Rey, Dama, Valet
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El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.
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¡Amantes! No sabe lo que se dice absolutamente nada de adulterio.
—No eres tú el mejor testigo del mundo —rió Erika—, no te diste cuenta de que yo te engañaba hasta que telefoneó su novia y te lo dijo todo. Me imagino cómo tratas a tu mujer. La quieres, pero no te fijas en ella. La quieres, apasionadamente, sin duda, pero te tiene sin cuidado su interior. La besas y ni te fijas en ella. Siempre has sido de lo más desconsiderado, Kurt, y, en último término, siempre seguirás siendo el mismo: el egoísta absolutamente feliz. No creas, te tengo bien estudiado.
—También yo —dijo él.
Así habla el paje de la Alta Borgoña
que le lleva a la reina la cola,
tra-la-la-la —, su boca, su boca tra-la-la,
por la escalera de mármol, tra-la-la.
—Te diré, Kurt, con toda franqueza, había momentos en que contigo me sentía absolutamente desdichada. Me daba cuenta de que tú lo que hacías era, pues eso, no pasar de la superficie. Tú pones a una persona en una especie de hornacina y te imaginas que allí se quedará sentadita y quieta para siempre. Pero te diré que no es así, que acaba saliéndose de ella, aunque sea a trompicones, y tú te imaginas que sigue sentada allí, y hasta cuando desaparece por completo te da lo mismo.
—Por el contrario, por el contrario —interrumpió él—, lo que soy es la mar de observador. Tú antes tenías el pelo rubio, y ahora lo tienes rojizo.
Como en otros tiempos, Erika le dio un golpecito de fingida exasperación.
—Hace tiempo que he renunciado a enfadarme contigo, Kurt. Anda, ven un día de éstos a tomar café a casa. El otro no vuelve hasta mediados de mayo. Charlaremos y recordaremos los viejos tiempos.
—Desde luego, desde luego —dijo él, sintiéndose de pronto aburrido y dándose cuenta perfectamente de que no tenía la menor intención de hacerlo.
Ella le dio su tarjeta (que él, un par de minutos más tarde, rompió en pedazos y los dejó bien apretados en el cenicero de un taxi); estrechó su mano varias veces al despedirse, sin dejar de charlar a toda prisa. Era curiosa, Erika... Su rostro pequeño, sus pestañas siempre en movimiento, su nariz respingona, su charla apresurada y ronca...
El niño del triciclo también le ofreció la mano y salió pedaleando a todo pedalear, subiendo y bajando las rodillas. Dreyer volvió la vista mientras se alejaba y agitó varias veces el sombrero, le pidió excusas a una farola inoportuna, se puso de nuevo el sombrero, siguió su camino. En general aquel encuentro había sido innecesario. Ahora ya no recordaré a Erika como solía recordarla. Esta Erika número dos se interpondrá siempre en mi memoria, tan apuesta y tan completamente inútil, con el pequeño Vivian, igual de inútil que ella, en su triciclo. ¿Hice bien en insinuarle que no soy muy feliz? ¿Pero de qué manera no soy yo muy feliz? ¿Por qué digo esas cosas? ¿Qué haría yo con una putita caliente en mi cama? Es posible que todo su encanto radique precisamente en su frialdad. Al fin y al cabo, debiera haber un escalofrío en toda sensación de auténtica felicidad. Y su frialdad tiene exactamente ese grado. Erika, con su pelo teñido, no sabe comprender que la frialdad de la reina es la mejor garantía, la mejor lealtad. No debía responder como respondí, y, además, todo lo que me rodeaba, esos charcos que relucían al sol..., no sé, la verdad, por qué tienen que llevar chanclos sin calcetines los panaderos, pero, en fin, todo ríe constantemente en torno a mí, todo reluce, todo está pidiendo que me fije, pidiendo amor, el mundo es como un perro que suplica que jueguen con él. Erika ha olvidado mil pequeños dichos y canciones, ha olvidado ese poema, y ha olvidado a Mimi, con su sombrerito rosado, y el vino de fruta, y el charco de luz de luna en el banco aquella primera vez. Lo que pienso es que mañana voy a quedar con Isolda.
Al día siguiente, Dreyer estuvo muy animado. Dictó a la señorita Reich una carta absolutamente irracional a una empresa antigua y respetable. Por la tarde, en el taller extrañamente iluminado, donde, poco a poco, cobraba vida un milagro, le dio al inventor tales golpes en la espalda que casi le dobló. Llamó a casa para decir que llegaría tarde a cenar, y cuando llegó, hacia las diez y media, le tomó el pelo al pobre Franz, examinándole sobre el arte de yender, haciéndole preguntas absurdas, como, por ejemplo: ¿Qué harías si mi mujer entrase en tu departamento, y así, por las buenas, robase a Ronald ante tus mismos ojos? Franz, para quien el humor, y sobre todo el humor de Dreyer, era algo abstracto, se limitaba a abrir los ojos y las manos. Esto a Dreyer, que era fácil de divertir, le hacía gracia. Martha jugueteaba con una cucharilla de té, tocando con ella el vaso de vez en cuando y parando la vibración con un dedo frío.
