Narrativa Breve

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Narrativa Breve
Название: Narrativa Breve
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Narrativa Breve - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.

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—Nunca lo he dudado —replicó éste, con una sonrisa desagradable.

—Es su hija —Lo era. Pero, querida Aline, ¿a qué viene esta conversación?

—Michel: tiene usted que verla. Quería decirle que el culpable de todo…

El príncipe Mijail Ivánovich se arrebató; y su rostro se tornó terrible:

—¡No hablemos más, por Dios! Ya he sufrido bastante. Ahora ya no me queda más que el deseo de crearle una situación tal que no sea una carga para nadie, que no tenga ninguna clase de relaciones conmigo y que viva su propia vida. Nosotros seguiremos nuestra existencia familiar, ignorándola por completo. Quiero que sea así.

—Michel: siempre habla usted de su propio «yo». Ella también tiene su yo…

—Nadie lo duda; pero, querida Aline, le ruego que dejemos este tema. Me resulta demasiado doloroso.

Alexandra Dimitrievna guardó silencio y movió la cabeza.

—¿Masha opina lo mismo?

Se refería a la mujer de Mijail Ivánovich.

—Exactamente igual.

Alexandra Dimitrievna chascó la lengua.

—Brisons là dessus. Et bonne nuit [23]—dijo, pero no se fue.

Guardó silencio durante un rato.

—Piotr me dijo que se propone usted dar dinero a la mujer que la hospeda. ¿Sabe las señas?

—Sí.

—Entonces no lo haga por medio de nosotros; vaya usted mismo. Y fíjese bien en cómo vive. Si no quiere verla, probablemente no la verá. El no se encuentra allí; no hay nadie en la casa.

El príncipe se estremeció de pies a cabeza.

—¿Por qué me atormenta? Su actitud no es hospitalaria.

Alexandra Dimitrievna se puso en pie; y pronunció, enternecida y con la voz dominada por las lágrimas:

—¡Es tan buena y tan digna de lástima!

El príncipe se había levantado y esperaba así a que su cuñada terminase de hablar. Ella le tendió la mano.

—Michel, eso no está bien —murmuró, abandonando la estancia.

Después de esto, Mijail Ivánovich paseó largo rato por la alfombrada habitación, que habían convertido en dormitorio para él; y, haciendo muecas y estremeciéndose, exclamaba:

"¡Ay, ay!».

Pero al oír su propia voz se asustaba y volvía a guardar silencio.

Lo atormentaba su orgullo ofendido. ¡La hija de Mijail Ivánovich, que había sido educada en casa de su madre, la célebre Avdosia Borisovna, la cual recibía en su casa a la emperatriz;

la hija de Mijail Ivánovich, que había pasado su vida como un caballero, sin tacha ni reproche… ¡El hecho de que tuviera un hijo natural, de una francesa, al que había instalado en el extranjero, no menguaba en absoluto la elevada opinión que tenía en sí mismo! Y he aquí que, de pronto, su hija, por la cual no sólo había hecho lo que debe hacer cualquier padre —la había educado perfectamente, dándole posibilidad de elegir un partido entre la mejor sociedad rusa—, sino a la que adoraba y de la que se enorgullecía, lo había mancillado; y ahora no podía mirar a nadie a la cara sin sentirse avergonzado.

El príncipe recordó la época en que no sólo la trataba como a su hija, como a un miembro de la familia, sino que le profesaba un amor muy tierno y se sentía orgulloso de ella. La recordó, tal como era a los ocho o nueve años: una chiquilla inteligente, graciosa y vivaracha, de ojos negros y brillantes y de cabellos rubios, que le caían por la espalda huesuda. Solía subírsele a las rodillas; y, echándole los brazos al cuello, le hacía cosquillas, riendo a carcajadas y sin hacer caso de sus protestas. Después, lo besaba en la boca, en los ojos y en las mejillas. El príncipe era enemigo de toda expansión; pero esto le enternecía y, a veces, se entregaba a ella. Y, en aquel momento, evocó los ratos agradables que pasara acariciando a su hija.

Y este ser, que antaño le fuera tan querido, había podido convertirse en lo que era ahora.

Un ser en el que no podía pensar sin sentir repulsión.

Evocó la época en que Liza se hizo mujer y en el sentimiento especial de temor y ofensa que experimentara al notar que los hombres la miraban. Recordó los celos que sintiera hacia ella, cuando venía a verlo, vestida con traje de noche, en actitud coqueta, porque sabía que estaba bella, así como cuando la veía en los bailes. Siempre le daba miedo de que le dirigieran miradas impuras; en cambio, ella no comprendía esto, y hasta parecía alegrarse. «Es una idea equivocada creer en la pureza de la mujer —pensó—. Al contrarío, no saben lo que es la vergüenza, no la tienen».

Recordó también que, sin que él comprendiera el motivo, su hija había rechazado a magníficos pretendientes y que, al frecuentar la sociedad, se apasionaba cada vez más por su propio éxito. Pero eso no podía durar mucho. Transcurrieron tres años. Todos la conocían. Era bella, pero no estaba ya en su primera juventud y se convirtió en un accesorio habitual de los bailes. Mijail Ivánovich presentía que iba a quedar soltera; y no deseaba más que una cosa:

casarla cuanto antes. Si no podía ser tan brillantemente como antes, al menos, que hiciera una boda decente. Pero la actitud de su hija era altanera y provocativa. Al recordarla ahora, experimentó un sentimiento de ira hacia ella. ¡Había rechazado a tantos hombres decentes, para caer luego en este horror! "¡Ay, ay!», gimió de nuevo; y, deteniéndose encendió un cigarrillo. Empezó a pensar en la manera de entregarle el dinero y cómo iba a arreglárselas para prohibirle que fuera a verlo. Pero recordó, de nuevo, que hacía relativamente poco — Liza tenía ya más de veinte años— había coqueteado con un chiquillo de catorce, un paje, al que habían invitado a su casa de campo. Había enloquecido al muchacho, el cual lloraba a lágrima viva. Replicó a su padre en actitud fría e incluso grosera, cuando éste, para poner fin a esos estúpidos amoríos, mandó al muchacho que se fuese. Desde entonces, las relaciones con su hija, frías de por sí, se enfriaron aún más. Era como si la muchacha se considerase ofendida por algo.

"¡Tenía yo más razón que un santo! Tiene una naturaleza malvada e impúdica», pensó.

Finalmente, recordó el horrible momento en que se recibió su carta de Moscú. Escribía que no podía volver en las condiciones en que estaba; que era una mujer perdida y desgraciada; y rogaba que la perdonase y la olvidase. Evocó asimismo las desgarradoras conversaciones que tuviera con su mujer, así como las suposiciones, las suposiciones cínicas que finalmente se hicieron realidad: la desgracia había sucedido en Finlandia, donde habían mandado a Liza, por una temporada, a casa de una tía suya. El culpable, un estudiante sueco, casado, era un hombre insignificante, vacío, miserable.

Ahora recordaba todo esto, dando paseos por la habitación; pensaba en el amor que había profesado a su hija; se horrorizaba por su caída, incomprensible para él; y la aborrecía por el dolor que le había causado. Al pensar en las palabras de su cuñada, trató de imaginarse el modo de perdonar a liza; pero en cuanto surgía su propio 'Yo», su corazón se invadía de sentimiento de repulsión, ofensa y orgullo. Volvió a emitir un gemido; y trató de pensar en otra cosa.

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