Rey, Dama, Valet
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El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.
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—¿Ya estás enterado? —le preguntó; sus ojos tenían la extraña expresión que Franz habría preferido no volver a ver nunca más.
—Y tanto —respondió él, y, levantándose del canapé, se quitó la gabardina y la bufanda de rayas—, no se hablaba de otra cosa en la tienda. Me hicieron toda clase de preguntas. Me asusté de verdad anoche, cuando le vi entrar con aire tan sombrío. Qué cosa más horrible.
—¿Qué es lo horrible, Franz?
Se había despojado ya del abrigo, y estaba lavándose ruidosamente las manos.
—Pues todo eso del cristal como una sierra que se te mete por la cara, ese crujir de metal y huesos, y la sangre, y la oscuridad. No sé por qué, me lo imagino todo con mucha claridad. Me dan ganas de vomitar.
—Bah, nervios, Franz, puros nervios. Hale, ven aquí.
Se sentó junto a ella y, tratando de no darse cuenta de que estaba sumida en sus propios pensamientos, remotos y tristes, le preguntó, suave:
—¿No hay pum pumhoy?
Martha no oyó el gracioso eufemismo, o dio la impresión de no haberlo oído.
—Franz —dijo, acariciándole la mano, y frenándola—, ¿no te das cuenta del milagro que ha sido? Ayer tuve un presentimiento, pero no sirvió de nada.
«Y dale», pensó él, «¿hasta cuándo va a seguir aburriéndome con tanta preocupación por él».
Se apartó de ella y trató de silbar, pero no le salió sonido alguno; quedó pensativo, los labios fruncidos.
—¿Qué es lo que te pasa Franz? Haz el favor de dejar de hacer el payaso. Hoy, cerrado por reformas (otro gracioso eufemismo).
Le atrajo hacia sí, cogiéndole por el cuello; él no quería ceder, pero la mirada diamantina de Martha le desgarró, dejándole lánguido y plañidero, como se desinfla un globo de juguete con un lastimoso chasquido. Empañaban sus gafas lágrimas del resentimiento. Apretó la cabeza contra su hombro:
—No puedo seguir así —gimoteó—, anoche me pregunté si me quieres de veras. ¡Mira que preocuparte así por mi tío! ¡Es porque le quieres! ¡No sabes cuánto duele...!
Martha pestañeó, comprendió el error de Franz. —¡Ah, de modo que era por eso! —dijo, arrastrando las sílabas y rompiendo a reír—, ¡pobrecito mío!
Le cogió la cabeza con ambas manos, mirándole intensa y severamente a los ojos, y luego, despacio, como decidida a darle un suave mordisco, acercó a sus labios la boca medio abierta, se apoderó de ellos.
—Vergüenza debiera darte —dijo, soltándole poco a poco—, vergüenza debiera darte —repitió, con un movimiento de cabeza, jamás pensé que pudieras ser tan tonto. No, espera un momento. Quiero que entiendas lo estúpido que eres. No puedes tocarme, pero yo sí que te puedo tocar a ti, y mordisquearte, y hasta tragarte entero si se me antoja. —Escucha —le dijo un poco más tarde, cuando aquella acrobacia, completamente nueva para Franz, había llegado a feliz desenlace—, escucha, Franz, ¿no sería maravilloso que esta noche no tuviera yo que irme a casa? Hoy, mañana, nunca. Pero, claro, no podríamos vivir en una habitación pequeña como ésta.
—Alquilaríamos una habitación más grande y más luminosa —dijo Franz con aplomo.
—Sí, eso, soñemos un poco. Más grande y mucho más luminosa. Quién sabe, a lo mejor hasta dos habitaciones, ¿qué te parece? ¿O tres? Y, por supuesto, una cocina.
—Y muchísimos cuchillos estupendos —dijo Franz—, cuchillos de cortar carne, y cuchillos de queso, y un rebanador para cerdo asado, pero tú no tendrías que cocinar, se te estropearían las uñas, con lo bonitas que las tienes.
—Sí, claro, tendríamos cocinera. ¿En qué habíamos quedado?, ¿tres habitaciones?
—No, cuatro —dijo Franz, después de pensarlo un momento—, dormitorio, recibidor, cuarto de estar, comedor.
—Cuatro. Muy bien. Un apartamento de cuatro habitaciones, como es debido. Con cocina y con baño. Y el dormitorio todo decorado en blanco, ¿no te parece? Y las demás habitaciones en azul. Y también tendremos una sala con muchísimas flores. Y una habitación extra en el piso alto, por si acaso, por ejemplo para invitados... A lo mejor para un invitado pequeñín pequeñín.
—¿Dónde, en el piso alto?
—Sí, por supuesto, tendríamos un chalet.
—Ah, sí, claro —asintió Franz.
—Adelante, querido. Un chalet aislado, en eso quedamos. Y con un bonito vestíbulo. Bueno, entramos. Alfombras, cuadros, plata, sábanas bordadas. ¿De acuerdo? Y un jardín con árboles frutales. Magnolias. ¿No, Franz?
El suspiró.
—Todo eso lo tendremos de aquí a diez años, o más. Todavía falta tiempo para que yo gane mucho dinero y tú te puedas divorciar.
Martha quedó silenciosa, como si no estuviera en la habitación. Franz se volvió hacia ella, sonriente, dispuesto a seguir el juego, pero su sonrisa se desvaneció: Martha le miraba con los ojos entrecerrados, mordiéndose el labio.
—¡Diez años! ¡Está visto que eres tonto! ¿De verdad estarías dispuesto a esperar diez años?
—Pues no parece que haya otra solución —replicó Franz—, no sé, la verdad, a lo mejor, si tengo mucha suerte...; fíjate por ejemplo, en el señor Piffke: lleva trabajando en la tienda desde que se abrió, y por eso sé exactamente cuántos años de antigüedad tiene. Pero vive muy modestamente. No gana más de cuatrocientos cincuenta marcos al mes. Y su mujer también trabaja. Tienen un apartamento diminuto, lleno de cajas y cosas de ésas.
—Vaya, menos mal que te das cuenta —dijo Martha—, verás, querido mío, los sueños no te los aceptan en el banco, no son buenas garantías, ni producen dividendos.
—¿Qué vamos a hacer entonces? —dijo Franz, asustado—, de sobra sabes que yo, por mí, me casaría contigo inmediatamente, no puedo vivir sin ti, sin ti soy como una manga vacía, pero la verdad es que no tengo dinero ni siquiera para comprar una de esas esteras tan bonitas que vendemos ahora en la tienda, tanto menos una alfombra como es debido. O sea que tendría que buscarme otro trabajo, pero es que no sé nada (contrayendo el rostro), no tengo experiencia en nada, tendría que volver a hacer de aprendiz, y viviríamos en una habitación húmeda y desangelada, ahorrando dinero en comida y en ropa.
—Sí, y sin un tío que nos echara una mano —dijo Martha secamente—, lo que se dice ni un tío.
—Total, que la cosa es imposible —dijo Franz.
—Absolutamente imposible —dijo Martha.
—¿Por qué estás enfadada conmigo? —preguntó Franz al cabo de un momento de silencio—, ni que tuviera yo la culpa. La verdad es que no es culpa mía. Si quieres podemos seguir soñando, pero hazme el favor de no enfadarte. Tengo diecisiete trajes, como mi tío. ¿Quieres que te explique cómo son?
—Para dentro de diez años —dijo ella echándose a reír—, para dentro de diez años, querido mío, la moda masculina habrá cambiado mucho.