Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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Dos coches y un trineo se habían parado simultáneamente a la entrada del mejor hotel de Moscú. Un joven entró corriendo en el recibimiento para informarse si había habitaciones. El anciano que se hallaba en uno de los carruajes en compañía de dos señoras les explicaba cómo había sido el puente Kuznietzky en la época de los franceses. Proseguía una conversación que había iniciado al entrar en Moscú. El viejo llevaba una barbita blanca y la pelliza desabrochada. Charlaba tan tranquilo como si estuviese dispuesto a pernoctar en el coche. Su esposa y su hija lo escuchaban con interés, pero no sin lanzar miradas de impaciencia a la puerta. El joven salió del hotel acompañado del portero y de un mozo.
—¿Qué hay, Serguei? —preguntó la madre asomando el rostro extenuado, que iluminó la luz de un farol.
Fuese por costumbre o tal vez para que el portero no lo tomara por un criado, debido a la pelliza corta que llevaba, Serguei contestó en francés y abrió la portezuela. El anciano miró un momento a su hijo, pero luego siguió hablando en el interior oscuro del coche, como si lo demás no le concerniera.
—Aún no había teatro…
—Pierre‑exclamó la esposa mientras se envolvía en la capa.
Pero el anciano no le hizo caso.
—La señora Chalmier estaba en Tverskoy…
Desde el interior del coche se oyó una risa juvenil.
—Sal, papá. Estás tan entusiasmado con la charla…
Solamente entonces, el anciano pareció darse cuenta de que habían llegado.
Después de calarse el gorro, se apeó en actitud obediente. El portero lo cogió del brazo, pero al convencerse de que podía andar muy bien, ofreció inmediatamente sus servicios a la dama. Natalia Nikolaievna, la esposa, le pareció una señora muy importante, tanto por su capa de cibelina como por la finura de sus movimientos y la manera en que se apoyó en su brazo.
A la señorita ni siquiera la distinguió de las muchachas que bajaron del otro coche ; lo mismo que aquellas, siguió a los demás con un hatillo en la mano. Dedujo que era ella por sus risas y por lo que decía.
—No es por ahí, papá. Es a la derecha‑exclamó, deteniendo a su padre por la manga.
En la escalera, entre el ruido de pasos y puertas y la pesada respiración de la señora, resonó de nuevo la risa que se había oído en el coche. Al oírla, cualquiera pensaría : «Qué bien se ríe, hasta da envidia.»
El hijo, Serguei, se había ocupado de todas las cuestiones materiales durante el viaje. Le faltaba experiencia, pero tenía, en cambio, la energía y la actividad propias de los veinticinco años. Sin causas importantes, al parecer, había bajado lo menos veinte veces al coche, sin ponerse la pelliza, estremeciéndose de frío, y había vuelto a subir los peldaños de la escalera de dos en dos o de tres en tres con sus largas piernas. Natalia Nikolaievna temía que se enfriase. Serguei aseguró que no tenía frío, y continuó dando órdenes. Iba de un cuarto a otro dando portazos y, cuando las cosas habían quedado ya en manos de los criados, recorrió aún varias veces todo el piso, saliendo por una puerta del salón y entrando por la otra, siempre en busca de algún trabajo nuevo.
—¿Querrás ir a los baños, papá? ¿Te parece que me informe? —preguntó al fin.
El papá estaba pensativo y parecía no darse cuenta de dónde se encontraba. Tardó una hora en contestar. Había oído aquellas palabras sin entender el significado. Pero de pronto comprendió.
—Sí, sí ; infórmate, por favor. Hay unos en el puente Kamenyi.
El cabeza de familia recorrió las habitaciones con paso apresurado e inquieto y se sentó en una butaca.
—Bueno, ahora hay que decidir lo que vamos a hacer, hay que instalarse‑dijo—.
