Rey, Dama, Valet
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El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.
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Un claxon de taxi, nasal y antipático, le hizo retroceder precipitadamente. Sin dejar de murmurar, Franz dio la vuelta a la esquina mientras el taxi frenaba y paraba dubitativo junto a la acera. El taxista se bajó y abrió la portezuela.
—¿Qué número dijo usted? —preguntó.
Como no recibió respuesta alargó el brazo y sacudió a su cliente por el hombro. Este, en plena oscuridad acabó por abrir los ojos, se inclinó hacia el taxista.
—Número cinco —respondió.
—Mal le veo.
Había luz en la ventana del dormitorio. Martha se arreglaba el pelo para acostarse. De pronto se quedó inmóvil, los codos en alto. Ahora sí que se oía con toda claridad un fuerte ruido como de algo que cae. Corrió a las escaleras como un rayo. Del recibidor le llegaron risotadas. Unas risotadas que, desgraciadamente, reconoció enseguida. Dreyer reía porque, tratando de volverse con dificultad, había dejado caer uno de los pesados esquíes que llevaba al hombro y dado con el otro contra una planta, que salió volando con tiesto y todo de la repisa del espejo mientras él caía cuan largo era al tropezar con su propia maleta.
— I am the voyageur—gritó, en su mejor inglés—, I half returned from sheeing!
Un instante después conocía Dreyer la felicidad perfecta. El rostro de Martha se inclinó con una magnífica sonrisa. Indudablemente Dreyer tenía buen aspecto, bronceado y en forma, cinco libras más delgado (como si Martha y Franz hubieran comenzado ya a demolerle), pero no era a él a quien miraba Martha, sino algún punto situado más allá de su cabeza, no era para él la bienvenida, sino para el amable destino que, de manera tan sencilla y directa, había evitado un desastre brutal, ridículo, espantosa y exageradamente preparado.
—Un verdadero milagro nos salvó —le dijo más tarde a Franz (la gente tiende a hablar con mucha facilidad de milagros)—, pero que nos sirva esto de lección. Fíjate, si no: no podemos seguir esperando. Por una vez tuvimos suerte, a lo mejor volvemos a tenerla, pero a la tercera nos cogen. ¿Y qué podemos esperar entonces? Supon que accede a divorciarse. Supongamos incluso que lo cojo yo a él con una taquígrafa. Si me vuelvo a casar no tiene obligación de mantenerme. ¿Y entonces, qué pasa? Yo soy tan pobre como tú. Mis parientes de Hamburgo no van a darme un céntimo.
Franz se encogió de hombros.
—De lo que no sé si te das cuenta es de que su viuda hereda una fortuna.
—¿Y por qué me dices a mí todo esto? Bastante hemos hablado de ello, y sé perfectamente que no hay más que una solución.
Y entonces, escudriñando a través del reflejo móvil de las gafas en el hondo pantano de los ojos verduzcos de Franz, Martha se dio cuenta de que había conseguido su propósito, de que él estaba dispuesto, de que se encontraba completamente maduro, de que había llegado el momento de actuar. Franz ya no tenía voluntad propia: de lo único que aún era capaz era de refractar a su manera la voluntad de Martha. La realización fácil de dos sueños fundidos en uno solo había llegado a ser cosa familiar para él, gracias a un sencillísimo contacto mutuo de sensaciones. Dreyer ya había sido asesinado y enterrado varias veces en la mente de ambos. Y no era una felicidad futura, sino un recuerdo futuro lo que habían ensayado en un escenario limpio de decorados, ante una sala oscura y sin espectadores. De manera sorprendente y por completo inesperada, el cadáver había vuelto no se sabía de dónde y entrado en donde ellos estaban como si siguiera vivo. Bueno, ¿y qué? No iba a ser nada difícil, ni tenía por qué asustarles, lidiar con esta existencia ficticia, hacer que ese cadáver volviera a serlo de nuevo, pero esta vez ya para siempre.
