Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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El batallón con el que yo había abandonado la fortaleza de N*** también se encontraba en el pueblo. El capitán, sentado en el tejado de una choza, echaba bocanadas de humo de su pipa, con un aire tan indiferente que, al verlo, olvidé que estaba en un pueblo enemigo y creí estar en mi propio país.
—¡Ah! ¿También usted está aquí? –me dijo al verme.
La alta figura del teniente Rosenkrantz dejaba ver aquí y allá; daba órdenes sin cesar y presentaba el aspecto de un hombre muy preocupado. Lo vi salir de una choza con expresión triunfante; lo seguían dos soldados conduciendo a un viejo tártaro maniatado. El viejo, que por toda ropa llevaba una harapienta casaca abigarrada y unos calzones rotos, era tan endeble que sus huesudos brazos, fuertemente sujetados a la espalda, parecían desprenderse de sus hombros, y apenas si podía levantar sus torcidas y desnudas piernas para andar. Su cara y hasta parte de su cabeza afeitada estaban surcadas de arrugas; su boca torcida desdentada, rodeada de unos bigotes canosos recortados y de una barba, se movía sin cesar, como si masticara algo; pero en sus ojos enrojecidos, desprovistos de pestañas, brillaba aún una luz que expresaba manifiestamente indiferencia por la vida.
Rosenkrantz le preguntó, por medio del intérprete, por qué no se había marchado.
—¿Donde iba a ir? –replicó el anciano, mirando a un lado, con expresión serena.
—Con los demás –observó alguien.
—Los djiguits han ido a luchar con los rusos; pero yo soy viejo.
—¿Acaso no temes a los rusos?
—¿Qué pueden hacerme? Soy viejo –repitió, mirando con indiferencia al círculo que se había formado en torno suyo.
Cuando regresábamos, vi al viejo, descubierto y maniatado, balancearse en la silla del caballo de un cosaco; seguía mirando a su alrededor con la misma expresión de indiferencia.
Era imprescindible llevárselo para el canje de prisioneros.
Me encaramé en el tejado y me instalé junto al capitán.
—Me parece que los enemigos no eran muy numerosos –le dije, deseando saber su opinión acerca de las recientes operaciones.
—¿Acaso se puede llamar enemigos a éstos?… Ya verá usted esta noche, cuando empecemos a retirarnos, ya verá cómo nos van a acompañar. ¡Saldrá una infinidad de ellos! – añadió, indicando con la pipa el sendero del bosque que habíamos atravesado por la mañana.
—¿Qué es esto? –pregunté, inquieto, interrumpiendo al capitán y mostrándole un grupo de cosacos del Don que se había reunido en torno de algo.
Desde el lugar donde estaban reunidos se oyeron unos lamentos parecidos al llanto de un niño y las palabras:
—¡Eh, no le des un hachazo…! Espera… que pueden verte… Evstigneiech ¿tienes una navaja?
—Se están repartiendo algo estos bandidos –replicó el capitán, con serenidad.
Pero, en aquel instante, el joven abanderado vino corriendo; su rostro sofocado expresaba espanto, agitando los brazos, se lanzó hacia los cosacos.
—¡No lo toquéis! ¡No le peguéis! –gritó, con su voz infantil.
Al ver al oficial, los cosacos se dispersaron, soltando a un cabrito blanco. El joven abanderado se desconcertó, masculló algo, y con el semblante turbado, se quedó inmóvil ante el animal. Al vernos al capitán y a mí, se ruborizó aún más y se acercó a nosotros dando saltitos.
—Creí que querían matar a una criatura –dijo, sonriendo tímidamente.
X
El general y la caballería marchaban al frente. El batallón con el que yo vine desde la fortaleza de N*** quedó en retaguardia. Las compañías del capital Jlopov y del teniente Rosenkrantz se retiraban juntas.
La predicción del capitán se confirmó plenamente: en cuanto penetramos en el estrecho sendero al que se había referido, aparecieron a ambos lados montañeses a pie y montados; y se acercaban tanto que pude ver perfectamente cómo algunos corrían de un árbol a otro, agazapados, con el fusil en las manos.
El capitán se descubrió y se persignó con devoción; algunos soldados viejos lo imitaron.
Por el bosque se oyeron gritos y las palabras: “¡A ellos! ¡A los rusos!» Los disparos secos de los fusiles se sucedían, y las balas silbaban, a ambos lados. Los nuestros respondían en silencio, con un tiroteo persistente, y sólo de cuando en cuando se oían en las filas observaciones tales como: “¿Desde donde tira? El (los soldados del Cáucaso designan así al enemigo) está mejor que nosotros, porque se oculta en el bosque; necesitaríamos cañones», etcétera.
Los cañones se alinearon y, tras unas cuantas descargas, el enemigo pareció debilitarse;
pero al cabo de un momento, según avanzaban las tropas, aumentaban el fuego, los gritos y las exclamaciones.
Apenas nos habíamos alejado unas trescientas sajenas del pueblo, comenzaron a caer sobre nosotros los proyectiles enemigos. Vi cómo un soldado caía muerto de un balazo…
Pero ¿para qué contar detalles de este horroroso espectáculo, cuando yo mismo daría lo que fuera para olvidarlo?
El teniente Rosenkrantz en persona disparaba su fusil sin tregua; con voz ronca les gritaba a los soldados y corría rápidamente de un extremo a otro de la fila. Estaba algo pálido, cosa que iba muy bien a su rostro de expresión marcial.
El apuesto alférez estaba enardecido; sus hermosos ojos negros brillaban con expresión de temeridad; su boca sonreía ligeramente y, a cada momento, se acercaba al capitán, pidiéndole permiso para atacar.
—¡Los rechazaremos! –decía con persuasión—. ¡Los rechazaremos sin falta!
—No debemos hacerlo –respondía tímidamente el capital—. Tendremos que retirarnos.
La compañía que mandaba el capitán ocupaba la linde del bosque, y los soldados disparaban echados. El capitán, con su guerrera vieja y la gorra arrugada había soltado las riendas y con las piernas encogidas en los altos estribos permanecía silencioso e inmóvil. (Los soldados conocían y cumplían tan bien su obligación que no necesitaba darles órdenes.) Sólo de cuando en cuando alzaba la voz para llamar la atención a los que levantaban la cabeza.
La figura del capitán era poco marcial; pero, en cambio, reflejaba tanta realidad y sencillez que me impresionó mucho; «Este sí que es valiente», pensé, a pesar mío.
Estaba exactamente igual a como lo había conocido siempre: los mismos movimientos tranquilos, la misma voz uniforme, la misma expresión sin picardía en su feo aunque franco rostro; únicamente en su mirada, más clara que de costumbre, se podía advertir la atención de un hombre que está cumpliendo su deber. Es fácil decir: exactamente igual que siempre; pero ¡cuántos matices diferentes notaba en los demás! Uno quería parecer más tranquilo; otro, más severo, y un tercero, más alegre que de costumbre. En cambio, por el rostro del capitán se veía que no comprendía siquiera la necesidad de aparentar.