En el transcurso de aquel mes, ella y Franz habían investigado varios métodos nuevos, y, como en los casos anteriores, Martha hablaba de este o aquel procedimiento con tan escueta sencillez que Franz no sentía en absoluto miedo o incomodidad, y es que en su interior estaba teniendo lugar un extraño reajuste de emociones. Dreyer se había escindido. Por un lado, estaba el Dreyer peligroso y tedioso, que andaba, hablaba, la atormentaba, prorrumpía en carcajadas; y por el otro, un Dreyer puramente esquemático, que se había separado del primero: un naipe estilizado, un dibujo heráldico. Y era a este último Dreyer al que había que destruir. Todos los medios de aniquilación de que hablaban se ferefían exclusivamente a esta imagen esquemática. Este Dreyer número dos era muy apropiado para manipular. Era bidimensional e inmóvil. Se parecía a esas fotos de parientes cercanos cuidadosamente recortadas y reforzadas con cartulina, que la gente, amiga de los efectos facilones, pone de adorno en sus escritorios. Franz no se daba cuenta de la sustancia especial y del aspecto estilizado de este personaje inanimado, y, en consecuencia, no se detenía tampoco a indagar la razón por las que aquellas siniestras conversaciones resultaban tan fáciles e inocuas. La verdad era que Martha y él hablaban de dos personas distintas: la de Martha era un hombre tan gritón que ensordecía; intolerablemente vigoroso y vivaz; la amenazaba con un príapo que ya una vez le había causado una herida casi mortal; se atusaba el obsceno bigote con un cepillo de plata; roncaba por la noche con triunfantes resonancias. La de Franz, en cambio, era un hombre insulso e inánime, se le podía quemar o hacer pedazos, o simplemente tirarlo a la papelera como una foto rota. Esta esquiva y fugaz geminación estaba ya en ciernes cuando Martha rechazó el veneno, calificándolo de «medio inadecuado para acabar con la vida humana» (fragmento de sutil legalismo que la sufrida enciclopedia explicaba con todo detalle), y, en cualquier caso, incompatible con las costumbres modernas. Comenzó a hablar de armas de fuego. Su gélida racionalidad, combinada con una torpe ignorancia, daba resultados bastante fantásticos. Recurriendo subliminalmente a aliados sacados de lo más hondo de su memoria, recordando sin darse cuenta detalles de muertes a tiros leídas en novelas baratas y plagiando así la infamia (acto que, después de todo, solamente Caín había evitado), Martha acabó proponiendo lo siguiente: primero, Franz compraría un revólver; luego («ah, y, a propósito», interrumpió Franz, «yo sé disparar»): bueno, pues muy bien, así es mejor («Aunque, querido, hazte cargo, tendrás que entrenarte un poco en algún sitio tranquilo, donde nadie te vea»). El plan era el siguiente: Martha entretendría a Dreyer abajo hasta media noche («¿Que cómo me las voy a arreglar?», «haz el favor de no interrumpir, Franz, las mujeres sabemos hacer esas cosas»). A media noche, mientras Dreyer celebrara con champán la súbita mansedumbre de su esposa, Martha iría a la ventana de la habitación contigua, descorrería la cortina, permanecería allí un rato con una copa de champán burbujeante en la mano levantanda. Esta sería la señal. Desde su puesto junto a la valla del jardín, Franz la vería con toda claridad en el centro del rectángulo iluminado. Ella entonces dejaría abierta la ventana y volvería a la sala, donde Dreyer estaría esperando, sentado en el diván, con la ropa en desorden, bebiendo champán y comiendo bombones. Franz, sin perder tiempo, saltaría la puerta del jardín en la oscuridad («Eso es fácil; claro que tiene puntas de hierro, pero tú eres un estupendo deportista») y, corriendo, cruzaría el jardín, pero de puntillas, para no dejar huellas delatoras, entraría por el ventanal, que estaría entrabierto. La puerta de la sala estaría también abierta. Desde el umbral mismo dispararía media docena de veces, una detrás de otra, en rápida sucesión, como hacen en las películas norteamericanas, y, antes de desaparecer, para guardar las apariencias, le robaría al muerto la cartera y, posiblemente, se llevaría también los dos candelabros antiguos de plata que había en la repisa de la chimenea. Y, sin más, se iría por donde había venido. Ella, entre tanto; subiría a todo correr al piso de arriba, se desnudaría, se metería en la cama. Y nada más.