Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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“Sur ce, je prie Dieu, mon ami, de vous avoir sous sa sainte et puissante garde. Votre amie, Hélène.” 465
Esta carta fue llevada a casa de Pierre cuando él se hallaba en el campo de Borodinó.
VIII
Hacia el final de la batalla de Borodinó, abandonando por segunda vez la batería de Raievski, Pierre se dirigió con grupos de soldados, andando por un barranco, a Kniazkovo, donde estaba el puesto de socorro. Pero al ver tanta sangre y escuchar los gritos y lamentos de los heridos se apresuró a seguir adelante, mezclado con los soldados.
Lo único que en aquellos momentos deseaba con toda su alma era alejarse lo antes posible de la espantosa impresión de aquel día; volver a sus condiciones de vida habituales, dormirse tranquilamente en su habitación y en su lecho. Estaba convencido de que si volvía a sus condiciones de vida habituales podría comprender cuanto había visto y experimentado. Pero esas condiciones habituales no existían en ninguna parte.
En el camino por el que ahora iba ya no silbaban las balas y granadas, pero todo lo demás era igual que en el campo de batalla: los mismos rostros dolorosos, atormentados, o a veces con una expresión de extraña indiferencia; la misma sangre, los mismos capotes de soldados y disparos de fusil que, pese a ser lejanos, seguían provocando horror. A todo ello se unía el calor y el polvo, que eran sofocantes.
Después de avanzar tres kilómetros por el camino de Mozhaisk, Pierre se sentó en un borde del camino.
El crepúsculo caía sobre la tierra y el tronar de los cañones había cesado. Pierre, apoyándose en el brazo, se tendió y permaneció largo rato en esa postura, contemplando las sombras de los que pasaban delante de él en la oscuridad. A cada instante se imaginaba que se le venía encima una granada con aquel espantoso silbido. Entonces se estremecía y se incorporaba. No se dio cuenta del tiempo que llevaba allí. Hacia medianoche tres soldados que habían arrastrado unas ramas secas se colocaron cerca de él y encendieron una hoguera, mirándolo con desconfianza.
Sobre el fuego pusieron una olla con trozos de pan seco y tocino. El grato olor de una comida grasienta se fundía con el olor a humo. Pierre se incorporó y suspiró. Los soldados comían sin prestar atención a Pierre y conversaban animadamente. De pronto uno le preguntó:
—¡Eh, tú! ¿Quién eres?
Con esa pregunta quería indudablemente expresar lo que se imaginó Pierre, es decir: si quieres comer, puedes acercarte; te basta con decirnos que eres hombre honrado.
—¿Yo?... ¿Yo?— dijo Pierre, que comprendía la necesidad de rebajar en lo más posible su posición social para acercarse a los soldados y ser comprendido mejor por ellos. —A decir verdad, soy un oficial de las milicias, pero mi destacamento no está aquí. Vengo de la batalla y he perdido a los míos.
—¡Vaya!— dijo un soldado.
Otro movió la cabeza.
—¡Bueno!— habló el primero de ellos. —Puedes comer, si quieres, nuestra bazofia.
Y pasó a Pierre una cuchara de madera después de haberla lamido bien.
Pierre se sentó junto al fuego y comenzó a comer de lo que había en la olla. Le pareció no haber probado nunca manjar tan exquisito. Mientras se inclinaba ávidamente sobre la marmita para sacar grandes cucharadas, que devoraba incansable, su rostro se iluminó con el fuego y los soldados lo examinaron en silencio.
—¿Y adonde vas ahora?— preguntó uno.
—A Mozhaisk.
—¿Eres entonces un señor?
—Sí.
—¿Y cómo te llamas?
—Piotr Kirílovich.
—Bien, Piotr Kirílovich, vamos; te llevaremos.
En medio de la profunda oscuridad, Pierre y los soldados se dirigieron a Mozhaisk.
Cantaban ya los gallos cuando llegaron a la población y comenzaron a subir la abrupta cuesta. Pierre iba con los soldados olvidando completamente que su posada estaba en el comienzo de la cuesta y la habían pasado ya. No se habría fijado en ello (tan distraído estaba) si a la mitad del camino no se hubieran encontrado con su caballerizo, que subió a buscarlo a la ciudad y ahora volvía a la posada.
