Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Y Natasha rehízo el embalaje con habilidad.
—Esto no hace falta— y se refería a los platos de Kiev. —Eso sí, con los tapices— y sacó unos platos de Sajonia.
—Déjalo, Natasha, nosotros lo haremos— dijo Sonia con tono de reproche.
—Déjelo, señorita— repitió el cantinero.
Pero Natasha no cedió. Sacó todos los objetos, los embaló de nuevo, diciendo que no era preciso llevarse las alfombras muy usadas ni la vajilla ordinaria. Cuando hubo sacado todo de los cajones, volvió a meterlo ordenadamente. Y, en efecto, dejando lo que no merecía la pena llevar, en los dos cajones cupieron los objetos más valiosos. Pero el cajón de los tapices no acababa de cerrarse. Habrían podido quitar algo todavía, pero Natasha se empeñaba en cerrarlo sin sacar nada. Colocaba las piezas de una manera y de otra, apretaba, obligaba al cantinero y a Petia, a quien hizo participar en aquel trabajo, a presionar también la tapa, y ella misma hacía esfuerzos desesperados.
—Basta, Natasha— dijo Sonia. —Veo que tienes razón; pero quita el que está encima.
—No quiero— replicó Natasha, reteniendo con una mano los cabellos que le caían sobre el rostro sudoroso y apretando con la otra los tapices. —¡Aprieta tú, Petia! Presiona tú también, Vasílich— gritaba Natasha.
Los tapices cedieron y pudieron cerrar el cajón. Natasha aplaudió, chilló jubilosa y hasta brotaron lágrimas de sus ojos. Pero fue cosa de un segundo. Al instante emprendió otro trabajo y todos la obedecieron sin vacilar. Ni el mismo conde se inquietaba cuando le decían que Natasha Ilínishna había cambiado alguna cosa mandada por él; ahora los criados acudían a ella, preguntando si debían amarrar o no el equipaje de un carro o si ya tenía bastante carga.
Gracias a la intervención de Natasha, los preparativos se aceleraron visiblemente. Las cosas inútiles se dejaban y las más valiosas se empaquetaban lo mejor posible. Mas a pesar de la diligencia de los criados, era ya bien entrada la noche y no se había terminado con todo. La condesa se quedó dormida y el conde, aplazando la marcha para la mañana siguiente, se retiró también a descansar.
Sonia y Natasha se echaron vestidas en el despacho de los divanes.
Aquella noche llegó a la calle Povárskaia un nuevo herido y Mavra Kuzmínishna, que estaba en la puerta, lo hizo entrar en casa de los Rostov. Aquel herido, en opinión de Mavra Kuzmínishna, debía ser un personaje muy importante. Lo traían en un coche cerrado con la capota bajada. Un anciano ayuda de cámara, de porte respetable, iba en el pescante, junto al cochero. Detrás, en un carro, seguían el médico y dos soldados.
—Entren, por favor. Los señores se van; toda la casa queda vacía— dijo al viejo sentado en el pescante.
—No confiamos siquiera en traerlo con vida— respondió el ayuda de cámara suspirando. —También nosotros tenemos casa en Moscú, pero está lejos y no hay nadie.
—Entren aquí, por favor. En casa de mis señores. Hay todo lo necesario— dijo ella. —Acaso, ¿está tan mal?— agregó.
—No creemos que llegue con vida— respondió con desaliento el ayuda de cámara. —Hay que preguntarle al doctor.
Bajó del pescante y se acercó al carro.
—Está bien— dijo el médico.
El ayuda de cámara volvió al coche, echó una mirada dentro, movió la cabeza y ordenó al cochero que entrara en el patio; él se detuvo junto a Mavra Kuzmínishna.
—¡Señor mío Jesucristo!— dijo la mujer.
Mavra Kuzmínishna le propuso que llevaran al herido a la casa.
—Los amos no dirán nada...
Pero había que evitar las escaleras y por ello lo llevaron al pabellón y lo instalaron en la antigua habitación de madame Schoss.
Aquel herido era el príncipe Andréi Bolkonski.
