Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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—Venga a la galería, Excelencia... Díganos qué hacemos con los cuadros...— dijo el mayordomo.
El conde entró en la casa, repitiendo la orden de que no negaran carros a los heridos.
—Se podrá descargar algo— añadió en voz baja y misteriosa, como si temiera que alguien lo oyese.
A las nueve se despertó la condesa. Su antigua doncella, Matriona Timoféievna, que ahora ejercía el cargo de jefe de gendarmes, entró para decirle que María Kárlovna estaba muy ofendida y que los vestidos de verano de las señoritas no podían quedarse en la ciudad. Respondiendo a la pregunta de la condesa sobre los motivos que Mme Schoss tenía para enfadarse, Matriona Timoféievna explicó que habían descargado su baúl de un carro; que estaban desatando todos los carros y dejaban subir a los heridos porque el conde, con su habitual bondad, lo había ordenado así. La condesa hizo llamar a su marido.
—¿Qué es eso, querido? Me dicen que están descargando de nuevo los carros.—¿Sabes, ma chère? Quería decírtelo antes... Ma chère condesita... Vino un oficial a pedirme que le dejase algunos carros para los heridos... Las cosas las podemos comprar, pero ellos, ¿cómo van a quedarse aquí? Les invitamos a pasar... ¿Te das cuenta?... Están en nuestro patio, hay oficiales... creo, ma chère, que podrían llevarlos... ¿a qué viene tanta prisa?...
El conde hablaba tímidamente, como siempre que se trataba de dinero.
La condesa estaba acostumbrada a aquel tono de voz, que precedía a todos los asuntos que habían acabado arruinando a sus hijos: la construcción de una galería o un invernadero, la organización de un teatro o de una orquesta. Y estaba acostumbrada a considerar obligación suya oponerse a cuanto él decía con esa voz tímida.
Adoptó su expresión habitual, llorosa y sumisa, y dijo:
—Escúchame, conde. Tú nos has llevado a la situación en que nos encontramos; ya no nos dan nada por nuestra casa y ahora quieres perder así toda la fortuna de nuestros hijos. Tú mismo dices que en casa hay objetos por valor de cien mil rublos. No estoy de acuerdo con lo que has hecho. ¡No estoy de acuerdo! Piensa lo que quieras. Ya está el gobierno para ocuparse de los heridos; ellos lo saben. Fíjate enfrente, en casa de los Lopujin; anteayer se llevaron a todos. Así hace la gente. Los únicos imbéciles somos nosotros. Si no lo haces por mí, hazlo al menos por nuestros hijos.
El conde agitó las manos y salió sin decir palabra.
Natasha, que entraba en aquel instante en la habitación de su madre, le preguntó:
—¿Qué pasa, papá?
—Nada. ¡Nada que te importe!— dijo el conde irritado.
—Sí, lo he oído— dijo Natasha. —¿Por qué no quiere mamita?
—¿Y a ti qué te importa?— gritó el conde.
Natasha, pensativa, se acercó a la ventana. Después dijo mirando al patio:
—Papá, viene Berg a vernos.
XVI
Berg, el yerno de los condes Rostov, era ya coronel en posesión de las cruces de San Vladimiro y Santa Ana y seguía ocupando su puesto tranquilo y grato de auxiliar del segundo jefe de la primera sección del Estado Mayor del segundo cuerpo del ejército.
El 1 de septiembre había llegado a Moscú procedente del ejército.
No tenía nada que hacer en Moscú, pero advirtió que todos querían dirigirse a la capital y creyó necesario pedir él también un permiso para resolver asuntos de familia y de intereses.
Berg llegó a casa de su suegro en un elegante coche tirado por dos vigorosos caballos semejantes en todo a los de cierto príncipe. En el patio de la casa examinó atentamente los carros, y, mientras se acercaba a la puerta, sacó un fino pañuelo y anudó una de sus puntas.
Con paso rápido y deslizante atravesó el vestíbulo y entró en la sala. Abrazó al conde, besó la mano a Natasha y a Sonia y se informó apresuradamente sobre la salud de mamá.
—¡Cómo va a estar ahora! Pero cuéntanos tú— dijo el conde. —Cuéntanos qué hacen las tropas. ¿Siguen retrocediendo o presentarán batalla?
