-->

Rey, Dama, Valet

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу Rey, Dama, Valet, Набоков Владимир-- . Жанр: Классическая проза. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
Rey, Dama, Valet
Название: Rey, Dama, Valet
Дата добавления: 15 январь 2020
Количество просмотров: 347
Читать онлайн

Rey, Dama, Valet читать книгу онлайн

Rey, Dama, Valet - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

1 ... 34 35 36 37 38 39 40 41 42 ... 69 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:

Al llegar a la calle de los Dreyer, un taxi vacío pasó junto a él y se detuvo ante el chalet. Pensó que su visita era inoportuna: probablemente estaban a punto de salir. Se detuvo ante la valla del jardín, pensando que iba a verlos aparecer en el llano del portal: ella envuelta en sus bellas pieles, él con su abrigo de pelo de camello. Luego, volviendo a cambiar de idea, corrió hacia el portal.

La puerta estaba entreabierta. Frieda tiraba del collar de Tom, medio estrangulándole, para hacerle subir las escaleras. En el recibidor Franz vio una pequeña maleta de cuero y un magnífico par de esquíes de nogal, de un modelo que no se vendía en la tienda. En la sala, marido y mujer estaban frente a frente. El hablaba con rapidez y ella sonreía como un ángel, asintiendo en silencio a sus palabras.

—Ah, vaya, aquí está Franz —dijo Dreyer, volviéndose y cogiendo a su sobrino por el hombro almohadillado—, llegas justo en el momento oportuno. Voy a estar fuera tres semanas o así.

—¿Para qué son esos esquíes? —preguntó Franz, y, diciendo esto, se dio cuenta con sorpresa de que Dreyer ya no le asustaba.

—Son míos. Me voy a Davos. Ah, toma, para a ti (dándole cinco dólares).

Besó a su mujer en la mejilla:

—Ten cuidado con tu resfriado. Diviértete estos días. Dile a Franz que te lleve al teatro. No te enfades conmigo por dejarte aquí sola, querida, ya sabes que la nieve es para hombres y chicas solteras. Eso tú no lo puedes cambiar.

—Vas a perder el tren —dijo Martha, mirándole con los ojos entrecerrados.

Dreyer echó una ojeada a su reloj de pulsera, haciendo como que se asustaba, y cogió su maleta. El taxista le ayudó a llevar los esquíes. El tío, la tía y el sobrino cruzaron el jardín. ¡Por fin, después de tanta helada, comenzaba a lloviznar! Sin sombrero, envuelta en su abrigo de topo, Martha fue hasta el postigo con indolente cimbreo de caderas, las manos cogidas invisiblemente dentro de las mangas, juntas, del abrigo. Tardaron bastante tiempo en acomodar los esquíes en el techo del taxi. Por fin se cerró la portezuela. El taxi arrancó y Franz anotó mentalmente el número de la matricula: 22221. Este «1» inesperado le pareció extraño después de tantos «2». Volvieron juntos a la casa por el sendero crujiente.

—Vuelve a deshelar —dijo Martha—, hoy ya no tengo la tos tan áspera.

Franz lo pensó un momento y finalmente dijo: —Sí, pero todavía quedan días fríos. —Es posible —dijo Martha.

Cuando entraron en la casa vacía, Franz tenía la impresión de que volvían de un funeral.

VIII

Martha comenzó a enseñarle con tenacidad y entusiasmo.

