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Guerra y paz

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Guerra y paz
Название: Guerra y paz
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Guerra y paz читать книгу онлайн

Guerra y paz - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.

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Siente vergüenza y cubre sus piernas con la mano, descubiertas por la caída, en aquel momento, del capote.

Mientras se tapaba, abrió los ojos y vio los sobradillos, los postes, el patio de la posada; pero lo vio todo azulado, claro, brillante por las gotas de rocío y la escarcha.

"Amanece —pensó Pierre—. Pero no se trata de eso: tengo que escuchar y comprender las palabras del bienhechor." Se cubrió de nuevo con el capote; pero ya no volvieron ni la logia ni el bienhechor. No quedaban más que ideas claramente expresadas con palabras, ideas que alguien exponía o él mismo formulaba.

Recordando más tarde aquellas ideas, aunque provocadas por los acontecimientos de la jomada, Pierre estaba convencido de que alguien, que no era él, se las decía. Tenía la impresión de que nunca habría podido, ni en estado de vigilia, pensar y expresar así semejantes pensamientos.

"La guerra es la sumisión más difícil de la libertad del hombre a la ley de Dios —decía la voz—. La simplicidad es la obediencia a Dios. Es imposible apartarse de Él. Y ellosson sencillos. Ellosno hablan, actúan. La palabra dicha es plata; la no pronunciada, oro. El hombre no puede ser dueño de nada mientras tenga miedo a la muerte. Quien no tiene miedo a la muerte lo posee todo. El hombre no conocería sus propios límites, no se conocería a sí mismo sin el sufrimiento. Lo más difícil —continuaba, pensando o escuchando mientras dormía—, lo más difícil consiste en saber unir en uno mismo el significado de todo."

Ensamblarlas, eso es lo que hace falta. ¡Sí, engancharlas unas a otras, enganchar! —repetía Pierre maravillado, sintiendo que esas palabras, sólo esas palabras expresaban lo que quería decir y resolvían el dilema que lo atormentaba.

—¡Sí, hay que enganchar!...

—¡Ya es hora de enganchar, Excelencia! Hay que enganchar— repetía una voz, —ya es hora de hacerlo...

Era la voz del caballerizo, que despertaba a su dueño.

El sol caía sobre el rostro de Pierre. Miró al patio, lleno de basura, en cuyo centro, junto al pozo, varios soldados daban de beber a sus caballos. Algunos carros empezaban a salir. Pierre, asqueado, volvió la cabeza y, cerrando los ojos, se dejó caer de nuevo sobre el asiento del coche. “¡No! ¡No quiero eso...! ¡No quiero ver ni comprender eso! ¡Quiero comprender lo que se me ha revelado durante el sueño! ¡Un segundo más y lo habría comprendido todo...! Pero ¿qué debo hacer? Ensamblar, pero ¿cómo ensamblarlo todo?” Y Pierre advirtió con horror que se derrumbaba todo cuanto había visto y pensado en sueños.

El caballerizo, el portero y el cochero contaron a Pierre que acababa de llegar un oficial anunciando que los franceses avanzaban hacia Mozhaisk y que las tropas rusas se retiraban.

Pierre se levantó, ordenó que engancharan y se reunieran con él más adelante y salió a pie a través de la ciudad.

Las tropas se replegaban dejando cerca de diez mil heridos, que se veían en los patios y ventanas de las casas; otros se aglomeraban en las calles. Junto a los carros que debían llevar a los heridos se oían gritos, juramentos y golpes. Pierre acomodó en su carruaje a un general herido, a quien conocía, e hizo en su compañía el viaje hasta Moscú. En el camino supo de la muerte de su cuñado y de la del príncipe Andréi.

X

El día 30 Pierre regresó a Moscú. Casi en las mismas puertas de la ciudad se encontró con un ayudante del conde Rastopchin.

—¡Y nosotros buscándolo por todas partes!— le dijo el ayudante. —El conde necesita verlo sin falta. Le ruego que vaya ahora mismo. Se trata de un asunto muy importante.

Pierre, sin pasar por su casa, tomó un coche de punto y se dirigió a la residencia del general gobernador.

