Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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—¡Gracias a Dios! De otro modo ¿qué iba a ser de nosotros? ¡Ay Señor! Media noche viajando sin saber adónde vamos. Padrecito, Ignat lo llevará. Mis caballos no pueden seguir.
Están rendidos.
Y el cochero saca mis cosas con una actividad redoblada.
Mientras tanto, impelido por el viento, me acerco al segundo trineo. Está cubierto de un palmo de nieve, sobre todo por un lado. Los dos cocheros han colgado una pelliza para preservarme del viento y dentro se está muy bien. El viejecito sigue con las piernas colgando, lo mismo que antes; y, el del cuento dice: «Cuando el general fue al cuarto de María, en nombre del rey, ésta le dijo: «General, no eres tú a quien amo, no puedo amarte; estoy enamorada del príncipe… Y cuando…» –continúa, pero, al verme, calla un instante y se pone a encender la pipa.
—¿Qué hay, barin? ¿Viene a escuchar el cuentecito? –preguntó uno de los hombres, el que daba consejos.
—¡Qué bien estáis aquí! –comento.
—¡Vaya! Es para no aburrirnos… Así, al menos, uno no piensa…
—¿Sabéis dónde estamos?
Me parece que esta pregunta no agrada a los cocheros.
—¿Quién podría saberlo? A lo mejor, en la tierra de los calmucos –replica el de los consejos.
—¿Qué vamos a hacer? –pregunto.
—Pues, nada. Seguir avanzando. Tal vez lleguemos a algún sitio –me contesta uno de ellos, en tono descontento.
—¿Y si los caballos se nos paran en medio de la estepa? ¿Qué pasará?
—¡Pues nada!…
—¿Nos helaríamos?
—Desde luego. Además, ni siquiera se ven haces de heno. Eso quiere decir que estamos en la tierra de los calmucos… No nos queda más remedio que guiarnos por la nieve…
—¿Es posible que tengas miedo de helarte, barin? –me pregunta el viejecito, con voz trémula.
A pesar de que parece burlarse de mí, se ve que está completamente aterido.
—Sí, empieza a apretar el frío –digo.
—Deberás darte una carrerita como yo… Así entrarías en calor.
—Lo mejor es correr detrás de los trineos –interviene el de los consejos.
VII
—Haga el favor de venir; todo está dispuesto –me gritó Aliosha desde el primer trineo.
La borrasca arreciaba con furia. Encorvándome y sujetando con ambas manos los bajos de mi capote, a duras penas pude recorrer los pocos pasos que me separaban del trineo. La nieve estaba blanda y el viento la levantaba bajo mis pies. Mi cochero estaba arrodillado en el centro del trineo vacío. Al verme, se quitó la gorra para pedirme una propina; una ráfaga de aire le levantó los cabellos. Probablemente no esperaba que se la diera porque mi negativa no lo disgustó en absoluto. Tras de darme las gracias, y mientras se ponía la gorra, exclamó:
—¡Dios le proteja, barin!
Luego, tiró de las riendas, chascó la lengua y se puso en camino. Acto seguido, Ignashka acució a los caballos. De nuevo, el sonido que producían los cascos sobre la nieve, los gritos de los cocheros y el tintineo de los cascabeles, sustituyeron el ulular del viento, que se había dejado oír con particular fuerza mientras estuvimos parados.
Durante un cuarto de hora, permanecí despierto, entreteniéndome en examinar la figura de mi nuevo cochero y los caballos. Ignashka se mantenía erguido en actitud valiente. Sin cesar, blandía el látigo, animaba a los animales, daba golpecitos con un pie contra otro y, echándose hacia delante, arreglaba la retranca del caballo de varas, que se deslizaba hacia la derecha. No era un hombre alto; pero, sin duda, estaba bien constituido. Encima de una pelliza corta, llevaba un armiak desabrochado y echado hacia atrás, lo que le dejaba el cuello al descubierto. Sus botas eran de cuero y no de fieltro. Tenía la cabeza cubierta con un gorro muy pequeño, que constantemente se quitaba para arreglárselo, y se protegía las orejas únicamente con los cabellos. Sus movimientos no sólo denotaban energía, sino, según me pareció, también deseos de provocarla. Cuanto más avanzábamos, tanto más a menudo cambiaba de postura, daba saltitos, se golpeaba un pie contra el otro y nos dirigía la palabra a mí y a Aliosha. Me pareció que temía desanimarme. Y no le faltaban motivos. Los caballos eran buenos, desde luego; pero el camino se ponía cada vez más difícil y era evidente que corrían cada vez con mayor desgana. Ya era preciso fustigarlos. El de varas, un animal grande y peludo, había tropezado dos veces. El de la derecha –lo observaba sin querer— esperaba a que lo acuciaran; pero, como se trataba de un caballo fogoso, parecía irritarse de su debilidad, y bajaba y alzaba la cabeza, como pidiendo que soltaran las riendas. Era terrible ver que la borrasca y la helada se intensificaban, que el camino se ponía más difícil y que se debilitaban los caballos. Decididamente, no sabíamos dónde estábamos, ni por dónde ir para llegar, no ya a una estación de postas, sino a cualquier refugio. Resultaba extraño y ridículo, al mismo tiempo, oír los cascabeles que sonaban de un modo tan alegre, tan libre, y la hermosa voz de Ignashka. Era como si paseáramos en invierno por las calles de una aldea, en un mediodía festivo y soleado. Sobre todo, se hacía raro pensar que seguíamos avanzando, que avanzábamos veloces, alejándonos del lugar en que nos encontrábamos.
Ignashka entonó una canción en un falsete desagradable. Cantaba muy alto y silbaba con toda su alma durante las prolongadas pausas que hacía, de manera que, oyéndolo, hubiera sido ridículo tener miedo.
—Oye, Ignat. ¿Para qué te destrozas la garganta? — se dejó oír la voz del que daba consejos—.
¡Para un momento!
—¿Qué dices?
—¡Que pa‑a‑a‑res!
Ignat detuvo el trineo. Volvió a oírse el aullar del viento. Formando remolinos, la nieve empezó a caer más espesa sobre el trineo. El que daba consejos se acercó a nosotros.
—¿Qué hay?
—Ya vez… ¿Hacia dónde debemos tirar…?
—¿Quién diablo puede saberlo?
—¿Por qué das esos golpes? ¿Es que se te han helado los pies?
—Completamente.
—A lo mejor, aquello que vemos allí es un campamento de calmucos. Debías ir a ver… Así te entrarían en calor los pies…
—Bueno. Sujeta los caballos… Ten.
Ignat corrió en dirección que le había indicado el cochero.
—Hay que buscar el camino; entonces se encontrará. No podemos seguir adelante, a la buena de Dios. ¡Los caballos están rendidos!
Durante la ausencia de Ignat –fue tan larga que hasta temí que se hubiese extraviado— el cochero me explicó cómo se debe proceder durante una borrasca. Dijo que era mejor desenganchar a un caballo y soltarlo: «Dios es testigo de que el animal encuentra siempre el camino.»
