Rey, Dama, Valet
Rey, Dama, Valet читать книгу онлайн
El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.
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Martha miró el reloj. Sí, ya era hora de vestirse y marcharse.
—Esta noche no tienes más remedio que venir a cenar —le dijo, subiéndose las medias y poniéndose las ligas—, cuando hay invitados me importa menos, pero eso de sentarme a cenar a solas con él..., la verdad, ya no lo aguanto... Y ponte los zapatos viejos. Mañana puedes llevar ésos a que te los ensanchen. Gratis, por supuesto. ¡Nuestros días no tienen precio, no lo tienen!
Franz estaba sentado en la cama, cogiéndose las rodillas y fijando la mirada en un punto de luz que relucía en la jarra del lavabo. Con su cabeza redonda y sus orejas prominentes le parecía a ella un ser extraño, adorable. En su postura, en su mirada fija había algo de inmovilidad hipnótica. Se le ocurrió pensar a Martha en aquel momento que, a una palabra suya, Franz se levantaría y la seguiría, desnudo como un niño pequeño, escaleras abajo y calle adelante... Esta sensación de felicidad llegó en aquel momento a tal grado de esplendor, tan vívidamente se imaginó el rumbo regular, bien planeado, directo de su existencia común después de eliminado Dreyer, que temió turbar la inmovilidad de Franz, la imagen inmóvil de su felicidad futura. Terminó rápidamente de vestirse, se puso a toda prisa el abrigo, cogió el sombrero, le envió un beso, y desapareció. En el recibidor, ante un espejo ligeramente mejor que el que había en la habitación de su amante, se enpolvó la nariz y se puso el sombrero. ¡Qué agradablemente le ardían las mejillas!
El casero salió del retrete y le hizo una ligera inclinación.
—¿Qué tal se encuentra su mujer? —preguntó Martha, volviendo la mirada hacia él mientras abría la puerta.
El casero volvió a inclinarse.
Martha pensó que aquel viejo chiflado con aspecto de brujo tenía forzosamente que saber algo sobre modos y maneras de envenenar a la gente. Sería curioso saber lo que hacían él y su invisible mujer. Durante varios días, le obsesionó la idea de los polvos mágicos que se disuelven instantáneamente en la nada de la muerte, por más que era evidente que a nada conducían tales ideas. ¡Costumbre complicada, peligrosa, anticuada! Sí, sobre todo esto: anticuada. «Mientras en el siglo pasado se investigaba anualmente un promedio de cincuenta casos de muerte por envenenamiento, las estadísticas muestran que en los tiempos modernos...» Sí, justo, ahí estaba el quid de la cuestión.
Dreyer se llevó la taza a los labios y los ojos de Franz y Martha se encontraron involuntariamente. La mesa, blanca como la nieve, describía un lento círculo, con un florero de cristal a modo de eje. Dreyer dejó su taza a medio beber y la mesa cesó de girar.
—... La luz, allí, no es demasiado buena —continuó—, y además hace frío. Y la resonancia es tremenda. A cada salto que das te contesta el eco. Yo diría que ese sitio solía ser una escuela de equitación. Pero, naturalmente, esa es la única manera de estar en forma. Así no se olvida uno de sacar durante el invierno por falta de práctica. Y, de cualquier manera (un último sorbo de té), ya tenemos la primavera a la vuelta de la esquina, menos mal, y pronto podremos volver a jugar al aire libre. Mi nuevo club vuelve a la vida en abril. Y entonces estás invitado, ¿eh, Franz?
El día anterior, a las nueve de la mañana, Dreyer había causado una pequeña sensación al aparecer en el Departamento de Artículos de Deporte, que apenas visitaba durante el invierno. Desde detrás de una columna de estuco, Franz le vio pararse a charlar un momento con Piffke, que se inclinó respetuosamente ante él. Las vendedoras y el señor Schwimmer se pusieron firmes. Un cliente tempranero que quería otra pelota para su perro se encontró completamente abandonado por el momento.
—Mis respetos a sus cucarachas le dijo Dreyer, críptica y jovialmente, a Piffke, acercándose al mostrador detrás del que Franz había buscado refugio momentáneo y fingía estar ocupado con lápiz y papel.
—Muy bien, muchacho, trabaja, trabaja —comentó, con la distraída jovialidad con que se dirigía siempre a su sobrino, a quien ya hacía tiempo había clasificado mentalmente como «cretino», con algún matiz «mariquita» y «sympathisch».