El caballerizo reconoció a Pierre por su sombrero blanco, que se destacaba en la oscuridad.
—¡Excelencia!— dijo. —Estábamos ya desesperados. ¿Por qué viene a pie? ¿Adonde va? Por favor, venga.
—¡Ah, sí!— dijo Pierre.
Los soldados se detuvieron.
—¡Vaya!... ¿Has encontrado por fin a los tuyos?— preguntó uno.
—Ea, adiós, Piotr Kirílovich, ¿no es así?
—Adiós, Piotr Kirílovich— repitieron los demás.
—Adiós— dijo Pierre.
Y en compañía del caballerizo se dirigió a la posada.
“Convendría darles algo —pensó Pierre llevándose la mano al bolsillo—. No, no debes hacerlo”, le respondió una voz interior.
Todas las habitaciones de la posada estaban ocupadas. Pierre pasó al patio y se refugió en su coche, tapándose todo entero, hasta la cabeza, con un capote.
IX
En cuanto puso la cabeza sobre el almohadón sintió que se dormía. Mas, de pronto, con una claridad semejante a la realidad misma, oyó el ruido de los proyectiles, los gemidos, los gritos, el estallido de los granadas; sintió el olor de la sangre y la pólvora y se apoderó de él un sentimiento de horror y de miedo a morir. Abrió asustado los ojos y levantó la cabeza. En el patio todo estaba tranquilo; un asistente pasó por delante del portón y cambió unas palabras con el guarda. Encima de Pierre, bajo el oscuro envés del sobradillo, algunas palomas rebulleron inquietas por el ruido que hizo al incorporarse. Por todo el patio se extendía el pacífico olor de la posada, en aquel instante tan grato para Pierre: a heno, estiércol y alquitrán. Entre los dos negros cobertizos se veía un cielo puro y estrellado.
“Gracias a Dios que ha pasado todo —pensó cubriéndose de nuevo la cabeza—. ¡Oh! ¡Qué terrible es el miedo y cómo fui dominado por él! ¡Qué vergüenza! Y ellos... ellos, todo el tiempo, hasta el fin, permanecieron firmes y serenos.”
Ellos, en la mente de Pierre, eran los soldados, los de la batería, los que lo habían invitado a comer y los que rezaban ante el icono. Ellos, esos seres extraños a los que nunca había conocido hasta entonces, se diferenciaban claramente del resto de las personas.
“Ser soldado, un simple soldado —pensó Pierre volviéndose a dormir—, participar plenamente en esta vida común, es lo que los hace ser así. Pero ¿cómo librarse de la carga superflua y diabólica de esta apariencia exterior? Hubo un tiempo en que pude ser como ellos. Pude huir de mi padre, como yo quería. Y más tarde, tras el duelo con Dólojov, pude ser enviado como soldado a un regimiento.” Recordó Pierre el banquete en el Club, durante el cual había provocado a Dólojov, y a su bienhechor en Torzhok. Vio en su imaginación una solemne reunión de la logia, que se celebraba en el Club Inglés. Alguien muy conocido y querido estaba sentado a un extremo de la mesa. ¡Era él! El bienhechor. “Pero él ha muerto —pensó Pierre—. Sí, ha muerto... Pero no sabía que hubiera vuelto a la vida. ¡Cómo sentí su muerte y qué alegría siento de verlo vivo de nuevo!” A un lado de la mesa estaban sentados Anatole, Dólojov, Nesvitski, Denísov y otros como ellos. (En sueños Pierre definía claramente la categoría de estos últimos, lo mismo que la de los otros a los que llamaba ellos.) Esos hombres, Anatole, Dólojov, gritan y cantan. Pero a través de sus gritos se oye la voz del bienhechor que habla sin descanso, y el sentido de sus palabras tiene la misma importancia y es tan permanente como el fragor del campo de batalla, pero su voz es grata y consoladora. Pierre no comprende lo que dice el bienhechor, pero sabe (tan claras eran las ideas en el sueño) que habla del bien, de la posibilidad de ser lo que son ellos. Por todas partes, ellos, con rostros sencillos, bondadosos y enérgicos rodeaban al bienhechor. Mas, aunque son buenos, no miran a Pierre; no lo conocen. Pierre quiere atraer su atención y hablar. Se incorpora... y en ese mismo instante se le enfrían las piernas: las tiene desnudas.