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Rey, Dama, Valet

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Rey, Dama, Valet
Название: Rey, Dama, Valet
Дата добавления: 15 январь 2020
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Rey, Dama, Valet - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.

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—Santo cielo, qué resfriado. Tienes dentro una verdadera orquesta de resuello.

—Hazme el favor de ahorrarte tus metáforas, y guarda el libro ése en cualquier sitio —dijo Martha—, los invitados están al llegar. Ah, y el diccionario también. No hay nada más antipático que un diccionario en una silla.

— All right, my treasury—respondió él en inglés, y se alejó con sus libros, lamentando mentalmente la pronunciación indecisa de su escaso, pero exacto vocabulario.

La silla, junto a la reja incandescente, estaba ahora vacía, pero era igual. Martha sentía con todo su ser su presencia allí, detrás de la puerta, en la habitación contigua, y en la otra, y en la otra; la casa era sofocante por causa de él; los relojes tictaqueaban haciendo un esfuerzo, y las servilletas, frías y plegadas, se erguían opresivas en la mesa festiva con una rosa estrangulada en cada florero, uno por invitado, pero ¿cómo vomitarle, cómo volver a respirar libremente? Ahora le parecía a Martha que su vida siempre había sido así, que le había odiado sin esperanza desde los primeros días, y las primeras noches, de su matrimonio, cuando Dreyer no hacía otra cosa que magrearla y lamerla como un animal, en una habitación de hotel cerrada con llave, en la blanca Salzburgo. Y ahora se había convetido en un obstáculo en su camino, de modo que no le quedaba otro remedio que quitárselo de encima, de la manera que fuese, para poder proseguir su vida recta y sencilla. ¿Cómo se atrevía Dreyer a ponerle a ella en la tesitura de recurrir a las complicaciones del adulterio? ¿Cómo se atrevía a ponerse delante de ella en la cola? Nuestro enemigo más cruel es menos odioso que el extraño fornido cuya espalda serena y apacible nos impide abrirnos camino hasta la taquilla del teatro o hasta el mostrador de la salchichería. Martha se paseaba de un extremo a otro del cuarto, tamborileó con los dedos contra una ventana. Arrancó una hoja enferma de ciclamino, se sentía a punto de ahogarse. En aquel momento oyó el timbre de la calle. Martha comprobó su peinado y fue a buen paso al cuarto de estar, para hacer elegantemente su aparición, como llegando de lejos al encuentro de sus invitados.

Durante la media hora siguiente, el timbre sonó sin cesar. Los primeros en llegar fueron, inevitablemente, los Wald, en su limusina Debler; luego Franz, temblando de frío; y el conde, con un ramo de mediocres claveles; y casi al mismo tiempo, un fabricante de papel con su mujer; luego, dos chicas gritonas, medio desnudas, mal arregladas, cuyo difunto padre habría sido socio de su anfitrión en días más felices; a continuación, el escuálido y taciturno director de la empresa se seguros Fatum; y un ingeniero civil de mejillas sonrosadas que venía por triplicado, es decir, acompañado de una hermana y un hijo que se parecía cómicamente a él. Los invitados fueron calentándose y fundiéndose hasta formar un solo ser de muchos miembros pero, por lo demás, no excesivamente complejo, que emitía alegres sonidos y bebía y daba vueltas. Sólo Martha y Franz se sentían incapaces de identificarse así mismos, como mandan las leyes de una animada fiesta, con aquella gente jovial, coloradota, palpitante. Ella veía con alegría lo insensible que se mostraba Franz a los encantos, prácticamente desnudos, de las dos muchachas, ordinarias y casi idénticas, con sus brazos repulsivamente flacos, sus espaldas serpenteantes, sus traseros insuficientemente vapuleados. «La vida es injusta, está visto: dentro de diez años esas dos seguirán siendo un poco más jóvenes de lo que yo soy ahora, y también Franz.»

