Rey, Dama, Valet
Rey, Dama, Valet читать книгу онлайн
El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.
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—Ah, ya, te refieres a mi difunto marido —dijo Martha, con voz humosa—,..., no mi difunto era una hombre muy protocolario. Me lo advertiría. No, nada de eso, Franz, y menos ahora, todo lo más después de cenar. Yo diría que lo que él quería era servir de ejemplo a su mujercita, que a lo mejor le copiaba esos trucos y le visitaba. También inopinadamente..., ya le dije que no lo haría..., en esa habitacioncita con un canapé que tiene detrás de su despacho. Silencio. Bienestar conyugal. —El difunto —rió Franz—, el difunto.
—¿Le recuerdas bien tú? —murmuró Martha, frotando la nariz contra el cuello de Franz. —Vagamente, ¿y tú? —Tenía el vientre cubierto de vello rojizo, y...
Y se puso a describir las partes del muerto de una manera atroz y completamente inexacta.
—Aj —dijo Franz—, me vas a hacer vomitar. —Franz —dijo ella, los ojos relucientes de risa—, ¡nadie se enterará jamás!
Y él, acostumbrado ya por completo a la idea, completamente manso y sanguinario ya, asintió en silencio. Un cierto entumecimiento invadía sus miembros inferiores.
—Y lo hicimos tan limpiamente, con tal sencillez —dijo Martha, entrecerrando los ojos, como si estuviera recordando—, ni la más pequeña sospecha. Lo que se dice nada. ¿Y por qué, señor mío? Pues porque el destino está de nuestra parte. No podía haber sido de otra manera. ¿Te acuerdas del funeral? ¿De los tulipanes que trajo Piffke? ¿Y de las violetas de Isolda y de Ida, que se las compraron a un mendigo de la calle?
El, sin decir nada, volvió a asentir.
—Fue cuando el último deshielo. Teníamos flores en el mirador. ¿Te acuerdas? Yo todavía tosía, pero ya era una tos suave, húmeda, encantadora. Ah, cómo nos quitamos de encima el último estorbo...
Franz dio un respingo. Otra pausa.
—Te diré, se me están cansando las rodillas. No, espera. No te levantes. Hazte un poco a un lado. Así, justo.
—Mi tesoro, mi todo —exclamó ella—, mi queridísimo marido. Jamás pensé que pudiera haber un matrimonio como el nuestro.
Franz pasó los labios por el cuello caliente de ella y dijo:
—¿No crees que ya es hora de que tú y yo nos echemos un poco?
—¿Y qué te parecería un poco de carne fría y cerveza? ¿No? Bueno, de acuerdo, podemos comer después.
Martha se levantó, apoyándose con fuerza contra él, estirándose al mismo tiempo con toda su energía.
—Vamos arriba —dijo, bostezando de satisfacción—, a nuestro dormitorio.
—¿Crees que debiéramos? —preguntó Franz—, yo casi lo haría aquí.
—No, nada de eso. Hale, levántate. Ya son más de las diez.
—Es que, veras..., me da un poco de miedo el difunto —dijo Franz, mordiéndose el labio.
—No te preocupes, hombre, todavía tardará una semana o así en volver. Eso es tan seguro como que nos vamos a morir. ¿De qué puedes tener miedo? ¡So tonto! ¿O es que no te apetezco?
—¡Y mucho! —dijo Franz—, pero tienes que tapar su cama. No la quiero ver. Me repelería.
Ella apagó las luces de la sala y Franz la siguió por una escalera interior, corta y crujiente; luego fueron por un pasillo color azul bebé.
—¿Pero por qué caminas de puntillas? —exclamó Martha, riendo a todo reír—, ¿es que no hay manera de meterte en la cabeza que tú y yo estamos casados? ¡Casados!
Le enseñó el cuarto trastero que ella usaba para sus ejercicios de yoga, su tocador, el cuarto de baño que compartía con su marido, y, finalmente, el dormitorio conyugal.
—El difunto solía dormir en esa cama —dijo—, pero, naturalmente, hemos cambiado las sábanas. Deja, la voy a tapar con esta piel de tigre. Así. ¿Te quieres lavar o algo?
—No, te espero aquí —dijo Franz, mirando una muñeca de trapo que había en la mesita de noche.
—Bueno, de acuerdo. Desnúdate rápido y métete en mi cama. Estoy impaciente.
Dejó la puerta entreabierta. Su falda plisada y su jersey estaban ya tirados en una silla. Del retrete, al otro lado del pasillo, le llegó el ruido espeso y rápido de su hermana, haciendo aguas. Paró. Martha volvió al dormitorio.
Franz, de pronto, sintió que en este cuarto frío, hostil, insoportablemente blanco, donde todo le recordaba al difunto, le era imposible desnudarse, tanto menos hacer el amor. Miró a la otra cama con una sensación de repungancia y miedo.
Aguzó el oído. Le pareció oír una puerta abajo, seguida de pasos furtivos. Corrió al pasillo. Al mismo tiempo vio salir del cuarto de baño a Martha, completamente desnuda.
—¡Pasa algo! —susurró—, ya no estamos solos. ¿No oyes ruido? Martha frunció el ceño. Se envolvió en una bata y fue por el pasillo. Se detuvo al final, ladeando la cabeza. —¡De verdad...! ¡Lo he oído!
—También yo tuve una sensación rara —dijo Martha, en voz baja—, ya me figuro, queridín, que te vas a quedar muy contrariado, pero lo mejor es que dejemos esta locura y te vayas. Mañana voy a verte como siempre.
—¿Pero no me verá nadie abajo?
—No hay nadie abajo, Franz. Hale, toma mis llaves. Mañana me las devuelves.
Le acompañó hasta la escalera principal, aguzando aún el oído. Estaba tan desconcertada e inquieta como él.
¡Ah! Abajo, en el recibidor, resonaron golpes sordos y fuertes.
Franz se paró, cogido al pasamano, pero ella se echó a reír, aliviada.
—Ya sé lo que es —dijo—, es el retrete de abajo, que a veces hace estos ruidos por la noche cuando hay mucho viento y no está bien cerrado.
—La verdad es que me había asustado —dijo Franz.
—Es igual, lo mejor será que te vayas, querido mío. No debemos arriesgarnos. Cierra bien esa puerta al pasar, hazme el favor.
Franz la abrazó. Martha se dejó besar en el hombro desnudo, abriendo con sus propias manos en encaje de la bata para facilitarle ese obsequio de despedida. Siguió erguida en el descasillo de la escalera azul, teatralmente iluminada, hasta que Franz, con un guiño final, desapareció.
Le golpeó el rostro un viento fuerte y limpio. El sendero de gravilla crujía agradablemente bajo sus pies. Franz respiró hondo; luego se le escapó una maldición. ¡Qué pecaminosa y bella era Martha! Se sintió de nuevo todo un hombre! ¿Por qué sería tan cobarde? ¡Y pensar que un cadáver, un espectro, le había echado de la casa donde él, Franz, era el verdadero amo y señor! Iba murmurando (cosa que, últimamente, le ocurría con frecuencia), a pasos rápidos por la acera oscura. De pronto, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, comenzó a cruzar la calle en diagonal por un lugar donde siempre la cruzaba cuando iba camino de casa.