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Rey, Dama, Valet

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Rey, Dama, Valet
Название: Rey, Dama, Valet
Дата добавления: 15 январь 2020
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Rey, Dama, Valet - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.

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Y entonces ocurrió algo inesperado. En pleno baile Isolda exclamó:

—¡Fijaos!, ¡la cortina!

Todo el mundo miró y era cierto: las cortinas de la ventana se agitaban de manera extraña, cambiaban sus pliegues y se inflaban lentamente. Al mismo tiempo se apagaron las luces. En plena oscuridad comenzó a moverse por la estancia una luz ovalada, los cortinajes se abrieron y en el relucir trémulo apareció de pronto un hombre enmascarado, vestido con guerrera militar y en la mano una linterna amenazadora. Ida dio un cortante chillido. La voz del ingeniero enunció serenamente en la oscuridad:

—Me parece que éste es nuestro simpático anfitrión.

Luego, al cabo de una curiosa pausa, animada por el gramófono, que había seguido cumpliendo su deber en la oscuridad, se oyó la voz trágica de Martha. Tal chillido de aviso emitió que las dos chicas y el conde corrieron hacia la puerta (bloqueada por el alegre Willy). La figura enmascarada prorrumpió en un sonido ronco y avanzó apuntando la luz hacia Martha. Es posible que las chicas estuvieran verdaderamente asustadas. También es posible que uno o dos de los hombres allí presentes empezaran a dudar que se tratase de una broma. Martha, que seguía gritando en petición de ayuda, notó, con fría alegría, que el ingeniero, que se hallaba a su lado, había metido la mano por debajo de su smoking, y sacaba algo del bolsillo del pantalón. Comprendió lo que significaban sus gritos, lo que le inducía a darlos y lo que iban a provocar; y, segura de su actuación, los hizo más y más penetrantes, urgentes, estentóreos.

Franz no pudo soportarlo más. Era el que más cerca estaba del intruso, a quien había reconocido inmediatamente por el corte de sus pantalones de smoking, cortados a la medida; sus ágiles dedos arrancaron la máscara del rostro del intruso, mientras el señor Fatum dominaba al jadeante Willy y encendía las luces. En el centro de la habitación, ataviado con una combinación de bufanda apache y guerrera militar estaba Dreyer, que reía como un loco, agitándose, cayendo al suelo, todo enrojecido y con el pelo revuelto, señalando con el dedo a Martha. Rápidamente decidida a poner fin a su fingido terror, Martha dio la espalda a su marido, se ajustó de nuevo el tirante en el hombro desnudo, y, con toda serenidad, fue en ayuda del gramófono, ahora vacilante. Dreyer, riendo aún, corrió en pos de ella, la abrazó, la besó:

—De sobra sabía que eras tú —le dijo Martha, y, por cierto, era la pura verdad.

Franz llevaba algún tiempo tratando de dominar una sensación de náusea, pero ahora se dio cuenta de que iba a vomitar y salió apresuradamente de la estancia. A sus espaldas continuaba el alboroto: todos reían y gritaban, probablemente agolpándose en torno a Dreyer, apretándole, apretándole, apretándoles a él y a Martha, que se agitaba. Con el pañuelo en los labios, Franz fue derecho al recibidor y abrió de golpe la puerta del retrete. La vieja señora de Wald llegó corriendo como una bomba y desapareció detrás de la curva de la pared.

—Dios mío —murmuró Franz, arrojándose contra el retrete.

Se puso a emitir horribles sonidos, reconociendo en el torrente intermitente una mezcolanza de bebida y comida, de la misma manera en que el pecador, en el infierno, vuelve a gustar el picadillo de su vida. Jadeando pesadamente, limpiándose pulcramente la boca, esperó un momento y luego tiró de la cadena. De vuelta a la sala se detuvo en el recibidor y escuchó. Por la puerta abierta vio reflejado en un espejo el árbol de Navidad, que llameaba siniestramente. El gramófono cantaba de nuevo. Y, de pronto, vio a Martha.