—Sólo Dios eterno puede resolver el destino de nuestra patria, papá. El ejército arde de entusiasmo y en este momento los jefes están reunidos en consejo. No sé lo que saldrá de ahí. Pero le diré, papá, que, en general, no hay palabras dignas para describir el heroísmo del ejército ruso, la bravura que sólo puede hallarse en la Antigüedad que ellos, que él— enmendó sus palabras —puso de manifiesto el día 26. Le diré francamente— y se golpeó el pecho como había hecho un general en su presencia, pero no en el instante preciso, porque debía haberse golpeado al decir "el ejército ruso” —que los oficiales y jefes no tuvimos necesidad de animar a los soldados; al contrario, a duras penas pudimos contener esos... sí, estos heroicos hechos, antiguos— dijo atropellándose con las palabras. —El general Barclay de Tolly arriesgó la vida en todas partes delante de las tropas. Nuestro cuerpo de ejército estaba colocado en la pendiente de una colina... ¡ya puede imaginarse!— y Berg refirió todo lo que recordaba de diversos informes oídos durante aquel tiempo.
Natasha, sin apartar los ojos de su cara —mirada que turbaba a Berg—, parecía buscar en su rostro la solución de un problema.
—Nadie puede imaginar y alabar dignamente el heroísmo de los soldados rusos— dijo Berg, y, como deseando ganarse su simpatía, sonrió en respuesta a su obstinada mirada. —“Rusia no está en Moscú: está en el corazón de sus hijos.” ¿Verdad, papá?
En aquel instante entró la condesa, con aspecto sombrío y disgustado. Berg se levantó presuroso, besó su mano, se interesó por su salud y, expresando su condolencia con un movimiento de cabeza, se detuvo a su lado.
—Sí, mamá, le diré la verdad. Los tiempos son tristes y penosos para todos los rusos. Pero, ¿por qué inquietarse tanto? Todavía tienen tiempo de salir...
—No comprendo qué hacen los criados— dijo la condesa, volviéndose a su marido. —Ahora vienen a decirme que no hay nada preparado. Alguien tiene que disponer las cosas. Acaba uno por echar de menos a Míteñka. Así no terminaremos nunca.
El conde quiso objetar algo, pero se contuvo. Se levantó de su silla y se acercó a la puerta. En aquel momento, Berg sacó del bolsillo el pañuelo, como si fuera a servirse de él y mirando el nudo que había hecho antes, se quedó pensativo; después, moviendo la cabeza con un gesto triste y grave, dijo:
—Tengo que pedirle algo importante, papá.
—¡Hum!— gruñó el conde, deteniéndose.
—He pasado ahora delante de la casa de Yusúpov— dijo Berg riendo. —El administrador, al que conozco, salió a decirme si quería comprar algo. Entré por curiosidad y había allí una chiffonière y un tocador; ya sabe usted cuánto lo desea Vera y cuánto hemos hablado de eso...— (Sin darse cuenta, Berg había pasado a una entonación jubilosa cuando comenzó a hablar de la chiffonière.) —Es una maravilla; tiene cajones y una arqueta secreta. ¡Vera la desea hace tanto tiempo! Me agradaría darle ese gusto: una sorpresa. Acabo de ver a muchos mujiks en el patio. Deme uno, le pagaré bien y...
El conde frunció el ceño y carraspeó.
—Pídeselo a la condesa, yo no doy órdenes.
—Si es difícil, no hablemos del asunto, por favor— dijo Berg. —Pero me gustaría mucho por Vera.
—¡Ah, lárguense todos al diablo, al diablo, al diablo!— gritó el viejo conde. —Me da vueltas la cabeza.
Y salió de la sala.
La condesa se echó a llorar.
—Sí, mamá, los tiempos son muy difíciles— dijo Berg.
Natasha salió detrás de su padre; primero lo siguió, pero después, como dándose cuenta de lo que quería, se dirigió corriendo hacia la entrada.
Allí estaba Petia, repartiendo armas a los campesinos que iban a salir de Moscú. En el patio seguían los carros como antes. Dos habían sido descargados y un oficial, ayudado por su asistente, subía en uno de ellos.
—¿Sabes por qué fue?— preguntó Petia a Natasha, quien comprendió que su hermano se refería al enfado de sus padres, pero no respondió.