XV
Había llegado el último día de Moscú. El tiempo era otoñal, claro y alegre. Era domingo. Y, como siempre, repicaban las campanas en todas las iglesias llamando a misa. Nadie parecía comprender aún lo que esperaba a la ciudad.
Sólo dos indicadores señalaban la situación de la capital: el populacho, es decir, el estamento de la gente pobre, y el precio de las cosas. Grupos nutridos de obreros, criados y mujiks, a los que se habían unido seminaristas, funcionarios y nobles, salieron hacia Tri Gori por la mañana. Después de esperar en vano a Rastopchin y convencidos de que Moscú se entregaría, se dispersaron por tabernas y posadas. Los precios de ese día indicaban también la situación. Las armas, el oro, los carros y caballos aumentaban de valor constantemente, mientras bajaba el de los billetes de banco y objetos domésticos. Hacia mediodía, mercancías tan caras como el paño se vendían a mitad de su valor; en cambio, por un mal rocín se ofrecían quinientos rublos. Muebles, espejos y bronces se daban gratis.
En la antigua y tranquila casa de los Rostov apenas se advirtió la desaparición de las antiguas costumbres. Durante la noche habían huido tres de los numerosos criados, pero no habían robado nada. Por lo que respecta al precio de las cosas, los treinta carros llegados de las aldeas suponían una inmensa riqueza envidiada por muchos, que ofrecían a los Rostov enormes cantidades por ellos. Y no se trataba únicamente de ofertas. Durante toda la mañana del día 1 (lo mismo que la víspera) el patio de los Rostov se vio lleno de criados y asistentes de los oficiales heridos alojados allí, y de los propios heridos, como también de los albergados en las casas cercanas, que venían a suplicar que les dejaran un carro para salir de Moscú. El mayordomo, a quien se hacían tales peticiones, compadecía a los heridos, pero se negaba en absoluto a complacerlos, diciendo que ni se atrevía a hablar de ello al conde. Era una lástima que los heridos se quedaran en Moscú; pero si cedían un carro no había razón para que no dieran también otro, y así tendrían que entregar hasta los coches de los señores. Además, treinta carros no podían salvar a todos los heridos, y en la común desgracia era imposible dejar de pensar en sí mismo y en su familia. Eso era lo que opinaba el mayordomo en nombre de su señor.
Por la mañana, al levantarse aquel día, el conde Iliá Andréievich salió de su habitación sin hacer ruido para no despertar a la condesa, que acababa de dormirse, y se asomó al porche con su batín de seda morada. Los carros, ya preparados, estaban en el patio. Los coches aguardaban junto al zaguán. El mayordomo estaba hablando con un viejo asistente y un joven oficial, palidísimo, que llevaba un brazo en cabestrillo. Al advertir la presencia del conde, el mayordomo hizo un gesto severo al asistente y al oficial para que se alejasen.
—¿Qué hay, Vasílich? ¿Todo está listo?— preguntó el conde, pasándose la mano por la calva.
Miró con rostro bondadoso al oficial y al asistente y los saludó con un gesto. (Le gustaba conocer gente nueva.)
—Podemos enganchar ahora mismo, Excelencia.
—Perfectamente. En cuanto despierte la condesa saldremos, con la ayuda de Dios.
Y se volvió al oficial:
—Ustedes, señores, ¿están alojados en mi casa?
El oficial se acercó a Rostov; su pálido rostro enrojeció de pronto.
—Permítame, conde, haga el favor... Por Dios, deje... que me acomode en uno de sus carros. No traigo nada conmigo... Aunque sea en un carro. Me da igual...
Antes de que el oficial terminara de hablar, otro asistente se acercó al conde para interceder por su amo.
—¡Ah, sí, sí, sí!— contestó apresuradamente el conde. —No faltaba más... Tendré una gran satisfacción. Vasílich, manda que descarguen uno o dos carros... Bueno... los que sean... necesarios...— añadió vagamente, sin ordenarlo con claridad.
El profundo agradecimiento que se dibujó en el rostro del oficial vino a confirmar su decisión. Miró en derredor y vio que en el patio, en la puerta cochera, en el pabellón, por todas partes había heridos y asistentes. Todos miraban al conde y se acercaban al porche.