Se volvió rápidamente hacia él, mirando por encima del hombro, como un conspirador de comedia. Estaban solos en la estancia, brillantemente iluminada; del otro lado de la puerta llegaba ruido, risas, los chillidos de un cerdo indefenso, el graznar de un pavo torturado.

—No hubo suerte —dijo Martha—, lo siento, querido.

Sus ojos penetrantes le miraban y miraban al mismo tiempo en torno a él. Luego Martha comenzó a toser, cogiéndose los costados y dejándose caer sobre una silla.

—¿Qué quieres decir, que no hubo suerte?

—No podemos seguir así —murmuró Martha, entre toses—, no puede ser. Fíjate la cara que tienes, estás pálido como la muerte.

El ruido crecía en intensidad y se acercaba a ellos, como si el enorme árbol gritara a través de sus luces.

—... como la muerte —remató Martha.

Franz sintió otro ataque de náusea: las voces avanzaban; Dreyer, sudoroso, pasó a toda prisa junto a ellos, escapando de Wald y del ingeniero, detrás de éstos iban los otros, entre carcajadas y confusas exclamaciones, y Tom, encerrado en el garaje, ladraba a todo ladrar. Y el ruido de la cacería parecía perseguir a Franz, que vomitaba en la calle desierta e iba a su casa haciendo eses. En la esquina de la plaza el andamiaje que protegía como una crisálida al futuro Kino-Palazzo estaba adornado en su cima por un luminoso árbol de Navidad, que también se veía, pero sólo como un diminuto manchón coloreado en el cielo estrellado, desde la ventana del dormitorio de los Dreyer.

—Cualquiera de las dos sería una maravillosa mujercita para el bueno de Franz —dijo Dreyer, desnudándose.

—Eso te parecerá a ti —dijo Martha, hincando una aviesa mirada en el espejo de su tocador.

—Ida, por supuesto, es la más guapa —continuó Dreyer—, pero Isolda, con ese pelo pálido y suelto que tiene, y esa forma suya que parece que jadea cuando uno le está contando algo divertido...

—¿Por qué no la pruebas tú? ¿O a las dos juntas?

—Pues te diré —meditó Dreyer, quitándose los calzoncillos. Se echó a reír y añadió—, amor mío, ¿qué te parece esta noche?, ¡qué diablos!, es Navidad.

—Ni hablar, después de tu estúpida broma —dijo Martha—, y si me cansas con tu lujuria me llevo la almohada al cuarto de los invitados.

—Te diré —repitió Dreyer, metiéndose en la cama y riendo de nuevo.

Nunca las había probado juntas a las dos. Podría ser divertido. Por separado las había probado en dos ocasiones solamente: a Ida hacía tres veranos, de manera completamente inesperada, en los bosques de Spandau, durante una excursión; y a Isolda un poco más tarde, en un hotel de Dresden. Pésimas taquígrafas, pensó, las dos.

Era la primera vez que Franz se acostaba a las cuatro y media de la madrugada. Se despertó a la mañana siguiente con mucha hambre, lleno de bienestar y contento. Recordó placenteramente cómo le había arrancado la máscara al intruso. La estruendosa oscuridad que le había perseguido como una pesadilla se transformaba, ahora que se había rendido a ella, en zumbido de euforia.

Comió en la taberna vecina y volvió a casa a esperar a Martha. A las siete y diez todavía no había llegado. A las ocho menos veinte comprendió que no iba a venir. ¿Esperaría hasta mañana? No se atrevía a telefonear: Martha se lo tenía prohibido, por miedo a que acabara convirtiéndose en una dulce costumbre que, a su vez, podría conducir a que oídos inadecuados captaran alguna frase descuidadamente acariciadora. La urgencia de decirle lo fuerte y lo bien que se sentía, a pesar de tanto vino y tanta carne de venado, y tanta música y tanto terror, era más fuerte en él incluso que el deseo de averiguar si se le había pasado ya el resfriado.

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