La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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Junto a ellos devoraba una pareja de cerdos, la uña negra del camarero se hundió en la salsa, y ayer un labio llagado rozó el borde de mi vaso de cerveza... Una niebla de tristeza había envuelto a Zina —sus mejillas, sus ojos entornados, su garganta, su frágil clavícula— y esto quedaba subrayado en cierto modo por el humo pálido de su cigarrillo. Los pasos de los peatones parecían agitar la creciente oscuridad.
De improviso, en el franco cielo del atardecer, a gran altura...
—Mira —exclamó ella—. ¡Qué belleza!
Un broche de tres rubíes se deslizaba por el terciopelo oscuro, a tanta altura, que ni siquiera se oía el zumbido del motor.
Zina sonrió, separando los labios y miró hacia arriba.
—¿Esta noche? —preguntó él, mirando en la misma dirección.
Hasta ahora no había entrado en la sucesión de sentimientos que solía prometerse a sí mismo cuando imaginaba cómo escaparían juntos de una esclavitud que se había ido afirmando gradualmente en el curso de sus citas hasta convertirse en habitual, aunque se basaba en algo artificial, algo indigno, en realidad, de la importancia que había adquirido; ahora parecía incomprensible que en cualquiera de aquellos cuatrocientos cincuenta y cinco días ella y él no se hubieran marchado del apartamento de los Shchyogolev para vivir juntos; pero al mismo tiempo él sabía, en su subconsciente, que este obstáculo externo era un mero pretexto, simple método ostentoso por parte del destino, que había echado mano de la primera barrera disponible para dedicarse al importante y complicado negocio para cuyo desarrollo necesitaba un retraso que pareciese depender de una obstrucción natural.
Al meditar ahora sobre los métodos del destino (en este diminuto recinto blanco e iluminado, en la dorada presencia de Zina y con participación de la oscuridad cálida y cóncava que había inmediatamente detrás del resplandor tallado de las petunias), encontró finalmente un hilo determinado, un espíritu oculto, una idea de ajedrez para la «novela» apenas planeada a la que se había referido ayer sólo de paso en la carta, a su madre. Habló de esto ahora, y de un modo como si ésta fuera realmente la expresión mejor y más normal de su felicidad, que también la expresaban en una edición más accesible, cosas tales como el aire aterciopelado, tres hojas de tilo, verde esmeralda, que se habían introducido en el farol, la cerveza helada, los volcanes lunares del puré de patata, voces vagas, pasos, estrellas entre las ruinas de las nubes...
—Esto es lo que me gustaría hacer —dijo—. Algo similar a la obra del destino en relación con nosotros. Piensa en cómo la inició hace unos tres años y medio... ¡El primer intento de reunimos fue tosco y complicado! Aquel traslado de muebles, por ejemplo: yo veo algo extravagante en ello, algo así como «tirar la casa por la ventana», ¡porque fue todo un trabajo trasladar a los Lorentz y su mobiliario a la casa donde yo acababa de alquilar una habitación! La idea carecía de sutileza: ¡hacer que nos conociéramos a través de la esposa de Lorentz! Con el deseo de acelerar las cosas, el destino introdujo a Romanov, quien me llamó e invitó a una fiesta en su casa. Pero en este punto el destino cometió un error: el medio elegido no era el idóneo. Aquel hombre me resultaba odioso y se obtuvo el resultado contrario: a causa de él empecé a evitar a los Lorentz, por lo que todo este laborioso plan se fue al diablo, el destino se quedó con un camión de mudanzas en las manos y los gastos no fueron reembolsados.
—Ten cuidado —le advirtió Zina—. Podría ofenderse por esta crítica y planear una venganza.
—Sigue escuchando. El destino lo intentó otra vez, de modo más sencillo pero más susceptible de éxito, porque yo necesitaba dinero y debería haberme agarrado a la oferta de un trabajo: ayudar a una chica rusa desconocida a traducir unos documentos; pero también esto falló. Primero, porque el abogado Charski resultó ser un intermediario desagradable y, segundo, porque detesto hacer traducciones al alemán, por lo que todo se fue al traste una vez más. Entonces, después de este fracaso, el destino decidió no arriesgarse más y me instaló directamente donde tú vivías. No eligió como intermediaria a la primera persona que pasara por allí, sino a una que me era simpática y que en seguida tomó el asunto en sus manos y no me permitió escabullirme. Es cierto que en el último momento hubo un fallo que casi lo echó todo a rodar: en sus prisas —o por mezquindad—, el destino no te hizo aparecer el día de mi visita; naturalmente, después de hablar cinco minutos con tu padrastro —a quien el destino tuvo el desliz de dejar salir de la jaula —decidí no alquilar la poco atractiva habitación que había visto por encima de su hombro. Y entonces, acabados ya sus recursos, incapaz de presentarte inmediatamente, el destino me enseñó, como última y desesperada maniobra, tu vestido azul de baile sobre un sillón, y cosa extraña, yo mismo ignoro por qué, la maniobra tuvo éxito, y me imagino el suspiro de alivio del destino en aquel momento.
—Sólo que aquel vestido no era mío, sino de mi prima Raissa —muy simpática, pero fea de verdad—; creo que me lo dejó para que le quitara o le añadiera un adorno.
—En tal caso, aún fue más ingenioso. ¡Cuántos recursos! Las cosas más encantadoras de la naturaleza y el arte se basan en el engaño. Fíjate bien, empezó con una impetuosidad imprudente y terminó con el más delicado toque final. ¿No te parece que puede ser la trama de una novela extraordinaria? ¡Vaya tema! Pero hay que elaborarlo, adornarlo, rodearlo de la densidad de la vida, de mi vida, de mis pasiones y preocupaciones profesionales.
—Sí, pero el resultado será una autobiografía con ejecuciones en masa de buenas amistades.
—Bueno, supongamos que entremezclo, retuerzo, combino, mastico y vomito todos los ingredientes, que añado tales especias de mi propia cosecha y lo impregno todo de mí mismo hasta tal punto que de la autobiografía sólo queda el polvo, ese polvo, bien—, entendido, que pinta el más anaranjado de los cielos. Y no voy a escribiría ahora, pasaré mucho tiempo preparándola, años, tal vez... En cualquier caso, primero haré otra cosa; quiero traducir algo a mi manera de un viejo sabio francés, a fin de llegar a la dictadura definitiva sobre las palabras, porque en mi Chernyshevski aún están intentando votar.
—Todo esto es maravilloso —dijo Zina—; no puedes imaginarte cómo me gusta. Creo que serás un escritor diferente de cuantos han existido, y Rusia suspirará por ti, cuando recobre el sentido demasiado tarde... Pero, ¿me amas?
—Lo que te he dicho es en realidad una especie de declaración de amor —repuso Fiodor.
—«Una especie de» no es suficiente. Es probable, y tú
lo sabes, que a veces sea terriblemente desgraciada contigo.
Pero en el fondo no importa, estoy dispuesta a arriesgarme.
Sonrió, abriendo mucho los ojos y levantando las cejas, y entonces se apoyó en el respaldo de la silla y empezó a empolvarse la barbilla y la nariz.
—Ah, tengo que contártelo, esto es magnífico, tiene un pasaje famoso que creo poder recitar de memoria si lo hago en seguida, así que no me interrumpas; es una traducción aproximada: una vez hubo un hombre... que vivía como un verdadero cristiano; hizo mucho bien, a veces con palabras, a veces con hechos, y otras con silencios; observaba los ayunos; bebía el agua de los valles (esto es bueno, ¿verdad?); alimentaba el espíritu de concentración y vigilancia; vivía una vida pura, sabia y difícil; pero cuando intuyó la proximidad de la muerte, en lugar de pensar en ella, en lugar de lágrimas de arrepentimiento y tristes despedidas, en lugar de monjes y notarios vestidos de negro, invitó a un banquete a acróbatas, actores, poetas, un grupo de bailarinas, tres magos, alegres estudiantes de Tollenburg, un viajero de Taprobana, y en medio de versos melodiosos, máscaras y música, apuró una copa de vino y murió con una sonrisa alegre en el rostro... Magnífico, ¿verdad? Si he de morir algún día, así es exactamente como me gustaría.