Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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—Toda la noche hemos andado buscando el camino para ti, barin –dijo, quitándose la gorra, con lo que dejó al descubierto sus cabellos canosos—. ¿No nos vas a ofrecer siquiera media botella? Anda, excelencia, que yo no tengo para pagármela y así no hay quien entre en calor –añadió, con una sonrisa servil.
Le di veinticinco copecks. El tabernero trajo un vaso y se lo tendió al viejecito. Tras de quitarse el guante, éste alargó su pequeña mano morena, picada de viruelas y ligeramente azulada; pero el dedo gordo, como si no fuera suyo, se negó a obedecerle: no pudo agarrar el vaso que cayó sobre la nieve.
Los cocheros lanzaron una carcajada.
—¡Vaya con Mitrich! Está helado. No puede ni sostener un vasito.
Pero el viejo se disgustó mucho por haber tirado el vodka. Trajeron otro vaso y le echaron el contenido en la boca, con lo que se animó en seguida. Entró corriendo en la posada. Una vez dentro, encendió la pipa y se hurgó en los dientes, lanzando invectivas a cada palabra que decía. Cuando hubieron terminado de beber, los cocheros se separaron, dirigiéndose a sus respectivas troikas y partimos.
La nieve tornábase más blanca y deslumbradora por momentos. Me empezaron a doler los ojos de mirarla. Unas franjas rojizas y anaranjadas se elevaron por el cielo, volviéndose muy luminosas. En el horizonte, entre las nubes grises, apareció el rojo disco del sol; el cielo se volvió de un azul intenso y brillante. Junto a la aldea cosaca, las huellas del camino aparecían claras; acá y allá se veía algún bache; el frescor del aire helado me resultaba muy agradable.
Mi t trineo se deslizaba veloz. La cabeza del caballo de varas y su cuello, con las crines al aire, se balanceaban rápidamente. Los animales tiraban todos a una, dando enérgicos brincos;
las borlitas les golpeaban los flancos y las retrancas heladas se ponían tensas. A ratos, el de varas se hundía en un montón de nieve y salía de él con los ojos pegados. Ignashka lanzaba alegres gritos, con su voz de tenor. Los palos de los trineos rechinaban sobre la nieve helada;
como si fuera un día de fiesta, se oía el sonoro tintineo de los cascabeles y los gritos de los cocheros, que estaban algo bebidos. Volvía la cabeza, con los cuellos en tensión y respirando uniformemente, los caballos trotaban por la nieve; Filip se arreglaba el gorro, sin dejar de blandir el látigo; y el viejecito iba echado en el centro del trineo, con las piernas recogidas.
Al cabo de dos minutos, el trineo chirrió, deslizándose por las tablas de la entrada recién barrida de la estación de postas. El cochero volvió hacia mí su alegre rostro helado y cubierto de nieve.
—Por fin lo hemos traído, barin –dijo.
El sueño
I
No la considero hija mía, compréndelo. Pero, de todos modos, no soy capaz de dejarla a cargo de personas extrañas. Arreglaré las cosas de manera que pueda vivir como se le antoje;
mas no quiero saber nada de ella. Nunca hubiera imaginado una cosa así… ¡Es terrible!…
¡terrible…!
Se encogió de hombros, sacudió la cabeza y alzó los ojos. Era el príncipe Mijail Ivánovich Sh., un hombre sesentón, quien hablaba así con su hermano menor, el príncipe Piotr Ivánovich, de cincuenta años, mariscal de la nobleza de esa provincia.
La conversación tenía lugar en la ciudad provinciana, a la que había ido el hermano mayor, desde San Petersburgo, al enterarse de que su hija, que huyera un año atrás, se había instalado allí con su criatura.
El príncipe Mijail Ivánovich era un anciano apuesto, lozano, de cabellos grises y hermoso rostro, de expresión altiva. Su familia constaba de su esposa, una mujer vulgar que, a menudo, reñía con él por cualquier nimiedad; de su hijo, un muchacho despilfarrador y juerguista, aunque «decente», según decía el viejo; y de dos hijas, la mayor, que se había casado bien y vivía en San Petersburgo, y la pequeña, Liza, su favorita, que había huido de casa hacía casi un año, apareciendo por aquellos días, con su criatura, en aquella lejana ciudad provinciana.
Piotr Ivánovich hubiera querido preguntar a su hermano en qué condiciones se había marchado Liza y quién era el padre del niño; pero no se atrevió. Aquella misma mañana, cuando su mujer demostró compasión a su cuñado, Piotr Ivánovich había podido ver el sufrimiento en el rostro de Mijail Ivánovich, los esfuerzos que hacía por ocultarlo, bajo una expresión de altivez; y que, para cambiar de conversación, le había preguntado cuánto pagaba por el piso. Durante el almuerzo, rodeado de familiares e invitados, se había mostrado burlón e ingenioso, como de costumbre. Solía tratar altivamente a todo el mundo, exceptuando a los niños, a quienes mostraba gran afecto. Sin embargo, era tan natural, que todos parecían concederle el derecho a mostrarse altivo.
Por la noche, su hermano organizó una partida de cartas. Cuando Mijail Ivánovich se hubo retirado a la habitación que le habían preparado y se quitaba la dentadura postiza, alguien dio dos golpecitos en la puerta.
—¿Quién es?
—C'est moi, Michel.
El príncipe reconoció la voz de su cuñada. Hizo una mueca, volvió a ponerse la dentadura; y, mientras se preguntaba qué diablos podía necesitar, exclamó:
—Entrez.
Su cuñada era una mujer dulce y tranquila, que obedecía en todo a su marido. No obstante, algunos la consideraban estrambótica, y otros, incluso tonta. Aunque se trataba de una mujer bastante bien parecida, siempre iba despeinada y mal vestida; y, a veces, con gran asombro de Piotr Ivánovich y de los conocidos, exponía unas ideas muy extrañas, nada aristocráticas, que no cuadraban en absoluto a la esposa de un mariscal de la nobleza.
—Vous pouvez me renvoyer, mais je ne m'en irai pas, je vous le dis d'avancé [21]—empezó diciendo, con la falta de lógica que le era propia.
—Dieu préserve‑replicó Mijail Ivánovich; y le acercó un sillón, con su habitual cortesía, un tanto exagerada—. Ça ne vous dérange pas? [22]—añadió, sacando un cigarrillo.
—Escuche, Michel; no he de decirle nada desagradable. Sólo quería hablarle respecto de Liza.
Mijail Ivánovich suspiró; probablemente eso le resultaba doloroso; pero no tardó en recobrarse y, sonriendo con expresión cansada, dijo:
—Mi conversación con usted sólo puede ser sobre un tema, precisamente sobre el que quiere hablarme.
Al pronunciar estas palabras, el príncipe evitó mirar a su cuñada, así como nombrar el tema de la conversación. Pero ella, la mujer regordeta y bien parecida, no se turbó; y continuó mirando a Mijail Ivánovich, con sus ojos azules, bondadosos y suplicantes.
—Michel, bon ami, apiádese de ella. Liza también es una persona —añadió, con un profundo suspiro, lo mismo que el de Mijail Ivánovich.