De vez en cuando sus ojos y los de Franz se encontraban, pero, incluso sin mirarse, ambos sentían la cambiante correlación de sus respectivos paraderos: mientras Franz cruzaba en diagonal la sala con un vaso de ponche para Ida, o para Isolda —no: para la vieja señora Wald—, Martha estaba poniéndole un gorro de papel al calvo Willy en el otro extremo del cuarto; y cuando Franz se sentaba y se ponía a escuchar lo que le quería decir la hermana, sonrosada y feúcha, del ingeniero, Martha estaba conjuntando la línea recta y la oblicua al ir, cargada de entremeses, de donde estaba Willy hasta la puerta, y luego de la puerta a la mesa del comedor. Franz encendía un cigarrillo y Martha ponía una mandarina en un plato. De la misma manera siente el jugador de ajedrez, con los ojos vendados, que el alfil caído en la trampa y la veleidosa reina de su adversario se mueven en irreversible relación recíproca. Y ni un solo instante se interrumpió. Martha, y sobre todo Franz, sentían la existencia de esta invisible figura geométrica: eran dos puntos que se movían por ella, la relación mutua entre estos dos puntos podía seguirse en cualquier momento; y, aunque parecían moverse independientemente el uno del otro, en realidad estaban fuertemente ligados por sus inexorables líneas.

El parquet estaba ya cubierto de papeles de colores; alguien había roto su vaso y estaba ahora, inmóvil y mudo, con los dedos pegajosos abiertos. Willy Wald, ya bebido, con su gorro dorado y sus cintas de papel a modo de guirnaldas, los inocentes ojos azules abiertos de par en par, contaba por enésima vez al conde ceñudo su reciente viaje a Rusia, elogiando ardientemente el Kremlin, el caviar, los comisarios. Poco después, Dreyer, acalorado y sin chaqueta, con el cuchillo de chef todavía en la mano y el gorro de chefen la cabeza, se llevó a Willy a un lado y se puso a susurrarle algo al oído, mientras el sonrosado ingeniero seguía contando a los demás invitados el caso de los tres individuos enmascarados que, una noche de Navidad, habían entrado en su casa y robado a todos sus invitados. El gramófono prorrumpió en una canción en la salita contigua. Dreyer se puso a bailar con una de las hermanas guapas y luego se pegó a la otra, y las dos rieron como tontas, curvadas y desnudas sus espaldas flexibles mientras él trataba de bailar con las dos al tiempo. Franz estaba junto a los cortinajes de la ventana, lamentando no haber tenido tiempo todavía para aprender a bailar. Vio la mano blanca de Martha sobre el hombro negro de alguien, luego su perfil, luego la marca de nacimiento que tenía bajo el omoplato izquierdo y el dedo gordo de alguien que la oprimía, y de nuevo su perfil de Virgen, y otra vez la uva pasa en la crema; sus piernas, enfundadas en seda reluciente, que el borde de su falda corta dejaba al descubierto hasta la rodilla, se movían de acá para allá y parecían (con sólo mirarlas) pertenecer a una mujer que no supiese qué hacer consigo misma a fuerza de desasosiego y expectación: tan pronto avanza despacio como de prisa, por aquí o por allá, se gira bruscamente, avanza otra vez en su intensa impaciencia. Martha bailaba automáticamente, como sintiendo, más que el ritmo de la música, sus cambios sincopados entre ella y Franz, que seguía en pie junto a los cortinajes, con los brazos cruzados y los ojos en constante movimiento. Se fijó en Dreyer, que estaba entre las cortinas; sin duda había abierto un poco la ventana, porque ahora hacía más fresco en la habitación. Mientras bailaba no dejaba de mirar a Franz: allí seguía, querido centinela. Buscaba Martha con los ojos a su marido: se había ido de la habitación, y ella entonces se dijo que la súbita frescura y bienestar que sentía se debían indudablemente a su ausencia. Al pasar más cerca de Franz le envolvió en una mirada de tan familiar significado que le hizo perder la compostura y sonreír al ingeniero, cuyo rostro le pasó por delante al azar de las vueltas y revueltas del baile. Una y otra vez dieron cuerda al gramófono, y entre muchos pares de piernas vulgares relampagueaban aquellas piernas fuertes, gráciles, encantadoras, y Franz, embriagado por el vino y las piruetas de los bailarines, notó que un cierto tumulto terpsicórico se revolvía en su pobre cabeza, como si todos sus pensamientos estuvieran aprendiendo a bailar el foxtrot.

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