Rey, Dama, Valet
Rey, Dama, Valet читать книгу онлайн
El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.
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—Y dale. Otra vez te enfadas.
—Pues claro que me enfado. Pero no contigo, sino con el destino. Verás, Franz..., no, no entenderías.
—Claro que entenderé —dijo Franz.
—Bueno, entonces te lo digo. Verás, la gente, en general, hace toda clase de planes, pero nunca se tiene en cuenta una posibilidad: la muerte. Es como si nunca fuese a morir nadie. Y haz el favor de no mirarme como si estuviera diciendo algo indecente.
Tenía ahora la misma expresión extraña de la noche anterior, cuando trataba de imitar a un policía.
—Me tengo que ir, es hora —dijo Martha frunciendo el ceño. Se levantó y se miró al espejo.
—Ya venden árboles de Navidad por la calle —añadió, alzando los codos para ponerse el sombrero—, quiero comprar uno, un abeto enorme y carísimo, y muchísimos regalos para adornarlo. Hazme el favor de darme cuatrocientos veinte marcos, estoy sin blanca.
—Y también estás muy antipática —suspiró Franz.
La acompañó a la puerta y bajó con ella por las escaleras oscuras. Fueron juntos hasta la plaza. Los obreros habían empezado ya la fachada del cine nuevo. La acera muy resbaladiza, el cielo relucía bajo las farolas.
—¿Quieres que te diga una cosa, querido mío? —dijo Martha, despidiéndose de él en la esquina—, hoy podía haberme puesto de luto riguroso. Y me habría sentado la mar de bien. Es pura casualidad que no me veas de luto. Medita bien esto que te digo sobrinito mío.
Y entonces ocurrió justo lo que ella quería: Franz la miró, abrió la boca y rompió a reír. Y ella hizo lo mismo. Un señor que estaba cerca de ellos esperando a que su fox terrierse decidiese a bautizar una farola, echó a la alegre pareja una mirada de aprobación y envidia.
—De luto —dijo Franz, ahogándose de la risa. Y ella asintió, risueña—, de luto —repitió Franz, sofocando con la palma de la mano una estentórea carcajada. El hombre del fox terrierse alejó moviendo la cabeza—, la verdad es que te adoro —articuló Franz con voz débil, y estuvo bastante rato mirándola con ojos húmedos.
Sin embargo, en cuanto se hubo alejado camino de casa, la expresión de Martha cambió, se volvió a poner seria, mientras Franz se limpiaba los cristales de las gafas con el pañuelo y se dirigía a la suya dando un paseo y riendo para sus adentros:
«Sí, justo, fue pura casualidad. Con sólo que el dueño del coche hubiera estado sentado junto al chófer. Imaginémosle allí sentado. Pues ella hoy sería... viuda. Y viuda rica. Una adorable amante, una maravillosa esposa. Y con qué gracia lo dijo: lo tuyo es miel; lo de él, veneno. Y además, eso: qué necesidad hay de complicar el accidente. Al fin y al cabo, los accidentes de automóviles no son siempre mortales; con demasiada frecuencia terminan en magulladuras, una fractura, algún desgarrón, tampoco hay que pedirle demasiado a la suerte: lo quiero exactamente así, por favor haga que se le derramen los sesos. Y hay otras posibilidades: una enfermedad, pongo por caso. A lo mejor resulta que tiene el corazón delicado y no lo sabíamos. Y luego, con la de gripe que hay y la de gente que muere de ello. Y entonces sí que podríamos pasarlo bien. La tienda seguiría funcionando. Y el dinero entraría a espuertas. Pero lo más probable es que él entierre a su mujer y llegue vivo al siglo veintiuno. Me parece que leí algo el otro día en los periódicos sobre un turco que tenía ciento cincuenta años y seguía teniendo hijos, el muy cerdo.
Así meditaba, vaga y cruelmente, sin darse cuenta de que sus pensamientos se habían salido del cauce por el que Martha los había impulsado. La idea del matrimonio también le venía de ella. Era una buena idea. Y si tanto le gustaba a él que Martha le complaciera dos veces en una hora dos o tres días a la semana, ¡cuántos y cuan variados éxtasis no le concedería si estuvieran juntos veinticuatro horas al día! Así calculaba la felicidad, con toda candidez, como un niño goloso se imagina un país con barro de crema de chocolate y nieve de helado.
