañeza y reproche que éste no percibió. El médico comenzó a sondear la herida y a examinarla por todos lados; pero el herido, perdiendo la paciencia, rechazó su mano con un gemido…
—Déjeme –exclamó con voz apenas perceptible—. De todos modos me he de morir.
Al decir estas palabras, dejó caer la cabeza hacia atrás y, al cabo de cinco minutos, cuando me acerqué al grupo que se había formado en torno a él y pregunté a un soldado:
“¿Cómo sigue?» me contesto: «está agonizando.»
XII
Era tarde ya cuando el destacamento, en una ancha columna, se acercaba a la fortaleza, cantando.
El sol se había ocultado tras de la cadena de montañas nevadas y arrojaba sus últimos rayos rosados sobre una nube alargada y estrecha detenida en el diáfano horizonte. Las montañas nevadas empezaban a ocultarse en una niebla violácea y sólo se divisaban con extraordinaria claridad sus siluetas sobre el fondo carmesí del sol poniente.
La luna que se había remontado desde hacia rato empezaba a blanquear en el cielo azul oscuro. El verdor de la hierba y de los árboles oscurecía, cubriéndose de rocío. Las tropas, que formaban unas masas oscuras, avanzaban por la magnifica pradera produciendo un ruido acompasado; de todos los lados se oían panderos, tambores y alegres cantos. El tenor de la sexta compañía cantaba a pleno pulmón y los sonidos de su voz grave, llenos de sentimiento y de fuerza, se difundían a lo lejos en el aire diáfano de la noche.
La tala del bosque
(RELATO DE UN «JUNKER»)
I
A mediados del invierno de 185…, una división de nuestra batería formaba parte de un destacamento que se hallaba en el Gran Chechena. Cuando me enteré, en la tarde del día 14 de febrero, que habían designado la sección que yo mandaba, en ausencia del oficial, para formar parte de la columna que al día siguiente iba a talar el bosque, recibí y transmití las órdenes necesarias y me dirigí antes que de costumbre a mi tienda de campaña. Como no tenía la mala costumbre de calentarla con carbón encendido, me acosté sin desnudarme en un catre colocado sobre unas sacas, me encasqueté la gorra sobre los ojos y, envolviéndome en la pelliza, me dormí con ese sueño particular, fuerte y pesado que se tiene en los momentos de inquietud y de preocupación ante el peligro. La espera de la expedición del día siguiente me había puesto en ese estado.
A las tres de la madrugada, cuando aún reinaba la oscuridad completa, alguien me arrancó de encima la pelliza caliente, y la luz roja de una vela hirió desagradablemente mis ojos adormilados.
—Haga el favor de levantarse –dijo una voz.
Cerré los ojos y, tapándome de nuevo con la pelliza de un modo inconsciente, me volví a dormir.
—Haga el favor de levantarse –repitió Dimiti, sacudiéndome despiadadamente por el hombro—. La infantería se pone ya en camino.
