Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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El frío arreciaba. En cuanto sacaba un poco la cabeza de la pelliza, unos copos secos, helados, me cubrían las pestañas, la nariz, la boca y se me deslizaban por el cuello. En torno a mí, no se veía que la blanca llanura bajo una luz turbia. Sentí miedo. Aliosha dormía a mis pies, en el fondo del trineo. Una espesa capa de nieve le cubría la espalda. Ignashka no se desanimaba: tiraba de las riendas, acuciaba a los caballos y pataleaba sin cesar. Los cascabeles seguían sonando tan maravillosamente como antes. De cuando en cuando, se oía relinchar a los caballos. Corrían más despacio y tropezaban con frecuencia. Ignashka dio un salto, sacudió uno de sus guantes y entonó una canción con su voz aguda; pero antes de acabarla, detuvo la troika, echó las riendas sobre el pescante y se apeó. El viento aullaba con furia y la nieve caía con más intensidad. Volví la cabeza. La tercera troika no nos seguía; se había quedado rezagada. A través del torbellino, distinguí al viejecito que saltaba sobre un pie y sobre el otro, junto a la segunda. Cuando hubo recorrido unos pasos, Ignashka se sentó en la nieve y, tras de quitarse el cinturón, procedió a descalzarse.
—¿Qué haces? –pregunté.
—Tengo que cambiarme el calzado para que no se me hielen los pies –me dijo.
No me asomé para ver cómo lo hacía, por miedo al frío. Permanecí erguido observando el caballo de varas, que había avanzado una pata y movía su cola atada y cubierta de nieve, en una actitud cansada. Me despertó la sacudida que produjo Ignashka al saltar al pescante.
—¿Dónde estamos? ¿Llegaremos antes del amanecer?
—¡Claro que sí! Esté tranquilo. Lo importante es que se me han calentado los pies, ahora que me he puesto otras botas.
Tiró de las riendas, resonaron los cascabeles y el trineo se puso en marcha balanceándose como antes. De nuevo empezamos a bogar por aquel infinito mar de nieve.
X
Me quedé profundamente dormido. Cuando me desperté, porque Aliosha me empujó con un pie, había amanecido. Me pareció que el frío apretaba más de de noche. No nevaba; pero el viento hacía revolotear la nieve por la estepa, sobre todo bajo los cascos de los caballos y bajo los patines del trineo. Por levante, el cielo aparecía azul oscuro, pero se destacaban en él unas franjas oblicuas, de un color rojo anaranjado. Por encima de nuestras cabezas, a través de unas nubes blancas, podía distinguirse el pálido firmamento, y a la izquierda, también se veían unas nubes claras, ligeras y movibles. En torno a nosotros, hasta donde podía alcanzar la vista, la estepa estaba cubierta de espesas capas de nieve. Aquí y allá se divisaba algún cerrillo gris por encima del cual se formaban torbellinos de nieve seca. No se veían huellas de trineos, pisadas de hombres ni de animales. La silueta del cochero y las de los caballos se destacaban distintamente, incluso en el fondo blanco… El gorro azul marino de Ignashka, el cuello de su pelliza, sus cabellos y sus botas aparecían blancos. El caballo gris tenía parte de la cabeza y la cerviz cubiertas de una capa de nieve y el de la derecha, las patas y el lomo. Las borlitas del caballo de varas se agitaban al compás de cualquier melodía que me imaginara y el animal corría igual que antes; pero, por su vientre hundido, que se inflaba y se encogía, y por sus orejas gachas, se deducía que estaba agotado. Un solo objeto me llamó la atención: era un poste indicando una versta. Junto a él, del lado derecho, el viento había formado un enorme montón de nieve. Me sorprendió que hubiésemos conseguido llegar a algún sitio, después de haber viajado durante toda la noche, por espacio de doce horas, con los mismos caballos y sin saber adónde íbamos. Nuestros cascabeles parecían sonar más alegremente que antes. Ignashka estaba jadeante. De cuando en cuando lanzaba un grito. Detrás, se oía relinchar a los caballos y tintinear los cascabeles de la troika del viejecito y del que daba consejos. En cambio, el cochero, que iba dormido, se había separado definitivamente de nosotros. Después de recorrer media versta, divisamos las huellas recientes, apenas cubiertas por la nieve, de un trineo de tres caballos y gotas de sangre aquí y allá. Probablemente, se había herido algún caballo.
—Estas huellas deben de ser del trineo de Filip. ¡Ha llegado antes que nosotros! –exclamó Ignashka.
Al borde del camino, sepultada bajo la nieve, casi hasta el tejado, se ve una casita con un letrero. Es una fonda. Ante la puerta hay una troika de caballos grises. Están sudorosos, esparrancados y tienen las cabezas gachas. Junto a la entrada, que acaban de limpiar, se ve una pala. Pero sigue cayendo la nieve del tejado y el viento la arremolina.
Al oír los cascabeles, aparece en la puerta un cochero. Es un hombre pelirrojo, alto, coloradote. Tiene un vaso en la mano y nos grita algo. Inashka se vuelve hacia mí y me pide permiso para detenernos. Veo su cara por primera vez.
XI
No era de tez morena, enjuto y de nariz recta, como me había figurado a juzgar por sus cabellos y su constitución, sino un chato, de rostro redondo y alegre, boca muy grande y ojos de un azul intenso. Tenía el cuello y las mejillas tan colorados como si se los hubiera acabado de frotar; y sus cejas, sus largas pestañas y su barbilla estaban cubiertas de nieve.
Faltaba media versta para llegar a la estación de postas. Nos detuvimos.
—Bueno; pero démonos prisa –dije.
—Sólo un momentito –replicó Ignashka y, apeándose de un salto, se acercó a Filip—: Venga, traiga –dijo, mientras se quitaba el guante de la mano derecha y lo arrojaba en la nieve, junto con el látigo.
Después, con la cabeza echada hacia atrás, se bebió de un trago la copita de vodka que le había tendido el otro. El tabernero, sin duda un cosaco retirado, salió a la puerta con una botella en la mano.
—¿A quién sirvo? –preguntó.
Vasili, el cochero alto –un joven rubio, delgado, con barba de chivo‑y el que daba consejos –un hombre grueso, de barba blanca, muy poblada, que enmarcaba su colorado rostro –se acercaron a tomar una copita cada uno. El viejecito llegó hasta el grupo de bebedores; pero, al ver que no le ofrecían vodka, se fue junto a los caballos, atados a la trasera del trineo, y se puso a acariciar a otro de ellos.
Era tal y como me había imaginado: bajito, delgado, de rostro surcado de arrugas, de barba rala, nariz afilada y dientes amarillos y cariados. Llevaba una gorra nueva de cochero, pero su pelliza estaba raída y manchada. Los bajos, rotos, no le llegaban a las rodillas, y dejaban ver su pantalón de lienzo remetido en las enormes botas de fieltro. Estaba encogido, ceñudo, le temblaban las rodillas y se le contraían los músculos de la cara. Empezó a afanarse junto al trineo, sin duda para entrar en calor.
—¿Qué hay, Mitrich? Ofrécenos media botellita; así entrarás en calor –le dijo el cochero que daba consejos.
Mitrich se estremeció. Tras de arreglar la retranca de uno de los caballos, se dirigió a mí:
