La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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La plaza Potsdam, siempre desfigurada por las obras municipales (oh, esas viejas postales de la plaza, donde todo es tan espacioso, los conductores de droskis son tan felices y las colas de las esbeltas damas se arrastran por el polvo, pero las gordas floristas son las mismas). El carácter seudoparisiense de Unter Den Linden. La estrechez de las calles comerciales que la continúan. Puente, barcaza, gaviotas. Los ojos muertos de viejos hoteles de segunda, tercera, centésima categoría. Unos minutos más de trayecto y llegó a la estación.
Vislumbró a Zina corriendo escaleras arriba con un vestido de georgette beige y un sombrerito blanco. Corría con los codos rosas apretados contra las caderas, sosteniendo el monedero bajo el brazo, y cuando la alcanzó y la abrazó a medias, ella se volvió con aquella sonrisa tierna y borrosa, con aquella tristeza feliz en los ojos con la que siempre le saludaba cuando se encontraban a solas. «Escucha —dijo con voz excitada—, llego tarde, corramos.» Pero él contestó que ya se había despedido de ellos y la esperaría fuera.
El sol poniente ocultándose tras los tejados de las casas parecía haber caído de las nubes que cubrían el resto del cielo (pero ahora ya eran muy suaves y remotas, como pintadas en vagas ondulaciones contra un techo verdoso); allí, en aquella angosta franja, el cielo estaba incendiado, y enfrente, una ventana y unas letras metálicas relucían como el cobre. La larga sombra de un mozo de cuerda, empujando la sombra de una carretilla, absorbía esta sombra, pero en la esquina volvió a sobresalir en un ángulo agudo.
—Te echaremos de menos, Zina —dijo Marianna Nikolavna desde la ventanilla del vagón—, pero en cualquier caso, ven a vernos en tus vacaciones de agosto y quizá ya podrás quedarte para siempre.
—No lo creo —repuso Zina—. ¡Ah! Hoy te he dado las llaves. No te las lleves, por favor.
—Las he dejado en el recibidor... Y las de Boris están en el escritorio... pero no importa: Godunov te abrirá —añadió Marianna Nikolavna para tranquilizarla.
—Bien, bien. Buena suerte —dijo Boris Ivanovich desde detrás del rechoncho hombro de su esposa, poniendo los ojos en blanco—. ¡Ah, Zinka, Zinka, reúnete pronto con nosotros e irás en bicicleta y te bañarás en leche; esto sí que es vida!
El tren se estremeció y empezó a moverse. Mariana Nikolavna agitó la mano durante mucho rato. Shchyogolev retiró la cabeza como una tortuga (y después de sentarse emitió probablemente un gruñido ruso).
Zina bajó saltando las escaleras, ahora llevaba el monedero colgado de los dedos, y los últimos rayos de sol encendieron en sus ojos un destello de bronce mientras volaba hacia Fiodor. Se besaron con tanto ardor como si ella acabara de llegar desde muy lejos, después de una larga separación.
—Y ahora vámonos a cenar —propuso, tomándole del brazo—. Debes estar muerto de hambre.
Él asintió. Y ahora, ¿cómo explicarlo? ¿Por qué esta extraña timidez en lugar de la libertad voluble y jubilosa que había esperado tan ansiosamente? Era como si hubiera perdido el hábito de verla, o fuese incapaz de adaptarse a ella, a la ella de antes, a esta libertad.
—¿Qué te pasa? Pareces malhumorado —observó Zina tras un silencio (se dirigían a la parada del autobús).
—Es triste separarse de Boris el Vivaz —replicó él, tratando de resolver con una broma su turbación emocional.
—Yo creo que se debe a la escapada de ayer —dijo Zina, sonriendo, y Fiodor detectó en su tono de voz un matiz nervioso que correspondía, a su modo, a su propia confusión, por lo que ambos la pusieron de relieve y la acrecentaron.
—Tonterías. La lluvia era caliente. Me encuentro de maravilla.
Llegó el autobús y subieron a él. Fiodor pagó dos billetes con las monedas que llevaba en la palma. Zina observó:
—Hasta mañana no cobro, así que sólo tengo dos marcos. ¿Cuánto tienes tú?
—Muy poco. Me han quedado tres y medio de tus doscientos, y ya he gastado más de la mitad.
—Pero aún nos llega para la cena —dijo Zina.
—¿Estás segura de que te gusta la idea de un restaurante? Porque a mí no me atrae mucho.
—Es igual, resígnate. En general, ya se ha acabado la sana comida casera. No sé hacer ni una tortilla. Hemos de organizamos. Pero de momento conozco un lugar estupendo.
Varios minutos de silencio. Los faroles y los escaparates estaban empezando a encenderse; las calles parecían retraídas y grises bajo esta luz inmadura, pero el cielo era amplio y radiante y las nubéculas del crepúsculo tenían una pelusa escarlata.
—Mira, ya tengo las fotos.
Las tomó de sus dedos fríos. Zina en la calle de su oficina, con las piernas muy juntas, y la sombra de un tilo cruzando la acera, como una botavara caída a sus pies; Zina sentada de lado en un alféizar, con una corona de sol en torno a la cabeza; Zina trabajando, mal enfocada, oscura de rostro, pero en compensación, su gran máquina de escribir en primer plano, con un destello en la palanca del carro.
Zina volvió a meterlas en el bolso, sacó y volvió a meter en su envoltura de celofán el abono mensual del tranvía, extrajo un pequeño espejo, se miró en él, descubriendo el empaste de un diente de arriba, volvió a guardar el espejo, cerró el bolso, lo puso sobre sus rodillas, se miró el hombro, sacudió una mota de polvo, se puso los guantes, se volvió hacia la ventana, e hizo todo esto en rápida sucesión, con las facciones en movimiento, parpadeando y como mordiendo y chupando el interior de sus mejillas. Pero de pronto se quedó inmóvil, con la mirada distante, tensos los tendones del pálido cuello y quietas las manos enguantadas de blanco sobre la piel brillante de su bolso.
El defilé de la Puerta de Brandenburgo.
Ya pasada la plaza Potsdam, cuando se acercaban al canal, una dama entrada en años, de pómulos salientes (¿dónde la he visto yo?), en compañía de un perrito tembloroso y de ojos saltones que llevaba bajo el brazo, se abrió paso hacia la salida, balanceándose y luchando con fantasmas, y Zina le echó una ojeada fugaz y deliciosa.
—¿La has reconocido? —preguntó—. Era la señora Lorentz. Creo que está enfadada conmigo porque nunca la llamo. Una mujer superflua, en realidad.
—Tienes la mejilla tiznada —dijo Fiodor—. Cuidado, no te lo extiendas.
Otra vez el monedero, el pañuelo, el espejo.
—Pronto tendremos que bajar —anunció ella al cabo de un rato—. ¿Qué dices?
—Nada. De acuerdo. Bajemos donde quieras.
—Aquí —dijo después de dos paradas, le tomó del brazo, se sentó de nuevo por culpa de una sacudida, y al fin se puso en pie y pescó el bolso como del fondo del agua.
Las luces ya tenían forma; el cielo era muy tenue. Pasó un camión lleno de gente que volvía de una orgía ciudadana, gritando y agitando algo. En medio de un jardín público desprovisto de árboles, que consistía en un parterre oblongo flanqueado por un sendero, un ejército de rosas estaba en flor. El diminuto recinto al aire libre de un restaurante (seis mesas) que había frente a este jardín, estaba separado de la acera por una barrera enjalbegada rematada por petunias.