Luego se adelantó, la mano humorísticamente tendida, hacia la joven insensible de madera pintada al que acababan de vestir de tenista. Las vendedoras le habían puesto de nombre Ronald.
Dreyer se detuvo delante de aquel tarugo ataviado con un jersey rojo y estuvo largo tiempo observando con desdén su postura y rostro oliváceo, pensando con algo de tierna emoción en la tarea con que estaba bregando el feliz inventor. Por la manera como Ronald sostenía la raqueta, era evidente que no podría tirar una sola pelota: ni siquiera una pelota abstracta en un mundo de madera. Ronald tenía el estómago contraído, en su rostro relucía una expresión de estúpido engreimiento. Dreyer notó, con estupefacción, que Ronald llevaba corbata. ¡Mira que animar a la gente a ponerse corbata para jugar al tenis!
Se volvió. Otro joven (más o menos vivo, y hasta con gafas) escuchó respetuosamente las instrucciones del jefe.
—A propósito, Franz —añadió Dreyer—, enséñame las mejores raquetas.
Franz obedeció. Emocionado, Piffke observaba la escena de lejos, con mirada llena de ternura. Dreyer escogió una raqueta inglesa. Dio dos sonoros toques a las cuerdas ambarinas, la puso en equilibrio sobre el dorso del dedo para ver si el marco era más pesado que el mango. La hizo girar, imitando bastante bien el saque izquierdo del buen jugador. Tenía trece centímetros y medio, y era cómoda.
—Guárdala debajo de un peso —le dijo a Franz, cuyas gafas se empañaron de emoción.
—Un modesto regalo, una muestra de afecto —añadió, con un golpecito explicativo en el hombro y una última mirada, llena de hostilidad, a Ronald, alejándose luego con Piffke, que trotaba a su vera.
Aunque, estrictamente, no era su deber, Franz abrazó el cadáver de madera y se puso a quitarle la corbata. Mientras lo hacía, no pudo evitar tocar el cuello frío y rígido. Luego le desabrochó un botón muy tirante y le abrió el cuello de la camisa. El cuerpo muerto era de un verde parduzco, con unas manchas oscuras y otras pálidas. Con el cuello abierto, la sonrisa inmóvil y condescendiente de Ronald se volvió todavía más grosera e indecorosa. Ronald tenía debajo de un ojo una mancha marrón oscuro, como si alguien le hubiera dado allí un puñetazo. Ronald tenía la barbilla multicolor. Las ventanas de la nariz de Ronald estaban llenas de polvo negro. Franz trató de recordar dónde había visto él aquel rostro horrible. Ah, sí, claro: pero fue hacía mucho, muchísimo tiempo, en el tren. En el mismo tren donde estaba también una bella dama cuyo sombrero negro adornaba una pequeña golondrina de diamantes. Fría, fragante, como un madonna. Trató en vano de resucitar sus facciones en la memoria.
IX
Las lluvias llegaban con deliberada alegría, con un arranque de entusiasmo. Ya no se limitaban a gotear sin rumbo fijo. Ahora respiraban, hablaban. Cristales violeta, como sales de baño, se disolvían en el agua de lluvia. Los charcos ya no eran de fango líquido, sino de límpidos pigmentos que formaban bellas imágenes, reflejando las fachadas, las farolas, las vallas, el cielo azul y blanco, un empeine desnudo, el pedal de una bicicleta. Dos taxistas gordos, un basurero con su delantal color arena, una doncella cuyo cabello rubio llameaba al sol, un panadero blanco con chanclos relucientes en los pies desnudos, un viejo emigrado barbudo con el cesto de la comida en la mano, dos mujeres con otros tantos perros, y un hombre de gris con sombrero del mismo color se habían congregado en la acera, levantando la vista hacia la torrecilla de un bloque de apartamentos que hacía esquina y donde una veintena de golondrinas se agitaban juntas, conversando estridentemente. Luego, el basurero amarillo hizo rodar su cubo amarillo hasta donde le esperaba el camión, los taxistas volvieron a sus coches, la bonita doncella entró en una papelería, las mujeres siguieron su camino, detrás de sus perros, que husmeaban nuevas pistas con excitación, y el panadero se montó de un salto en su bicicleta; el último en irse fue el hombre de gris, y sólo quedó allí el viejo extranjero con el cesto de la comida y un periódico en ruso bajo el brazo, mirando como en éxtasis a un tejado de su remota Thule.