Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
A finales de agosto los Rostov recibieron otra carta de Nikolái. Escribía desde la provincia de Vorónezh, adonde fue para adquirir caballos. La carta no tranquilizó a la condesa. Sabiendo que uno de sus hijos estaba alejado del peligro se incrementaron aún más sus inquietudes por Petia.
Aun cuando desde el 20 de agosto casi todas las amistades de los Rostov se habían ido de Moscú, a pesar de que todos instaban a la condesa a que salieran lo antes posible de la capital, no quiso saber nada de ello hasta que viniera su tesoro, su adorado Petia, quien se presentó el 28 de agosto. La apasionada y enfermiza ternura con que lo recibió su madre no agradó al oficial de dieciséis años. Por más que la condesa ocultara sus intenciones de retenerlo a su lado, Petia las comprendió y por temor a enternecerse y afeminarse (eso pensaba él) se mostró frío con ella; la evitaba y durante su estancia en Moscú buscó exclusivamente la compañía de Natasha, por la cual sentía un cariño fraterno especial, casi amoroso.
Gracias a la habitual negligencia del conde, el día 28 casi nada estaba preparado para la partida; sólo el 30 llegaron los carros pedidos a las fincas de Riazán y de Moscú para recoger de la casa todos los bienes.
Del 28 al 31 todo Moscú estuvo en constantes preparativos y movimientos. Cada día entraban en la ciudad por la puerta de Dorogomílov miles de heridos en la batalla de Borodinó; y miles de carros, con bienes y familias, salían por otras puertas. A pesar de los pasquines de Rastopchin o tal vez al margen, consecuencia de ellos, corrían por la ciudad los más extraños y contradictorios rumores. Unos aseguraban que estaba prohibido salir de Moscú. Otros que habían retirado los iconos de las iglesias y obligaban a que todos se fueran de la ciudad. Decían, asimismo, que tras la batalla de Borodinó hubo otra, en la cual los franceses habían sido derrotados; algunos replicaban que era el ejército ruso el destrozado en esa batalla. Había quien creía que todo el clero de Moscú saldría con las milicias a combatir en Tri Gori y muchos contaban en voz baja que se había prohibido al metropolitano Agustín abandonar la ciudad, que todos los traidores estaban detenidos, que los campesinos se habían sublevado y saqueaban a los que se iban, etcétera. Se decía eso y mucho más, pero en realidad, tanto los que se iban como los que se quedaban (aun cuando no se hubiera celebrado todavía el Consejo de Fili, donde se decidió el abandono de Moscú) presentían que la capital iba a ser entregada al enemigo y que era mejor huir lo antes posible y salvar los propios bienes. Todos estaban convencidos de que de pronto iba a estallar algo capaz de cambiar el curso de las cosas; pero hasta el día 1 de septiembre no ocurrió nada. Como un criminal que, conducido al patíbulo, sabe que va a morir y, sin embargo, mira una y otra vez en derredor y se endereza el gorro que lleva mal puesto, así Moscú, involuntariamente, seguía su vida ordinaria, aun cuando supiera que se aproximaba el momento en que iban a desaparecer las convencionales condiciones de vida a las que estaba acostumbrada.
La familia Rostov estuvo muy atareada con los preparativos durante los tres días que precedieron a la caída de Moscú. El cabeza de familia, conde Iliá Andréievich, iba de un lado a otro de la ciudad, recogiendo toda clase de rumores, y en su casa daba órdenes superficiales y apresuradas para acelerar la marcha.
La condesa vigilaba cómo se recogían las cosas, estaba descontenta de todo y buscaba a Petia, que tenía buen cuidado de huir de ella. Sentía celos de Natasha, con quien Petia estaba siempre. Era Sonia la única que se ocupaba del aspecto práctico de la marcha: embalar las cosas. Pero ahora estaba especialmente triste y silenciosa. La carta de Nikolái, en donde hablaba de su encuentro con la princesa María, había suscitado por parte de la condesa comentarios muy alegres, hechos en presencia de Sonia. La condesa aseguraba que veía en ese encuentro un designio divino.