El conde Rastopchin había llegado aquella misma mañana de su villa de Sokólniki. En la antesala y en la sala de recibir se agrupaban los funcionarios, unos que habían sido llamados y otros que acudían a pedir órdenes. Vasílchikov y Plátov habían visto ya al conde y le habían explicado que era imposible la defensa de Moscú y que la ciudad iba a ser entregada. Aunque la noticia se ocultaba a la población, los funcionarios y jefes de las diversas administraciones sabían que Moscú iba a ser abandonada al enemigo, igual que lo sabía el conde Rastopchin; todos ellos, para eludir responsabilidades, acudían a preguntar al general gobernador qué debían hacer con los servicios encomendados.

Cuando Pierre entraba en la sala de recibir, un correo del ejército salía del despacho del conde.

A las preguntas que le hicieron se limitó a contestar con un gesto desesperado y cruzó la sala.

Mientras esperaba, Pierre miró con ojos cansados a los funcionarios, jóvenes y viejos, militares y civiles, importantes y poco importantes, que allí aguardaban. Todos parecían disgustados e inquietos. Pierre se acercó a un grupo de funcionarios entre los que había un conocido suyo. Lo saludaron y siguieron conversando.

—Exiliarlo y hacerlo volver no sería una desgracia, pero en estas condiciones no se puede responder de nada.

—Pero fíjese en lo que escribe...— dijo uno, enseñando un papel impreso que tenía en la mano.

—Eso es otra cosa. Es necesario para el pueblo— replicó el primero.

—¿Qué es?— preguntó Pierre.

—Mire: un nuevo pasquín.

Pierre lo tomó y se puso a leer:

El Serenísimo, para unirse lo antes posible a las tropas que van a su encuentro, ha pasado Mozhaisk, ocupando una fuerte posición que el enemigo no podrá conquistar tan fácilmente.

De aquí se le han enviado cuarenta y ocho cañones con munición, y el Serenísimo anuncia que defenderá Moscú hasta la última gota de sangre y que está dispuesto, si es necesario, a luchar en las calles. No importa, hermanos, que las oficinas públicas hayan cerrado sus puertas; había que ponerlas a salvo; nosotros mismos con nuestros propios medios, acabaremos con los malhechores. Cuando sea preciso necesitaré valientes de la ciudad y del campo. Los llamaré dos días antes. Ahora callo, porque no hace falta. Vendrá bien el hacha, un venablo y, lo mejor de todo, la horquilla de tres dientes.

Un francés no pesa más que una gavilla de trigo. Mañana, después de la comida, acompañaré a Nuestra Señora de Iverisk al Hospital de Catalina para visitar a los heridos. Bendeciremos el agua y así curarán antes. También yo he curado: tenía un ojo malo y ahora tengo ojo avizor.

—Pues algunos militares me han dicho que es imposible luchar aquí y que las posiciones...— comenzó Pierre.

—De eso precisamente hablábamos— lo interrumpió el primer funcionario.

—¿Qué quiere decir eso de “tenía un ojo malo y ahora tengo ojo avizor”?— preguntó Pierre.

—El conde tenía un orzuelo— sonrió el ayudante de campo —y se inquietaba mucho cuando le decía que la gente se preocupaba y venía a verlo. ¿Y bien, conde?— se volvió inesperadamente a Pierre. —He oído que tiene disgustos de familia. Dicen que la condesa, su esposa...

—No sé nada— dijo Pierre con indiferencia. —¿Qué ha oído usted?

—Ya sabe, conde, que se inventan muchas cosas. Le decía que había oído...

—¿Qué ha oído?

—Dicen —respondió con la misma sonrisa el ayudante —que la condesa se dispone a salir para el extranjero. Seguramente son invenciones...

—Puede ser— dijo Pierre, mirando distraído en derredor.

—¿Quién es?— preguntó señalando a un anciano más bien bajo, que vestía una limpia blusa azul, de barba y cejas blancas como la nieve y rostro sonrosado.

—¿Aquél? Un mercader, mejor dicho, posadero, Vereschaguin... Habrá oído usted hablar de la historia con proclama, ¿verdad?

—¡Ah, es Vereschaguin!— dijo Pierre, fijándose en el viejo y buscando en su cara firme y tranquila una señal que delatara su traición.

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