Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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—No, no se trata de él... Es el padre del que escribió la proclama— aclaró el ayudante. —El hijo está en el calabozo y creo que acabará mal.
Un viejo con una condecoración y un funcionario alemán, que llevaba una cruz al cuello, se acercaron al grupo.
—Es una historia muy embrollada— dijo el ayudante. —La proclama apareció hace ya dos meses y en seguida lo pusieron en conocimiento del conde, quien ordenó que se abriera una investigación, lo que hizo Gavrilo Ivánich. La proclama pasó exactamente por sesenta y tres manos. En cuanto le llegaba a alguno, se procedía al interrogatorio: "¿Quién te la dio?”. "Me la dio fulano de tal.” Se dirigían, entonces, al fulano de tal con la misma pregunta, y de ese modo acabaron por dar con Vereschaguin... un mercader de poca categoría, sin estudios, simpático él...— explicaba el ayudante sonriendo. —Le preguntaron: "¿Quién te la dio?”. Lo importante es que sabían quién se la había proporcionado. No podía haberla recibido más que del jefe de Correos; pero, evidentemente, estaban de acuerdo. Vereschaguin respondía: "Nadie. La he escrito yo”. No valieron ni amenazas, ni ruegos, seguía en sus trece y mantenía lo dicho. Se lo dijeron al conde y éste lo hizo llamar. "¿Quién te ha dado esa proclama?”. "Yo la escribí.” Bueno— continuó el ayudante con una sonrisa alegre y orgullosa, —ya conocen ustedes al conde. Se enfureció terriblemente; así que... imagínense cómo se pondría con tanta insolencia, mentira y obstinación...
—Comprendo— dijo Pierre. —El conde necesitaba que denunciase a Kliuchárov.
—Nada de eso— dijo el ayudante, asustado. —Kliuchárov era culpable aun sin eso. Por eso se lo deportó. Pero el conde estaba muy indignado. Le preguntó: “¿Cómo has podido escribirla tú?”. Tomó de la mesa él Diario de Hamburgo. “¡Aquí la tienes! Tú no la has escrito. ¡La has traducido y, por cierto, bastante mal, imbécil, porque ni siquiera sabes francés!” ¿Y qué creen ustedes? El chico contestó: “No, no he leído ningún periódico. ¡La he inventado yo!”. “Pues entonces eres un traidor. Te mandaré a los tribunales y te ahorcarán. Dime de una vez quién te la dio”. “No he visto ningún periódico. La escribí yo.” Y así quedó la cosa. El conde hizo llamar al padre. El joven insistió y fue a parar a los tribunales; creo que lo han condenado a trabajos forzados. Ahora el padre viene a interceder por él. Es un mal chico; uno de esos hijos de mercader, presumido y conquistador. Ha debido de oír algunas conferencias y ahora se cree superior a todos. ¡Así es el chico! Su padre tiene una posada cerca del puente de Piedra. Al parecer, en la posada hay una gran imagen de Dios Todopoderoso con el cetro en una mano y el mundo en la otra. Pues él se llevó el cuadro a casa por unos días, se buscó a un pintor, un canalla que...
XI
A la mitad de esta historia, Pierre fue llamado por el gobernador.
Pierre entró en el despacho del conde Rastopchin, quien, con el rostro contraído, se frotaba con la mano la frente y los ojos. Un hombre de mediana estatura le estaba hablando; se calló cuando llegó Pierre, y se retiró de la estancia.
—¡Ah! ¡Buenos días, gran guerrero!— dijo Rastopchin cuando el otro hubo salido. —¡Ya he oído hablar de sus prouesses! 466Pero ahora no se trata de eso. Mon cher, entre nous, ¿es usted masón?— dijo el conde Rastopchin con tono severo como si en ello hubiera algo malo que deseaba perdonar. —Mon cher, je suis bien informé. Pero sé que hay masones y masones, y espero que usted no sea de aquellos que, con el pretexto de salvar la humanidad, maquinan la ruina de Rusia.
—Sí, soy masón— respondió Pierre.
—Pues ya ve, querido mío. Creo que no ignora que los señores Speranski y Magnitski han sido llevados a lugar conveniente. Lo mismo le ha ocurrido al señor Kliuchárov y a otros que, con el pretexto de construir el Templo de Salomón, tratan de destruir el de su patria. Usted comprenderá que existen razones serias y que yo no habría hecho deportar al jefe de Correos de no haberse tratado de un hombre peligroso. Sé que usted le envió su coche para salir de la ciudad y que además se ha encargado de guardar sus papeles. Lo estimo a usted y no quiero su mal; en atención a los muchos años que le llevo, le aconsejo, como un padre, que corte toda clase de relaciones con esa gente y se vaya de aquí lo antes posible.
—Pero ¿qué delito ha cometido Kliuchárov, conde? —preguntó Pierre.
—A mí me incumbe saberlo y a usted no preguntar— gritó Rastopchin.
—No está probada la acusación de haber difundido las proclamas de Napoleón— dijo Pierre, sin mirar a Rastopchin, —y Vereschaguin...
