Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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VI
A su regreso con la Corte de Vilna a San Petersburgo, Elena se encontró en una situación embarazosa.
Gozaba en San Petersburgo de la protección especial de un personaje situado en uno de los puestos más importantes del Estado. Pero en Vilna había intimado con un joven príncipe extranjero. Cuando regresó a San Petersburgo, el príncipe y el alto personaje (ambos estaban allí) quisieron hacer valer sus derechos y a Elena se le planteó un problema, nuevo para ella, de conservar sus íntimas relaciones con ambos sin ofender a ninguno de los dos.
Pero lo que a otra mujer habría parecido difícil y, quizá, imposible no hizo vacilar un instante a la condesa Bezújov, que no en vano era considerada mujer inteligentísima. Disimular y procurar salir de apuros mediante la astucia era estropearlo todo y declararse culpable. Por el contrario, como persona verdaderamente fuerte que puede cuanto quiere, Elena se situó en el terreno de alguien a quien asiste la razón, cosa en la cual creía sinceramente, colocando a todos los demás en situación de culpables.
La primera vez que el joven extranjero se permitió hacerle un reproche, Elena, levantando orgullosamente su bella cabeza y volviéndose a medias hacia él, le dijo con firmeza:
—Voilà l'égoïsme et la cruauté des hommes! Je ne m'at-tendais pas à autre chose. 451La mujer se sacrifica y sufre por vosotros, y he ahí la recompensa. ¿Qué derecho tiene usted, señor mío, de pedirme cuentas de mis amistades y de mis afectos? Ese hombre ha sido para mí más que un padre.
El joven quiso decir algo, pero Elena lo interrumpió:
—Eh bien, oui, peut-être 452que tenga hacia mí sentimientos distintos de los de un padre, pero ésa no es razón para que le cierre la puerta. No soy un hombre para ser ingrata. Sepa usted que en cuanto se refiere a mis sentimientos íntimos, no doy cuenta más que a Dios y a mi conciencia— terminó, llevándose la mano al alto y hermoso pecho y levantando los ojos al cielo.
—Mais écoutez-moi, au nom de Dieu.
—Épousez-moi, et je serai votre esclave.
—Mais c'est imposible.
—Vous ne daignez pas descendre jusqu'à moi, vous... 453— dijo Elena rompiendo a llorar.
El personaje trató de consolarla, y ella, a través de las lágrimas, dijo (como si no supiese lo que decía) que nada podía impedir esa boda, que ya había otros ejemplos (entonces no abundaban, pero Elena recordó a Napoleón y a algún otro alto personaje), que ella no había sido nunca mujer de su marido, que había sido sacrificada.
—Pero las leyes, la religión...— dijo el personaje, comenzando ya a ceder.
—Las leyes, la religión...— repitió Elena. —¿Para qué han sido inventadas si no pueden hacer esto?
El importante personaje pareció asombrado de que un razonamiento tan sencillo no se le hubiera ocurrido nunca y pidió consejo a los santos padres de la Compañía de Jesús, con los que tenía estrecha amistad.
Unos días después, en una de las espléndidas fiestas que daba Elena en su villa de Kámmeni Ostrov, le presentaron a M. de Jobert, un jésuite à robe courte 454encantador; ya no joven, con el pelo blanco como la nieve, ojos negros y brillantes. En el jardín, a la luz de los faroles y bajo el ritmo de la música, habló con Elena acerca del amor a Dios, a Cristo y al Corazón de la Santísima Madre y de los consuelos que en este mundo y en el otro ofrece la única religión verdadera, la religión católica.
Elena llegó a sentirse conmovida y varias veces sus ojos y los de M. Jobert se llenaron de lágrimas y les tembló la voz. Un caballero la invitó a bailar y esto interrumpió la conversación de Elena con su futuro directeur de conscience. Pero al día siguiente, por la tarde, M. Jobert acudió solo a la casa de Elena y desde entonces se convirtió en un asiduo visitante de la condesa.