Por aquellos días —que, años más tarde, muy viejo y muy enfermo, y con más culpas encima que un simple avunculicidio, él iba a recordar con desdeñososa sonrisa—, el joven Franz se sentía completamente ajeno a la corrosiva probidad de estos agradables ensueños sobre la muerte súbita de Dreyer. Vivía sumido en una región de delirios, pero con toda la alegría y ligereza que cabe imaginar. Y sus encuentros siguientes con Martha fueron, en apariencia, igual de naturales y tiernos que los anteriores, pero, de la misma manera que la pequeña y modesta habitación, con sus muebles viejos y sin pretensiones y su pasillo ingenuamente oscuro, tenía por dueño a una o más personas, incurable pero no evidentemente locas, acechaba ahora algo extraño en aquellas visitas: algo, al principio, vagamente misterioso y vergonzoso, pero abrumador ya y todopoderoso. Dijera Martha lo que dijese, por muy encantadoramente que le sonriera, Franz percibía una insinuación en cada una de sus palabras y miradas. Eran como dos herederos sentados en una salita a medio iluminar, mientras Creso en el dormitorio contiguo, suplica al médico y maldice al cura. Podrían hablar de lo que fuese: de banalidades, de lo cerca que estaba Navidad, de lo bien que se vendían en la tienda esquíes y prendas de lana; de cualquier cosa, aunque ahora, quizás, con un poco más de seriedad que antes, porque sus oídos estaban alerta, sus ojos relucían de manera cambiante: la impaciencia secreta no conoce la paz, siempre en tensa espera del médico siniestro que saldrá de puntillas suspirando expresivamente, y, ¡por fin!: por la rendija de la puerta, se atisba la larga espalda del cura, representante de la Iglesia, infinitamente caritativa, impartiendo una bendición sobre la cama blanca, blanca.
Pero era el suyo un desvelo sin objeto. Martha sabía perfectamente que Dreyer nunca tenía siquiera un dolor de muelas o un resfriado. Por eso la irritó sobremanera el resfriado que ella cogió justo antes de las vacaciones; la pobre mujer tenía una tos seca, molestias y resuellos constantes en los bronquios, sudaba de noche y pasaba el día en una especie de arrobamiento embobado, aturdido por la supuesta gripe, la cabeza pesada y las orejas en en un continuo zumbido. Llegó Navidad y seguía igual. Aquella tarde, a pesar de todo, se puso un ligero vestido color fuego muy escotado en la espalda y, ensordecida por la aspirina, tratando de disipar su enfermedad con pura fuerza de voluntad, se dedicó a supervisar los preparativos: el ponche, la mesa, el humoso ajetreo de la cocinera.
En la sala se erguía un abeto fresco y frondoso, su corona plateada tocaba el techo, todo él estaba decorado con delicado oropel y moteado de bombillitas rojas y azules todavía sin encender, indiferente a tan bufonesca pompa. En un rincón poco acogedor entre la salita y la puerta llamado, por las razones que fueran, sala de recibo, donde, entre muebles de mimbre, crecían y florecían plantas en tiestos —ciclaminos, siete cactus enanos, una peperonia con las hojas pintadas—, y donde el resplandor anaranjado de una chimenea eléctrica luchaba en vano contra la corriente que llegaba de una ventana, Dreyer, de riguroso smoking, leía, sentado, un libro inglés, mientras llegaban sus invitados. La escena transcurría en la isla de Capri. Dreyer leía moviendo los labios y echando rápidas y frecuentes ojeadas a un grueso diccionario que estaba constantemente de viaje entre su regazo y la mesa con superficie de cristal. Martha, que no sabía qué hacer durante esta prolongada espera del primer timbrazo, acabó por sentarse en un canapé a poca distancia de él y se puso a examinar cómodamente su zapato puntiagudo desde todos los puntos de vista posibles. El silencio era insoportable. Dreyer dejó caer por descuido el diccionario y lo recogió haciendo crujir prolongadamente su camisa almidonada, pero sin apartar los ojos del libro. ¿Qué hacer, se dijo Martha, con esa opresión, esa tirantez que sentía en el pecho? La tos, por sí sola, no bastaba para aliviar; sólo una cosa podía redimir el mundo para ella: la desaparición súbita y total de aquel hombre grandote y contento de sí mismo, de cejas leoninas y manos pecosas. A tal extremo de sensibilidad llegó su odio que, por un momento, tuvo la ilusión de que la silla de Dreyer estaba vacía. Pero su gemelo describió un arco relampagueante al cerrar Dreyer el diccionario y decirle, con consoladora sonrisa: