Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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—Porque papá quería dar todos los carros a los heridos— continuó Petia. —Me lo ha contado Vasílich. Yo creo...
—Yo creo... yo creo... que es una canallada, una infamia... ¡No sé cómo decirlo!— gritó de pronto Natasha volviendo el rostro indignado hacia Petia. —¿Acaso somos unos alemanes cualesquiera?...
Los sollozos la ahogaban, y temiendo dejar escapar en vano toda su cólera, volvió las espaldas a su hermano y se lanzó escaleras arriba.
Berg, sentado junto a la condesa, la consolaba respetuosa y cariñosamente; el conde, con la pipa en la mano, iba de un lado a otro de la sala, cuando Natasha, con el rostro deformado por la cólera, irrumpió como un huracán y se acercó rápidamente a su madre.
—¡Es una vileza! ¡Una infamia!— gritó. —No es posible que usted lo haya ordenado.
Berg y la condesa la miraban perplejos y asustados.
El conde se detuvo junto a la ventana prestando oído.
—Mamita, no es posible. Mire lo que sucede en el patio. ¡Ellos se quedan!...
—¿Qué te pasa? ¿Quiénes son ellos? ¿Qué quieres?
—¡Los heridos! ¡Son los que se quedan! Es imposible, mamita querida, eso no está bien, perdóneme... ¿qué puede importarnos lo que nos llevamos? Fíjese en lo que está ocurriendo en el patio... ¡Mamita, eso no puede ser!...
El conde seguía junto a la ventana y sin volver la cabeza escuchaba a Natasha. De pronto, a punto de llorar, acercó la cara a los cristales.
La condesa miró a su hija, vio su rostro avergonzado, vio su emoción; comprendió por qué el marido no se atrevía a mirarla, y con aire desconcertado miró en derredor.
—¡Ah, haced lo que queráis! ¿Acaso soy yo un impedimento?— dijo, sin ceder aún del todo.
—Mamita, querida, ¡perdóneme!
Sin embargo, la condesa apartó a su hija y se acercó al conde.
—Mon cher, da las órdenes que creas oportunas... yo no sé...— dijo sintiéndose culpable.
—Son los huevos... los huevos los que enseñan a la gallina— dijo el conde con lágrimas de alegría, abrazando a su esposa, contenta de ocultar en su pecho el rostro avergonzado.
—Papaíto, mamita... ¿puedo dar las órdenes? ¿Puedo?...— preguntaba Natasha. —De todas maneras, nos llevaremos lo más necesario...
El conde afirmó con la cabeza y Natasha salió corriendo de la sala con la misma rapidez de cuando jugaba al escondite siendo pequeña y salió por la escalera al patio.
Los criados, reunidos en torno a Natasha, no podían creer tan extraña orden hasta que el conde, en nombre de su esposa, confirmó la decisión de entregar todos los carros a los heridos y llevar los baúles a los depósitos. Cuando lo comprendieron, los criados se dedicaron a la nueva tarea con júbilo febril. Ahora ya no les parecía extraño lo mandado, que creían, por el contrario, que no podía ser de otra manera de igual modo que un cuarto de hora antes les parecía lo más natural cargar con los muebles y dejar a los heridos.
Todos, como para resarcirse de no haberlo hecho antes, se dedicaron ardorosamente a la instalación de heridos, que salían arrastrándose de las habitaciones y con rostros pálidos y felices rodeaban los carros.
Corrió la voz por las casas vecinas y comenzaron a llegar al patio de los Rostov los heridos recogidos en otras casas. Muchos de ellos se oponían a que se descargaran los bultos, conformándose con acomodarse encima; pero una vez tomada aquella decisión, no había tiempo de volverse atrás. Resultaba indiferente dejarlo todo o la mitad solamente. Los baúles con la vajilla, los bronces, cuadros y espejos, tan cuidadosamente embalados la víspera, quedaban ahora en el patio; todos buscaban y encontraban el modo de descargar más cosas para dejar puestos libres en los carros.
—Caben otros cuatro— dijo el administrador. —Puedo entregar mi carro también; si no, ¿qué será de ellos?
—Vaciad también el carro de mi guardarropa— dijo la condesa. —Duniasha vendrá conmigo en la carroza.