La discusión sobre los métodos de asesinar a Dreyer llegó a ser tema habitual de sus conversaciones. Hablaban de ello sin la menor inquietud o vergüenza, sin sentir siquiera el oscuro escalofrío de los jugadores o el horror satisfecho del padre de familia que lee la destrucción de otra familia, con toda clase de sangrientos detalles, en su periódico habitual. Palabras como «bala» y «veneno» comenzaban a parecerles tan normales como «caldo» y «pollo», tan corrientes como la cuenta del médico o la píldora que receta. El procedimiento de matar a un hombre podía ser ponderado con la misma serenidad que una receta de cocina, y era indudable que Martha prefería el veneno, por causa de la inclinación doméstica normal en las mujeres, el conocimiento instintivo de especias y hierbas, tanto beneficiosas como dañinas para la salud.
En una enciclopedia de poca categoría, leyeron la vida y milagros de toda clase de lúgubres Lucrecias y Locustas. Un anillo con un diamante hueco y lleno de veneno iridiscente atormentaba la imaginación de Franz, que soñaba por las noches con traidores apretones de manos. Medio despierto, daba un respingo y no se atrevía a moverse: debajo de él, sobre la sábana, el anillo punzante se había perdido y Franz estaba aterrado, pensando que podría pincharle a él. Pero de día, junto a la luz serena de Martha, todo se volvía sencillo de nuevo. Tofana, una chica siliciana, había matado a seiscientas treinta y nueve personas y vendido su «acqua» en redomas engañosamente etiquetadas con la imagen de un santo. El conde de Leicester tenía un método más suave: su víctima estornudaba feliz a impulsos de una pizca de letal rapé. Martha cerraba con impaciencia el tomo de la «V» y miraba en otros. Se enteraron, con la mayor indiferencia, de que la toxemia producía anemia, y de que, según el derecho romano, el envenenamiento deliberado era una mezcla de asesinato y traición.
—Profundos pensadores —observó Martha, con displicente risa, volviendo rápidamente la página. Sin embargo, no podía llegar al fondo del asunto.
Un sardónico «Véase» la llevó a leer sobre una cosa llamada «alcaloide», y otro «Véase» la guió hacia el colmillo de un ciempiés, cómo no, ampliado. Franz, no acostumbrado a manejar grandes enciclopedias, respiraba pesadamente mirando todo esto por encima del hombro de Martha. Penetrando por el alambre de púas de las fórmulas pasaron largo tiempo leyendo sobre los usos de la morfina, hasta llegar, por Dios sabe qué tortuosos derroteros, a un caso especial de «neumonía cruposa», y Martha comprendió súbitamente que aquella toxina pertenecía a la variedad doméstica. Pasando a otra letra, descubrieron que la estricnina causa espasmos a las ranas y ataques de risa a algunos isleños. Martha estaba empezando a enfurecerse. No hacía más que sacar violentamente los gruesos tomos y volverlos a meter a duras penas en la estantería. Se vislumbraban brevísimamente láminas en colores: condecoraciones militares, jarras etruscas, mariposas multicolores...
—Mira, aquí hay algo interesante —dijo Martha, y se puso a leerle en voz baja y solemne—: «Vómitos, una sensación de desaliento, zumbido en los oídos —haz el favor de dejar de resollar—, una sensación de picor y quemazón por toda la piel, las pupilas se reducen al tamaño de una cabeza de alfiler, los testículos se vuelven como naranjas...»
Franz recordó que, siendo adolescente, había mirado en el colegio la palabra «onanismo» en una enciclopedia mucho más pequeña, y tan asustado quedó que se mantuvo casto durante casi una semana.
—Nada —dijo Martha—, tonterías de la medicina. ¿Qué falta nos hacen a nosotros curaciones o restos de arsénico en la cabeza de un burro? Lo que necesitamos yo creo que es algún libro especial. Aquí se menciona uno entre paréntesis, pero está en latín del siglo dieciséis. La verdad, no acabo de comprender qué necesidad tiene la gente de escribir en latín. Hale, Franz, serénate..., ya viene.