¡Vamos, hijos, ayudad de prisa! ¡Como unos valientes! Colocad las cosas en su sitio ; mañana mandaremos a Serguei con una esquelita a casa de mi hermana María Ivanovna y a casa de los Nikitin, o iremos nosotros mismos. ¿No es eso, Natalia? Pero ahora, arreglad las cosas.
—Mañana es domingo ; espero que ante todo irás a oír misa, Pierre‑dijo la esposa, de rodillas ante el baúl que abría.
—Tienes razón, mañana es domingo. Iremos todos juntos a la catedral de Uspiensky. Así daremos principio a nuestro regreso. ¡Dios mío! Cuando recuerdo el día que fui por última vez a esa catedral. ¿Te acuerdas, Natasha? Pero no hablemos de eso‑dijo levantándose presuroso de la butaca en que se había sentado—. Ahora hay que instalarse.
Después de un rato de ir y venir de una habitación a otra sin hacer nada, dijo :
—¿Vamos a tomar el té o quieres descansar primero?
Bueno‑contestó Natalia Nikolaievna mientras sacaba algo del baúl—. Pero querías ir a los baños.
—Sí… En mis tiempos había unos junto al puente Kamenyi. Esta habitación la ocuparemos Serioja [25]y yo. ¡Serioja! ¿Crees que estarás bien aquí?
Este había ido a informarse acerca de los baños.
—Pero no, porque no podrás pasar directamente al salón. ¿Qué opinas tú, Natasha?
—Tranquilízate, Pierre ; todo se arreglará—replicó la esposa desde la habitación contigua, donde unos mujiks entraban las cosas.
Pierre se encontraba en un gran estado de excitación producido por la llegada.
—Ten cuidado, no confundas las cosas de Serioja. Fíjate cómo han tirado sus esquíes en el salón.
Fue a recogerlos en persona. Como si de eso dependiera el orden futuro de la instalación, los levantó con sumo cuidado y los apoyó en el quicio de la puerta. Pero en cuanto se hubo alejado, los esquíes cayeron estrepitosamente. Natalia Nikolaievna hizo una mueca y se estremeció. Luego, al darse cuenta de lo que se había caído, se limitó a decir:
—Sonia, hija mía, recoge eso.
—Recoge eso‑repitió el marido—; mientras voy a ver al dueño, pues de otro modo no acabaréis nunca de arreglar las cosas. Es preciso hablar con él.
—Es mejor mandar a buscarlo, Pierre. ¿Para qué te vas a molestar?
El anciano accedió.
—Sonia. avisa a… ¿Cómo diablos se llama? Monsieur Cavalier. Por favor, dile que queremos hablar con él.
—Chevalier, papá—dijo Sonia.
Y se dispuso a salir.
Natalia Nikolaievna daba órdenes en voz baja e iba y venía con pasos silenciosos. ya llevando una caja, ya una almohada que tomaba de un enorme montón, y ponía cuidadosamente en su sitio.
—No vayas tú; manda a un criado‑susurró al pasar junto a Sonia.
Mientras el criado iba en busca del dueño, Pierre, empeñado en ayudar a su mujer, arrugó una prenda de vestir y tropezó con un cajón vacío. Para no caer, el decembrista se apoyó en la pared y volvió. la cara sonriendo. Natalia Nikolaievna estaba tan atareada que no se dio cuenta de nada, pero Sonia miró a su padre con los ojos risueños. Parecía esperar permiso para echarse a reír. Su padre se lo dio con gusto al lanzar una carcajada tan franca, que todos los presentes, desde su mujer hasta la doncella y los mujiks, rieron también. Esas risas excitaron aún más al anciano. Juzgó que la colocación del diván del cuarto de su mujer y de su hija les resultaría incómoda, a pesar de que ellas sostenían lo contrario y le pedían que se tranquilizara. En el momento en que el anciano iba a cambiar de sitio el diván con ayuda de un mujik, entró en la habitación el dueño del hotel.
