Rey, Dama, Valet
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El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.
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—No, por supuesto que, no, por Dios, ¡Dios mío!, qué va, lo que pasa es que tenemos que buscar un sistema que no nos falle.
—Rápido, querido mío, mucho más rápido, ¿es que no oyes el ritmo...?
Ya no estaban ensamblados en el canapé, sino bailando el foxtrot entre relucientes mesas blancas, en la pista brillantemente iluminada de un café. La orquesta tocaba jadeante. Entre los bailarines había un negro norteamericano, muy alto, que sonrió, tolerante, a la apasionada pareja que chocó contra él y su rubia acompañante.
—Lo encontraremos, lo tenemos que encontrar —continuó Martha, charlando rápidamente, al compás de la música—, después de todo estamos en nuestro derecho.
Franz vio su ojo dulce y ardiente, y el lóbulo, color geranio, de su pequeña oreja debajo de la cinta suave y tirante. Si pudieran seguir deslizándose así para siempre, un interminable moverse en un vacío de deleites, sin separarse nunca, nunca, de ella... Pero la tienda seguía siendo una realidad, donde él tenía que inclinarse y moverse como un muñeco jovial, y seguían siendo realidad las noches en que, como un muñeco muerto, yacía en su cama, de cara al techo, sin saber si estaba dormido o despierto, y ¿quién sería ese que iba arrastrando los pies, doblando cada paso, y susurrando por el pasillo, y por qué le zumbaba sincopado el sonido del despertador en la oreja? Pero digamos que estamos despiertos, y aquí viene el viejo Enricht, con sus cejas pobladas, trayendo dos tazas de café, ¿y por qué dos? ¡Y qué deprimentes, esos calcetines de seda desgarrados en el suelo!
Una de estas mañanas confusas y borrosas, un domingo, paseando él y Martha, que llevaba su vestido color canela, con todo decoro por el jardín espolvoreado de nieve, ella, sin decir nada, le mostró una instantánea que acababa de recibir de Davos. En la foto se veía a Dreyer, sonriente, con un traje escandinavo de esquiar y un bastón en cada mano; sus esquíes eran perfectamente paralelos, y en torno a él todo era nieve reluciente, y sobre la nieve se veía la sombra de los hombros estrechos del fotógrafo.
Cuando el fotógrafo (esquiador también y profesor de inglés, un cierto Vivian Badlook) terminó de hacer la foto y se incorporó, Dreyer, sin dejar de sonreír, adelantó su esquí izquierdo; pero como estaba en una ligera pendiente, el esquí se adelantó más de lo que su dueño había pensado, haciéndole caer pesadamente de espaldas entre un gran agitarse de bastones, mientras las dos chicas pasaban como rayos junto a él chillando de risa. Dreyer estuvo un rato tratando en vano de enderezar los condenados esquíes, y su brazo seguía hundiéndose en la nieve hasta el codo. Para cuando, por fin, pudo levantarse, desfigurado por la nieve, y ponerse los guantes de esquiar incrustados de nieve, y comenzar de nuevo, con cautela, a deslizarse pendiente abajo, su rostro tenía una expresión llena de solemnidad. Había soñado con ejecutar toda clase de figuras de gran esquiador, volando pendiente abajo, girando en ángulo agudo entre una nube de nieve, pero estaba claro que no era esa la voluntad de Dios. En la instantánea, sin embargo, parecía un verdadero esquiador, y la estuvo admirando un rato antes de meterla en el sobre. Aquella mañana, asomado a la ventana con su pijama amarillo y mirando a los alerces contra el cielo color cobalto, reflexionó que ya llevaba dos semanas allí y, a pesar de todo, tanto su esquiar como su inglés eran peores que el invierno anterior. De la carretera azul de nieve llegaba el tintinear de campanillas de trineo: Isolda e Ida reían en el cuarto de baño como tontas; pero, en fin, todo tiene un límite. Recordó, con una punzada de complacencia, al inventor, que, sin duda, estaría ya trabajando en el laboratorio que él le había facilitado; recordó también cierto número de proyectos, igualmente curiosos, relacionados con la ampliación del gran almacén «Dandy». Pensando en todo esto echó una ojeada a la pendiente nevada, surcada por huellas de esquíes, y decidió volver a casa antes de tiempo, dejando a sus amiguitas que se las arreglaran solas con sus propios recursos, que no eran de despreciar. Y se le ocurrió otra idea divertida, que deliberadamente mantenía en el fondo de su mente: tendría gracia volver inesperadamente a casa y coger a Martha desprevenida, y ver si le recibía con una radiante sonrisa de sorpresa o con su habitual aspereza irónica, como era seguro que haría si se le ocurría advertirla de su llegada. A pesar de su agudo sentido del humor, Dreyer era demasiado ingenuo en su egocentrismo para pensar en lo mucho que esos regresos inesperados habían sido explotados ya por los autores de cuentos eróticos.
Franz desgarró la foto, haciéndola pedacitos, que el viento se llevó por el césped húmedo.
—Tonto —le dijo Martha—, ¿por qué hiciste eso? Es seguro que me preguntará si la pegué en el álbum.
—Es que cualquier día voy a acabar rompiendo también el álbum en pedazos —dijo Franz.
Tom, impaciente, llegó corriendo hacia ellos: esperaba que Franz le tiraría una pelota o un guijarro, pero una rápida búsqueda decepcionó sus ilusiones.
Un par de días más tarde, Frieda recibió permiso para ir a pasar el fin de semana con la familia de su hermano, que era bombero en Potsdam, la estrella más rembrandtianamente brillante de su lúgubre horizonte. Tom se vio obligado a pasar más tiempo aún en casa del jardinero, junto al garaje sin coche. Martha y Franz, cediendo a su combativo deseo de imponer su personalidad, de sentirse libres y gozar de su libertad, decidieron, aunque sólo fuera por una noche, vivir enteramente a su aire: iba a ser un ensayo general de su futura felicidad.
—Hoy tú eres aquí el amo —le dijo ella—, aquí tienes tu cuarto de trabajo, éste es tu sillón, aquí está el periódico si quieres leerlo: mira, la bolsa sube.
Franz se quitó la chaqueta y fue a paso lento por todas las habitaciones, como pasándoles revista al regresar al hogar después de un viaje largo y difícil.
—¿Todo en orden?, ¿está contento mi señor?
Franz le pasó la mano en torno al hombro y los dos se quedaron quietos ante el espejo. Franz estaba mal afeitado aquella noche, y en lugar de chaleco se había puesto un jersey rojo oscuro bastante usado; Martha también se había vestido de manera muy casera y sencilla. Su cabello, recién lavado, no le caía liso, y el jersey de lana tampoco le sentaba nada bien, pero entonaba con el ambiente a pesar de todo.
—Los señores de Bunbendorf. ¿Te acuerdas? Un día estábamos tú y yo como ahora, y yo convencida de que me besarías, pero no me besaste.
—Ahora tengo una pulgada más de altura —dijo él, riendo—, mira, somos casi igual de altos.
Se dejó caer sobre el sillón de cuero y ella se le sentó en el regazo, y, como había engordado algo y pesaba más, se sintieron los dos más a gusto.
—Me encanta tu oreja —dijo él, hozando con la nariz fruncida, como un caballo, hasta levantarle un mechón de pelo.
Un reloj comenzó a sonar suave y melódicamente en la estancia contigua. Franz rió bajo.
—Imagínate si llegase ahora, de pronto, así, sin más. —¿Quién? —preguntó Martha—, no sé de quién estás hablando. —Me refiero a él. Si apareciera ahora, de pronto. Tiene una manera muy furtiva de abrir las puertas.