Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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Añadió también que era posible guiarse por las estrellas y que de haber ido él a la cabeza, hacía mucho que hubiéramos llegado a la estación.
—¿Qué? ¿Hay algo? –preguntó a Ignat, que volvía, avanzando penosamente, hundido en la nieve hasta las rodillas.
—Si. Desde luego, se ve un campamento; pero no sé de qué tribu será –contestó éste, jadeando—. Sin duda estamos en la aldea de Prolgov. Debemos tirar hacia la izquierda.
—Pero ¿qué nos estás contando? Es un campamento de los nuestros, que está detrás de la aldea cosaca –replicó el otro cochero.
—Te digo que no.
—No puede ser otra cosa. Me basta con echar una ojeada para saberlo. O, a lo mejor, es la aldea de Tamishev. Tiremos hacia la derecha para salir directamente al puente grande…, a la versta ocho.
—Te estoy diciendo que no. ¡Si lo acabo de ver! –gritó Ignat, malhumorado.
—¡Qué cosas tienes! ¡Y eso que eres cochero!
—Ve a verlo tú, que también lo eres.
—¿Para qué? Lo sé sin necesidad de ir.
Sin contestar y muy enfadado, Ignat subió al pescante de un salto; y proseguimos el viaje.
—Se me han dormido los pies. No hay manera de que entren en calor –dijo a Aliosha, mientras sacaba la nieve que se le había introducido en la caña de las botas.
Me invadieron unas terribles ganas de dormir.
VIII
“¿Será posible que me esté helando? –pienso a través del sueño—. Dicen que, cuando uno se hiela, empieza por dormirse. Es mejor ahogarse que morir helado; me sacarán con unas redes. Aunque, por otra parte, da igual que me ahogue o me hiele, con tal que no se me incrustase ese palo en la espalda y pueda adormilarme.»
Por un instante, caigo en la inconsciencia.
“¿Cómo terminará todo esto?» me pregunto, de pronto. Abro los ojos y contemplo la blanca llanura. “¿Cómo acabará? Si no encontramos haces de heno y los caballos se paran –lo que sin duda no tardará en ocurrir –nos helaremos todos.» Reconozco que, aun cuando tenía un poco de miedo, el deseo de que nos ocurriera algo extraordinario, algo trágico, era más fuerte que mi temor. Me gustaba la idea de que de madrugada los caballos nos condujeran a una aldea desconocida y que algunos estuviéramos medio helados y otros del todo. Me imaginaba cosas extrañas con sorprendente claridad. Los caballos se detienen; se amontona la nieve y ya no se ven sino sus orejas. De pronto, aparece Ignashka que pasa junto a nosotros en su trineo. Le suplicamos a gritos que nos recoja, pero el viento se lleva nuestras voces y no nos oye. Ignashka se echa a reír. Acucia a los caballos y desaparece en un profundo barranco cubierto de nieve. El viejecito monta uno de los caballos con intención de irse, pero no logra moverse del sitio en que está; mi primer cochero, que lleva una gorra muy grande, se arroja sobre él, lo derriba y lo pisotea en la nieve: «Eres un brujo, un pendenciero –vocifera—. Vamos a errar los dos juntos.» Pero el viejecito rompe el cerro de nieve con la cabeza y se transforma en un conejo que huye de nuestro lado. Unos perros lo persiguen. El cochero que daba consejos, que es Fiodor Filipovich, ordena que todos se sienten en corro. Así, no importa que nos sepulte la nieve. Estaremos abrigados. En efecto, estamos calentitos y a gusto; pero tenemos sed. Saco la cantina y obsequio a todos con ron azucarado. Y yo también bebo con gran avidez. El narrador nos relata un cuento sobre el arco iris. Por encima de nosotros se ha formado un techo de nieve y se ve un arco iris. «Construyamos una habitación para cada uno y echémonos a dormir», digo. La nieve es suave y templada, lo mismo que una piel. Me preparo un cuarto y me dispongo a entrar en él; pero Fiodor Filipovich, que ha visto mi dinero en la cantina, me dice: “¡Espera! Dame el dinero. ¡De todas formas hemos de morir!», y me agarra por una pierna. Le entrego el dinero, rogándole únicamente que me suelte. No cree que ése sea todo mi dinero y quiere matarme. Me apodero de la mano del viejecito y la cubro de besos con un placer indescriptible: su mano es suave y está dulce. Al principio, el anciano quiere retirarla, pero luego me la abandona y hasta me acaricia con la otra mano. Sin embargo, Fiodor Filipovich se acerca y me amenaza. Corro a mi habitación que se convierte en un largo pasillo blanco. Alguien me retiene por los pies. Logro desprenderme. Mi ropa y parte de mi piel queda en manos del que me sujetaba. Tengo frío y me siento avergonzado, sobre todo porque veo que mi tía, con la sombrilla y el botiquín homeopático, viene a mi encuentro del brazo del hombre ahogado. Ambos ríen, sin comprender las señas que les hago.
Salto al trineo; sin embargo, mis pies se arrastran por la nieve. El viejecito me persigue, agitando los codos. Ya está cerca de mí, pero oigo el tintineo de los cascabeles y sé que, en cuanto los alcance, estoy salvado. El sonido de los cascabeles se torna más intenso por momentos. El viejo me ha pillado, cayendo de bruces encima de mi cara, de manera que apenas si distingo el tintineo de los cascabeles. Lo mismo que antes, me pongo a besarle la mano. De pronto, me doy cuenta de que se ha transformado en el hombre ahogado… que grita: “¡Detente! ¡Ignashka, detente! Me parece que están ahí los haces de Ajmetkin. Ven a ver.» Esto es demasiado horrible… Es mejor despertar…
Abro los ojos. El viento me ha echado sobre la cara los bajos del capote de Aliosha y tengo las rodillas destapadas. Nos deslizamos por una capa de hielo. Vibra en el aire el tintineo de los cascabeles que suenan a la tercera, con la quinta trémula.
Quiero ver los haces, pero en lugar de éstos, aparecen ante mí una casa con balcón y el muro almenado de una fortaleza. Sin embargo, no siento interés en examinarlos. Lo principal es ver de nuevo el pasillo blanco, oír el tañido de la campana de la iglesia y besar la mano del viejecito. Vuelvo a cerrar los cojos y me adormilo.
IX
Estaba profundamente dormido; pero oía sin cesar los cascabeles que sonaban a la tercera y que, en el sueño, se me presentaban ora bajo la forma de un perro que ladraba y se tiraba sobre mí, ora bajo la de un órgano, del que yo era un tubo, ora bajo la de unos versos franceses que estaba escribiendo. A ratos me parecía que esa tercera era un instrumento de tortura con el que me apretaban la planta del pie derecho. El dolor llegó a ser tan agudo que me desperté. Abrí los ojos y me froté el pie, que comenzaba a helárseme. La noche seguía siendo turbia, blanca. Lo mismo que antes, algo me empujaba, empujando también el trineo;
Ignashka iba sentado al lado y daba golpes con los pies; el caballo de varas corría al trote por la gruesa capa de nieve, con el cuello en tensión, levantando poco las patas. La cabeza del de la derecha, con las crines al aire, se balanceaba uniformemente, estirando y aflojando las riendas. Pero todo estaba más cubierto de nieve. Se había arremolinado formando verdaderos montones por delante y a ambos lados; los palos de los trineos, los cuellos de nuestras pellizas y las gorras estaban materialmente sepultados. Las patas de los caballos se hundían hasta la rodilla. El viento soplaba ora por la derecha, ora por la izquierda, agitando el cuello y los bajos del armiak de Ignashka y las crines del caballo de varas.
