Narrativa Breve

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Narrativa Breve
Название: Narrativa Breve
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Narrativa Breve - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.

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—¡No puede ser! ¡No puede ser! —exclamó, quedando petrificada, con el ganchillo y la labor entre las manos.

Al cabo de un rato, sintió de nuevo aquel asombroso movimiento dentro de sí. ¿Era posible que fuera una criatura? ¿Un niño o una niña? Y olvidándolo todo, olvidando la vileza y la mentira del sueco, la irascibilidad de su madre y el dolor de su padre, sonrió; pero no con la sonrisa abominable con que solía corresponder a las de su amante, sino con una sonrisa pura, radiante y alegre.

Y se horrorizó de haber podido matarlo a «él» al suicidarse. Se concentró, preguntándose dónde iría para ser madre, una madre desgraciada y digna de lástima; pero madre, al fin.

Después de hacer una serie de proyectos y de arreglarlo todo, se instaló en una lejana ciudad de provincia, donde esperaba estar alejada de los suyos. Pero, para desgracia suya, nombraron gobernador de dicha ciudad a un hermano de su padre, cosa que nunca se hubiera podido figurar.

Hacía ya cuatro meses que vivía en casa de una comadrona, llamada María Ivanovna, cuando se enteró de que su tío se hallaba en la misma ciudad; y se dispuso a marcharse.

III

Mijail Ivánovich se despertó temprano. Sin esperar nada, se dirigió al despacho de su hermano, para entregarle una cantidad de dinero, que le rogó diera mensualmente a su hija.

Luego, entre otras cosas, se informó de cuándo salía el tren hacia San Petersburgo.

La salida era a las siete de la tarde, de manera que le daba tiempo para comer antes de marcharse. Después de tomar café en compañía de su cuñada —la cual no hizo alusión a lo que le era tan doloroso, limitándose a mirarlo, de cuando en cuando, con expresión tímida— siguiendo una costumbre saludable, fue a dar su paseo habitual.

Alexandra Dimitrievna lo acompañó hasta el vestíbulo.

—Michel, vaya al parque municipal; se está muy bien allí; además, se encuentra cerca de cualquier sitio —dijo, acompañando de una mirada lastimera el semblante irritado de Mijail Ivánovich.

Este siguió su consejo. Fue al parque municipal. Pensaba en la tontería, la terquedad y la dureza de corazón de las mujeres. «No me compadece», se dijo, recordando a su cuñada. «No puede comprender mis sufrimientos. ¿Y Liza? Sabe perfectamente lo que esto supone para mí, lo mucho que sufro. ¡Ese terrible golpe, al final de mi vida! Probablemente se acortará por su culpa. Claro que es preferible que llegue la muerte a soportar tales sufrimientos. Y todo eso pour les Meaux yeux d'un chenapan» [24]. ¡Ay! —exclamó, sintiéndose invadido por un sentimiento de odio y de ira ante la idea de lo que se hablaría en la ciudad, cuando todos se enterasen. Quiso ir a ver a Liza y decírselo todo; era necesario que supiera el alcance que tenía su proceder. «Se encuentra cerca de cualquier sitio», se dijo, mientras sacaba su libro de notas y leía lo siguiente: «Señora Abramova, Viera Ivanovna Seliverstova, calle Kujonaya».

Liza vivía con un apellido supuesto. El príncipe se dirigió hacia la salida del parque, y alquiló un coche.

—¿Por quién pregunta, señor?, —inquirió María Abramova, la comadrona, cuando Mijail Ivánovich hubo llegado al rellano de la estrecha, empinada y maloliente escalera—. ¿Vive aquí la señora Seliverstova?

—¿Viera Ivanovna? Sí, pase. Acaba de salir; ha bajado a la tienda, pero vendrá en seguida.

Mijail Ivánovich entró en un saloncito, en pos de la gruesa comadrona. Le pareció que le daban una puñalada cuando oyó los desagradables gritos de un recién nacido, que provenían de la habitación contigua.

María se retiró, tras de excusarse. Mijail Ivánovich la oyó mecer al niño. Cuando lo hubo tranquilizado, regresó al salón.

—Es el niño de Viera Ivanovna. Volverá en seguida. ¿Quién es usted?

—Un conocido. Es mejor que vuelva luego —replicó el príncipe, disponiéndose a marchar, hasta tal punto lo atormentaba la idea de encontrarse con su hija. Le parecía imposible llegar a un acuerdo.

Pero, de pronto, resonaron unos pasos rápidos y leves en la escalera; y el príncipe reconoció la voz de Liza, que decía:

—¡María! ¿Ha llorado el pequeño…? He…

De pronto, Liza vio a su padre. Dejó caer al suelo el hatillo que llevaba en las manos.

—¡Papá! —exclamó; y se detuvo en el quicio de la puerta palideciendo y estremeciéndose, de pies a cabeza.

El príncipe permanecía inmóvil, mirándola. Liza había adelgazado, tenía los ojos más grandes, la nariz más afilada y las manos muy enjutas. Su padre no sabía qué decir ni qué hacer. En aquel momento olvidó lo que pensara acerca de su oprobio; sólo sentía lástima de ella. La compadecía, porque había adelgazado, porque iba mal vestida y, sobre todo, porque su rostro lastimoso tenía una expresión suplicante, mientras clavaba los ojos en él.

—Papá, perdóname —pronunció, acercándose al príncipe.

—Perdóname tú a mí…, tú a mí… —replicó éste; y, sollozando como un niño, le cubrió de besos el rostro y las manos.

La compasión por su hija reveló al príncipe su propio yo. Y, al darse cuenta de cómo había sido en la realidad, comprendió hasta qué punto era culpable ante ella, por su orgullo, su frialdad e, incluso, sus malos sentimientos. Le alegró el hecho de no tener que perdonar, sino, por el contrario, pedir que le perdonasen.

Liza lo condujo a su habitación; le contó la vida que hacía; pero no le enseñó a su hijo, ni mencionó para nada el pasado, sabiendo que eso le era doloroso. El príncipe le dijo que debía instalarse de otro modo.

—Es verdad; si pudiera ir a la aldea…

—Ya pensaremos en esto.

Repentinamente se oyó el llanto del niño, al otro lado de la puerta. Liza abrió desmesuradamente los ojos y, sin quitarlos del rostro de su padre, se quedó perpleja e indecisa.

—Tienes que darle el alimento —dijo Mijail Ivánovich, frunciendo las cejas, a causa del evidente esfuerzo que hacía por dominarse.

La muchacha se puso en pie. De pronto, le acudió la idea descabellada de enseñar al ser que más quería en el mundo a aquel a quien quisiera tanto antaño. Pero, antes de decirlo, miró al rostro de su padre. ¿Se enfadaría?

La expresión del príncipe no era de enojo, sino de sufrimiento.

—¡Sí! ¡Vete, vete! —exclamó. Gracias a Dios, mañana volveré. Entonces, decidiremos.

¡Adiós, querida! ¡Adiós!

Y de nuevo tuvo que hacer grandes esfuerzos para contener los sollozos que le apretaban la garganta.

* * * Cuando Mijail Ivánovich volvió a casa de su hermano, Alexandra Dimitrievna le preguntó:

—¿Qué hay?

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