Después de las primeras dificultades, tropezones y perplejidades, Franz, poco a poco, empezaba a comprender lo que trataba Martha de comunicarle sin apenas palabras explitatorias, casi únicamente por medio de la mímica. El escuchaba con total atención tanto a Martha como al sonido ululante que, ya elevándose, ya bajando en volumen, le acompañaba constantemente; y ya empezaba a captar, en ese sonido, exigencias rítmicas, un sentido apremiante, pausas y pulsaciones regulares. Lo que exigía Martha de él estaba resultando, al fin y al cabo, muy sencillo. En cuanto Franz aprendía algo, ella asentía en silencio, bajando la vista con una sonrisa decidida, como siguiendo los movimientos y el crecimiento de una sombra ya claramente perceptible. La torpeza de Franz, la sensación que le invadía de cojear y estar corcovado, y que, al principio, era para él un tormento, no tardó en desaparecer; en su lugar se sentía completamente poseído por la aparente gracia que Martha le comunicaba: ya no le era posible desobedecer al sonido cuyo misterio había desentrañado. El vértigo se convirtió en estado habitual y placentero, en la sonámbula languidez de un autómata, en la ley de su existencia; y Martha, por su parte, se regocijaba suavemente, apretaba su sien contra la suya, sabiendo que estaban unidos, que Franz ahora haría lo que tenía que hacer. Enseñándole, contenía su impaciencia, la impaciencia que Franz había notado antes en los movimientos centelleantes y rápidos de sus elegantes piernas. Ahora, Martha, en pie ante él, cogiéndose la falda plisada entre el índice y el pulgar, repetía lentamente los pasos a fin de que Franz pudiera ver con sus propios ojos el giro ampliado del dedo y el talón. Franz arriesgaba entonces una caricia, ahuecando la mano, pero ella se la apartaba bruscamente y seguía con la lección. Y cuando, bajo la presión de su fuerte palma, acabó por aprender a girar y a dar la vuelta; cuando sus pasos, finalmente, coincidieron con los de ella; cuando, con una mirada al espejo, se dio cuenta de que las desmañadas lecciones se habían convertido en danza armoniosa; entonces apresuró Martha el ritmo, llegando al colmo del entusiasmo, y sus rápidos gritos expresaban violentas satisfacciones ante la flexibilidad exacta de los movimientos de Franz.

Franz llegó a conocer a fondo el bamboleante suelo de parquet de inmensos salones rodeados de palcos; apoyaba el codo en el peluche desvaído de sus antepechos; se limpiaba el polvo de los hombros; se contemplaba a sí mismo en espejos ahitos; pagaba a rapaces camareros con dinero que sacaba del bolso de seda negra de Martha; su gabardina y el adorado abrigo de topo de ella se abrazaban horas enteras en guardarropas sobrecargados, bajo la vigilancia de adormecidas chicas de guardarropía; y los nombres sonoros de todos los cafés y salones de baile que estaban de moda —tropical, cristal, royal— acabaron siendo para él tan conocidos como los de las calles de la pequeña ciudad donde había habitado en una existencia anterior. Y no tardarían en abstenerse del baile siguiente, jadeantes aún de tanto esfuerzo amoroso, sentados el uno junto al otro en el canapé de la deslucida habitación de Franz.

—Feliz año nuevo —dijo Martha—, nuestro año. Escribe a tu madre, a quien, desde luego, me gustaría conocer, que estás pasándolo en grande. Piensa en la sorpresa que se va a llevar..., más adelante..., cuando la conozca.

El dijo:

—¿Cuándo?, ¿te has fijado ya una fecha tope?

—Lo antes posible. Y cuanto antes mejor.

—Sí, no hay que perder el tiempo.

Martha se echó contra los cojines, las manos cogidas detrás de la cabeza.

—Dentro de un mes. Dos, quizás. Tenemos que planear las cosas con gran cuidado, amor mío.

—Yo me volvería loco si no te tuviera a ti —dijo Franz—, todo me turba y me agita: el papel de estas paredes, la gente que veo por la calle, mi casero. Su mujer nunca se deja ver. Es rarísimo.

—Tienes que serenarte. Si no, nada saldrá bien. Hale, ven aquí...

—Ya sé que todo terminará estupendamente bien —dijo él, apretándose contra ella—, pero tenemos que asegurarnos bien de todos los detalles. El error más insignificante...

—¡No temas nada, mi forzudo, mi animoso Franz!

1 ... 34 35 36 37 38 39 40 41 42 ... 69 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название