—Nous y voilà 467— interrumpió Rastopchin frunciendo el ceño y levantando aún más la voz. —¡Vereschaguin es desleal y un traidor que recibirá lo que merece!— añadió el general gobernador con la cólera violenta de las personas que recuerdan un insulto. —Pero no lo he llamado para discutir mis asuntos; lo he hecho venir para darle un consejo o una orden, si le parece. Le pido que rompa toda relación con hombres como Kliuchárov y se vaya de aquí. Yo acabaré con las estupideces de esos hombres, sean quienes sean.
Y dándose cuenta, probablemente, de que no tenía por qué gritar a un hombre que aún no era culpable de nada, le apretó amistosamente el brazo y continuó:
—Nous sommes à la veille d'un désastre public, et je n'ai pas le temps de dire des gentillesses à tous ceux qui ont affaire à moi. A veces pierde uno la cabeza... Eh bien, mon cher, qu'est-ce que vous faites, vous personnellement? 468
—Mais rien— replicó Pierre, sin alzar los ojos ni cambiar su expresión pensativa.
Rastopchin frunció el ceño.
—Un conseil d'ami, mon cher. Décampez et au plus tôt, c'est tout ce que je vous dis. À bon entendeur, salut! ¡Adiós, amigo mío! ¡Ah, sí! 469— gritó ya, desde la puerta. —¿Es verdad que la condesa ha caído en las patitas des saints pères de la Société de Jésus?
Pierre no respondió y abandonó, sombrío y disgustado como jamás se lo había visto, la casa de Rastopchin.
Anochecía ya cuando volvió a casa. Habían acudido a verlo unas ocho personas: el secretario del Comité, el coronel de su regimiento, su administrador, el mayordomo y algunos solicitantes. Todos querían exponerle asuntos que él debía resolver. Pierre no comprendía nada de esos asuntos ni le interesaban, y sólo por librarse de las visitas respondió a las preguntas que le hacían. Por último, al quedarse solo, abrió y leyó la carta de su mujer.
“Ellos, los soldados de la batería... El príncipe Andréi muerto... El viejo... La simplicidad es la obediencia a Dios. Hay que sufrir... ensamblarlo todo... Mi mujer se casa... Debo olvidar y comprender...” Sin desnudarse, se dejó caer en la cama y se durmió en seguida.
A la mañana siguiente, al despertarse, el mayordomo le anunció que había venido un policía de parte del conde Rastopchin para enterarse de si había salido de Moscú o pensaba hacerlo.
En el salón había unas diez personas esperándolo: todos necesitaban hablar con él. Pierre se vistió rápidamente y en vez de recibir a las visitas salió a la calle por la puerta de servicio.
Ninguno de los familiares de Bezújov logró verlo hasta después del incendio de Moscú; nadie supo dónde se hallaba, a pesar de todas las búsquedas que se hicieron.
XII
Hasta el 1 de septiembre, es decir, hasta la víspera de la entrada del enemigo en Moscú, los Rostov no se movieron de la capital.
Desde que Petia ingresara en el regimiento de cosacos de Obolenski y su partida a Biélaia-Tzérkov (donde se formaba el regimiento), el miedo se apoderó de la condesa. La idea de que sus dos hijos estaban en la guerra, habían abandonado el hogar y que un día u otro podrían morir, como había ocurrido con los tres hijos de una amiga suya, la asaltó por primera vez durante el verano con brutal claridad. Intentó lograr el regreso de Nikolái e ir personalmente a Biélaia-Tzérkov para conseguir el traslado de Petia a San Petersburgo. Pero las dos cosas eran imposibles. Petia no podía volver sino con su regimiento o trasladándose a otra unidad del ejército de operaciones. Del paradero de Nikolái no se sabía nada, ni habría habido más noticias de él desde su última carta, en la cual contaba con todo detalle su encuentro con la princesa María. La condesa pasaba noches enteras sin dormir; y cuando lograba adormecerse soñaba que sus hijos habían muerto. Tras muchos conciliábulos y conversaciones, el conde halló la manera de tranquilizar a su esposa; pidió el traslado de Petia al regimiento de Bezújov, que se estaba formando cerca de Moscú. Aun cuando Petia continuara en el ejército, la condesa podría consolarse teniendo a uno de sus hijos cerca de sí, con la esperanza de arreglar las cosas de manera que Petia no pudiera de ningún modo salir de allí y tenerlo siempre en sitios alejados del campo de batalla. Cuando era sólo Nikolái quien estaba en peligro, la condesa creyó que tenía cierta preferencia por él (y hasta llegó a reprochárselo); pero desde que el menor, aquel muchacho revoltoso y mal estudiante que no hacía más que romper cosas y molestar a todos en casa, aquel Petia de nariz chata y alegres ojos negros, de rostro sonrosado y mejillas en las que ya apuntaba el vello, se había ido con aquellos hombres grandes, temibles y crueles, que combatían y tanto placer hallaban en la lucha, le pareció que lo amaba mucho, muchísimo más que a los otros hijos. Conforme se acercaba el instante del regreso de Petia a Moscú, la inquietud de la condesa iba en aumento. Creía que ese momento feliz no llegaría nunca. La presencia de Sonia y aun la de su predilecta Natasha y la de su marido la irritaban. “¿Qué me importan ellos? —pensaba—. No necesito a nadie, sino a Petia.”