Se vació el carro del guardarropa y se envió en busca de algunos heridos aposentados dos casas más allá. Todos los Rostov y sus criados estaban alegres y animados. Natasha se hallaba en un estado de entusiasmo y felicidad no sentidos hacía tiempo.
—¿Dónde lo atamos?— preguntaron los criados, que colocaban un baúl en la estrecha parte trasera de la carroza. —Deberíamos dejar al menos un carro.
—¿Qué hay dentro?— preguntó Natasha.
—Los libros del conde.
—Déjalos. Vasílich los recogerá. No hacen falta.
La carretela estaba llena y no se sabía dónde iba a sentarse Piotr Ilich.
—Irá en el pescante— gritó Natasha. —Tú irás en el pescante, ¿verdad, Petia?
Tampoco Sonia estaba inactiva. Pero el objeto de su actividad era completamente opuesto al de Natasha. Ordenaba las cosas que se dejaban y las apuntaba, según deseo de la condesa, procurando llevarse lo más posible.
XVII
A las dos de la tarde los cuatro coches de los Rostov, enganchados y dispuestos para la marcha, esperaban su salida. Los carros con los heridos, uno detrás de otro, habían comenzado a salir del patio. El coche en que iba el príncipe Andréi atrajo la atención de Sonia, que, con una doncella, preparaba el asiento para la condesa en la enorme y alta carroza que esperaba frente a la puerta.
—¿De quién es este coche?— preguntó Sonia, asomándose por la ventanilla.
—¿No lo sabe, señorita?— dijo la doncella. —Es el príncipe herido... Ha pasado la noche en nuestra casa. También viene con nosotros.
—Pero ¿quién es? ¿Cómo se llama?
—Es el antiguo prometido de la señorita, el príncipe Bolkonski— respondió la doncella suspirando. —Dicen que está a punto de morir.
Sonia saltó de la carroza y corrió hacia la condesa, quien, vestida ya para el viaje, con sombrero y chal, se paseaba con aire cansado y esperaba en la sala a los suyos para sentarse, con las puertas cerradas, y rezar antes de la partida. Natasha no estaba en la habitación.
—¡Maman— dijo Sonia, —el príncipe Andréi está aquí mortalmente herido! Viene con nosotros.
La condesa, asustada, abrió los ojos; agarró a Sonia por el brazo y se volvió para mirar.
—¿Y Natasha?— dijo.
Para Sonia y la condesa aquella noticia no tenía al pronto más que un sentido. Conocían bien a su Natasha, y el temor de lo que esa noticia iba a representar para ella ahogaba en las dos todo sentimiento de compasión hacia un hombre al que ambas querían.
—Natasha no sabe nada todavía. Pero él viene con nosotros.
—¿Y dices que está a punto de morir?
Sonia afirmó con la cabeza.
La condesa la abrazó llorando.
“Los designios del Señor son inescrutables”, pensó sintiendo que en todo cuanto estaba ocurriendo se manifestaba la mano del Todopoderoso, hasta entonces oculta a las miradas de los hombres.
—¡Bueno, mamá! ¡Todo está listo! Pero ¿de qué habláis?— preguntó Natasha, entrando rápidamente en la sala con el rostro animado.
—De nada— dijo la condesa. —Si está todo preparado, podemos irnos.
Y la condesa se inclinó sobre su bolso para ocultar el rostro alterado.
Sonia abrazó y besó a Natasha, quien la miró interrogativamente.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?
—Nada... no es nada...
—¿Algo muy malo para mí?... ¿Qué es?— insistió la sensible Natasha.
Sonia suspiró, sin contestar. El conde, Petia, Mme Schoss, Mavra Kuzmínishna y Vasílich entraron en la sala. Cerraron las puertas, se sentaron y permanecieron unos segundos en silencio, sin mirarse unos a otros.
El conde fue el primero en levantarse; después, con un profundo suspiro, se santiguó vuelto hacia el icono. Todos lo imitaron. El conde abrazó a Mavra Kuzmínishna y a Vasílich, que se quedaban en Moscú, y mientras ellos procuraban apresar su mano y lo besaban en el hombro, les golpeó levemente la espalda y balbuceó algunas palabras confusas, consoladoras y cariñosas.
La condesa se dirigió al oratorio; Sonia la encontró arrodillada delante de algunas imágenes que quedaban en la pared. (Los iconos más valiosos habían sido embalados, como recuerdos de familia, y los llevaban consigo.)