Rey, Dama, Valet
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El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.
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El hombre del sombrero gris se fue despacio, mirando de soslayo, a causa de los súbitos destellos en zigzag que despedían los parabrisas que pasaban. Algo que había en el aire producía una agradable sensación de vértigo, oleadas alternas de calor y frío pasaban por su cuerpo debajo de la camisa de seda, una rara ligereza, un aleteo etéreo, una pérdida de identidad, de nombre, de profesión.
Acababa de comer y, en teoría, tenía que volver a su despacho; pero era el primer día de primavera y toda idea de «despacho» se había desvanecido rápidamente de su cerebro.
Se le acercaron por la parte soleada de la calle una dama con el pelo corto y abrigo de astracán y, junto a ella, un niño de unos cuatro años, vestido de marinero y montado en un triciclo.
—¡Erika! —exclamó el hombre, y se detuvo, abriendo los brazos.
El niño, pedaleando con toda su fuerza, pasó a su lado pero su madre se detuvo, pestañeando a la luz del sol.
Estaba ahora más elegante, las facciones de su rostro móvil, inteligente, semejante al de un pájaro, parecían más delicadas incluso que antes. Pero el aura, la llama de su antiguo encanto, había desaparecido. Tenía veintiséis años cuando se separaron.
—Te he visto dos veces en ocho años —dijo ella, con su voz de siempre: fina, rápida y algo estridente, una vez pasaste junto a mí en un coche descapotable, y la otra fue en el teatro... Ibas con una señora alta y oscura. Era tu mujer, ¿no? Yo estaba sentada...
—Sí, justo, justo —dijo él, riendo de contento y sopesando en su gran palma la manecita de ella, con su guante blanco muy ajustado—, pero lo último que me esperaba era verte por aquí hoy, aunque es el mejor día posible para verse. Te creía de vuelta en Viena. La obra que representaban aquel día era «Rey, Dama, Valet», y ahora están haciendo la película. También te vi yo a ti. Y dime, ¿qué tal te va?, ¿te has casado?
Ella le hablaba al mismo tiempo, de modo que resulta difícil registrar su diálogo. Haría falta tener un pentagrama, con dos claves. Cuando él decía:
—Pero lo último que me esperaba..., ella proseguía:
—... a diez butacas o así de distancia de donde tú estabas. No has cambiado nada, Kurt, sólo el bigote, que ahora lo llevas recortado. Sí, éste es mi hijo. No, no me he casado. Sí, casi siempre en Austria. Sí, sí, «Rey, Dama, Valet».
—Siete años —dijo el viejo Kurt—, vamos a dar un paseo juntos (guiando el triciclo del niño, que estaba encantado, hacia un pequeño parque público), te diré, sólo vi el primer..., no, hasta allí no llegué...
—... ¡millones! De sobra sé que estás ganando millones. Pues yo, la verdad, tampoco puedo quejarme...
—«Bueno, no tanto —interrumpió Kurt—, pero anda, dime...
... soy muy feliz, después de ti no tuve más que cuatro amantes, pero, para compensar, cada uno era más rico que el anterior, y ahora estoy lo que se dice bien situada. Su mujer tiene tuberculosis, es hija de un general, y vive en el extranjero. Por cierto, acaba de irse a pasar un mes con ella en Davos.
—Santo cielo, si estuve yo allí pasando las Navidades.
—Es mayor, y muy elegante. Y me adora. Y tú, Kurt, dime, ¿eres feliz?
Kurt sonrió y dio un empujoncito al niño de azul, que había llegado a un cruce de caminos: el niño se le quedó mirando con los ojos muy abiertos, y luego, haciendo un ruido como de claxon, siguió pedaleando.
—... no, su padre es un joven inglés. Ah, y mira, lleva el pelo justo como yo, sólo que el suyo es todavía más rojizo. Si me lo llegan a decir entonces, cuando estábamos en aquella escalinata...
El escuchaba su rápida charla, recordando mil insignificancias: un viejo poema que ella gustaba de repetir («Soy el paje de la alta Borgoña»), chocolatinas de licor («No, ésta también tiene mazapán —siempre mazapán para la pequeña Erika—, las prefiero de curasao o, por lo menos, de Kirsch»), los panzudos reyes de piedra a la luz de la luna del Tiergarten, tan dignos en la noche primaveral, con las lilas en esponjosa flor bajo luces de arco voltaico, formas móviles contra la escalinata blanca, dulces aromas, Dios mío..., aquellos dos breves años de felicidad, cuando Erika había sido su amante, los recordaba ahora como una serie irregular de insignificancias semejantes a éstas: el cuadro hecho con sellos de correos que tenían en su sala, su manera de sentarse y levantarse del sofá, de un salto, o de sentarse sobre sus manos, o de moteársele súbitamente el rostro de rápidas manchitas, o La Bohème, que tanto le gustaba, las excursiones por el campo, donde bebían vino de fruta en alguna terraza, el broche perdido en una de ellas... Todos los recuerdos frívolos, vaporosos, patéticos, revivieron en su interior mientras Erika le hablaba a toda velocidad de su apartamento nuevo, de su piano, de los negocios de su amante.
—¿Por lo menos eres feliz, Kurt? —volvió a preguntar.
—Acuérdate... —dijo él, y cantó, desafinando, pero con sentimiento—, «Mi chiamano Mimi...»
—Ya no soy bohemia —rió ella, moviendo ligeramente la cabeza—, pero tú sigues siendo el de siempre, Kurt (formó varias palabras seguidas con aquella boca que ya no le enloquecía, pero no dio con la que buscaba), tan... tan falto de sentido común.
—Tonterías, puras tonterías —dijo él, y dio otro empujoncito al niño, que lo esperaba, encogido sobre el manillar; trató de acariciarle la cabellera rizada, pero ya estaba demasiado lejos.
—No has contestado a mi pregunta: ¿eres feliz? —insistió Erika—, haz el favor de decírmelo.
La cadencia del poema le seguía rondando la memoria, y lo citó:
Sus labios eran pálidos, pero cuando besaba
se volvían de un rojo reluciente,
y aunque el final se adivina fácilmente,
prefiero callar lo que no te he contado
de una reina sobre los abrazos.
—¿No te acuerdas, Erika?, lo solías recitar tú, con muchas reverencias, ¿pero es que no te acuerdas?
—Claro que no. Pero lo que te preguntaba, Kurt, ¿te quiere tu mujer?
—Te diré, no sé cómo explicártelo. Verás... No es lo que podríamos llamar una mujer apasionada. No hace el amor en un banco del parque, o en un balcón, como las golondrinas.
—¿Pero te es fiel, tu reina?
-Ihr' blasse Lippe war rot im kuss...
—Seguro que te engaña.
—Te digo que es fría y razonable, y se sabe dominar muy bien.