—Nunca me gustó el noviazgo de Natasha con Bolkonski; pero siempre deseé que Nikóleñka se casara con la princesa y tengo el presentimiento de que así ocurrirá. ¡Qué bien si así fuese!
Sonia comprendía que era cierto, que la única posibilidad de que los Rostov arreglaran su situación era el matrimonio de Nikolái con una mujer rica. La princesa María era un excelente partido. Pero eso le causaba una gran amargura. A pesar de su dolor, o quizá como consecuencia de él, cargó con todas las dificultades que suponía guardar y embalar los diversos bienes y estaba ocupada todo el día. El conde y su esposa acudían a ella cuando se trataba de tomar alguna decisión. Pero ni Petia ni Natasha ayudaban a sus padres, casi no hacían más que estorbar y molestar a los demás. Continuamente se oían sus carreras, gritos y risas inmotivadas. Reían y corrían sin causa especial, sólo por el placer de sentirse alegres y contentos. Cuanto sucedía era motivo de alegría y risa para ellos. Petia estaba contento porque había salido de su casa siendo aún niño y regresaba (según le decían todos) convertido en un hombre; también era feliz por haber vuelto al hogar y abandonado para siempre Biélaia-Tzérkov, donde no había probabilidad de intervenir en batalla alguna, mientras que en Moscú se esperaban grandes combates. Y sobre todo estaba contento porque Natasha, que siempre había influido tanto en su estado de ánimo, estaba ahora de buen humor. Natasha, por su parte, se sentía alegre porque llevaba demasiado tiempo triste y ahora nada le recordaba la causa de su tristeza y gozaba de buena salud. La alegraba también que Petia la admirara (la admiración era algo indispensable para poner en libre movimiento su máquina humana, igual que es necesaria la grasa para las ruedas). Ambos estaban alegres porque la guerra se aproximaba a Moscú, se iba a luchar en las puertas de la ciudad, ya se repartían armas y todos huían no se sabe dónde y porque ocurría algo extraordinario, cosa que siempre divierte a los seres humanos, especialmente a los jóvenes.
XIII
El sábado, día 31 de agosto, todo estaba patas arriba en casa de los Rostov. Las puertas permanecían abiertas, los muebles habían sido sacados o cambiados de lugar, descolgados los espejos y cuadros. Las habitaciones estaban llenas de baúles y en el suelo, cubierto de paja, había papel de envolver y cuerdas. Los mujiks y los criados que sacaban la carga andaban pesadamente por el parqué. En el patio se apretaban los carros, unos cargados ya hasta el tope y otros vacíos.
Por todas partes resonaban las voces y pisadas de los criados y mujiks llegados con los carros llamándose entre sí, tanto en el patio como en la casa. El conde había salido por la mañana. La condesa, con dolor de cabeza por el ruido y el ajetreo, permanecía echada en una salita nueva con compresas de vinagre en la frente. Petia no estaba en casa (había ido a ver a un amigo suyo con quien tenía intención de pasar de las milicias al ejército de operaciones). Sonia, en el salón, vigilaba el embalaje de la cristalería y la porcelana. Natasha, sentada en el suelo de su devastada habitación, en medio de vestidos, cintas y chales desperdigados, con la mirada fija en el suelo, tenía en sus manos el vestido de baile, ahora pasado de moda, que había llevado en su primer baile de San Petersburgo.
Se avergonzaba de no hacer nada en casa mientras los demás estaban tan ocupados; varias veces, desde por la mañana, había intentado dedicarse a algo, pero no se sentía capaz de nada si no era poniendo en la obra toda su alma y todas sus energías. Estuvo un rato con Sonia, viendo cómo empaquetaban la porcelana; intentó ayudarla, pero no tardó en dejarlo todo y se fue a recoger sus cosas. Primero le resultó divertido repartir sus vestidos y lazos a las doncellas, pero cuando llegó la hora de ordenar lo que quedaba, le pareció aburrido.