Un día la llevó a la iglesia católica y Elena cayó de rodillas ante un altar. Un francés, algo maduro, realmente encantador, posó su mano sobre la cabeza de Elena y ella —como contaba después— sintió un aire fresco que entraba en su pecho. Le explicaron que aquello era la grâce.
En seguida la condujeron ante un abate à robe longue, 455quien oyó su confesión y la absolvió. Al día siguiente le llevaron una cajita para que pudiera comulgar en su casa. Pocos días después Elena supo con alegría que había entrado en el seno de la Iglesia católica, la única verdadera, y que el mismo Papa tendría conocimiento de ello y le enviaría cierta carta.
Todo cuanto sucedía durante ese tiempo en torno a ella, la atención que le dedicaban personas tan inteligentes, expresada en forma tan refinada y agradable, el estado de pureza en que ahora se hallaba, semejante al de una paloma (vestía siempre trajes blancos con cintas blancas), le causaba gran placer. Mas ese placer no le hacía olvidar ni por un instante sus objetivos. Y como suele ocurrir cada vez que entra en juego la astucia, un tonto siempre puede vencer al más inteligente; Elena, comprendiendo que su conversión al catolicismo iba dirigida, principalmente, a sacarle dinero para las fundaciones de los jesuitas (acerca de lo cual ya le habían hecho alusiones) insistió, antes de darlo, en que se llevaran a cabo las operaciones que la desligaran de su marido. Para ella la importancia de toda religión se reducía a la posibilidad de satisfacer los deseos humanos, observando desde luego ciertas conveniencias. Y a este fin, en una conversación con su director espiritual, exigió una inmediata respuesta a la pregunta de hasta qué punto estaba ligada por el matrimonio.
Sentados en la sala, junto a una ventana abierta por la cual les llegaba el perfume de las flores, permanecían callados. Anochecía. Elena llevaba un vestido blanco transparente que dejaba al descubierto sus hombros y el pecho.
El abate, bien nutrido, perfectamente rasuradas las gruesas mejillas, de boca atractiva, bien dibujada, tenía modestamente posadas sus manos blancas en las rodillas. Sentado muy cerca de Elena, miraba de vez en cuando su rostro con serena admiración y sonrisa sutil y exponía su opinión acerca del problema que los ocupaba. Elena, con sonrisa inquieta, contemplaba sus cabellos rizados, sus mejillas regordetas, morenas y bien afeitadas, atenta a cualquier nuevo giro que pudiera tomar la conversación. Pero el abate, que evidentemente se complacía en admirar la belleza de su interlocutora, no olvidaba su objetivo.
El director espiritual razonaba así:
—Ignorando la importancia del hecho, hizo promesa de fidelidad a un hombre que, por su parte, al aceptar el matrimonio sin creer en su importancia religiosa, cometía un sacrilegio. Semejante matrimonio no posee el doble carácter que debe tener. Sin embargo, a usted la ata una promesa. Usted no la ha cumplido. ¿Qué pecado cometió con ese acto? Péché véniel, péché mortel? Péché véniel, puesto que lo hizo sin mala intención. Ahora bien, si usted contrae nuevo matrimonio con el fin de tener hijos, ese pecado puede serle perdonado. Pero la cuestión se divide otra vez en dos: primero...
Pero Elena, cansada ya de aquellos razonamientos, dijo de pronto con fascinante sonrisa:
—Yo creo que al entrar en la verdadera religión no puedo seguir ligada por lo que hice obligada por la falsa.
El directeur de consciencequedó asombrado de la simplicidad con que expuso el problema del huevo de Colón. Estaba maravillado de los rápidos progresos de su nueva discípula, pero no podía renunciar a los propios razonamientos construidos con tanto esfuerzo.
—Entendons-nous, comtesse— dijo.
Y comenzó a rebatir las razones de su hija espiritual.
VII
Comprendía Elena que el asunto era muy sencillo y fácil desde el punto de vista espiritual pero que sus guías creaban dificultades porque temían el juicio de la sociedad.