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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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Estos nombres me eran desconocidos; no sentía ningún deseo de pasar veladas en compañía de Vsevolod Romanov, ni me interesaba en absoluto la esposa de cara chata de Lorenz —así que no sólo no acepté la invitación sino que desde entonces empecé a rehuir al artista.

Por la mañana el grito del vendedor de patatas «Prima Kartoffel!» resonaba en la calle, con un sonsonete alto y disciplinado (¡pero cómo palpita el corazón del joven tubérculo!), o bien un bajo sepulcral proclamaba «Blumenerde!» Al ruido de las alfombras al ser sacudidas se unía a veces un organillo, pintado de marrón y montado sobre escuálidas ruedas de carro, con un dibujo circular en la parte delantera que representaba un idílico arroyo; y el organillero, dándole a la manivela ora con la mano derecha, ora con la izquierda, entonaba un apagado «o solé mió». Aquel sol ya me invitaba a la plaza. En su jardín, un joven castaño, que aún era incapaz de andar solo y por esto lo sostenía un palo, se adornó de improviso con una flor de mayor tamaño que el suyo. Sin embargo, las lilas no florecieron durante mucho tiempo; pero cuando por fin decidieron hacerlo, en una sola noche, que dejó un considerable número de colillas bajo los bancos, circundaron el jardín con rizada exuberancia. Detrás de la iglesia, en una tranquila callejuela, las acacias blancas dejaron caer sus pétalos un grisáceo día de junio, y el asfalto oscuro más próximo a la acera dio la impresión de estar salpicado de crema de trigo. En los arriates de rosas que rodeaban la estatua de un corredor de bronce, la Gloria de Holanda separaba los bordes de sus pétalos rojos, seguida del General Arnold Janssen. Un día feliz y sin nubes del mes de julio, tuvo lugar una representación muy lograda de un vuelo de hormigas: las hembras se remontaron en el aire, y los gorriones, remontándose a su vez, las devoraron; y en los lugares donde nadie las molestaba se arrastraban por la grava y soltaban sus débiles alas de actor. Los periódicos informaron de que como resultado de una ola de calor, en Dinamarca se observaban muchos casos de locura: la gente se arrancaba las ropas y saltaba a los canales. Polillas macho volaban de un lado a otro en salvajes zigzagues. Los tilos pasaron por todas sus complicadas, aromáticas y desordenadas metamorfosis.

Fiodor, en mangas de camisa, sin calcetines y con zapatos de lona, pasaba la mayor parte del día en un banco añil del jardín público, con un libro en los largos y bronceados dedos; y cuando el sol quemaba demasiado, apoyaba la cabeza en el respaldo caliente del banco y cerraba los ojos durante largos ratos; las ruedas fantasmales de la jornada ciudadana giraban en el interior escarlata y sin fondo, y las chispas de voces infantiles pasaban velozmente, y el libro, abierto en su regazo, era cada vez más pesado y menos parecido a un libro; pero ahora el escarlata se oscurecía tras una nube pasajera y él, levantando el cuello sudoroso, abría los ojos y de nuevo contemplaba el parque, el césped con las margaritas, la grava recién regada, la niña que jugaba sola a la pata coja, el cochecito infantil y el bebé, consistente en dos ojos y un sonajero rosa, y el viaje del disco cegado, vivo, y radiante a través de la nube. Entonces todo volvía a brillar, en la calle moteada de sol, bordeada de árboles inquietos, pasaba con estruendo un camión de carbón, cuyo sucio conductor, en su elevado asiento, apretaba entre los dientes el tallo de una hoja verde esmeralda.

Al atardecer iba a dar una lección —a un hombre de negocios de pestañas rubias, que le miraban con perplejidad malévola mientras Fiodor, sin darse cuenta, le leía a Shakespeare; o a una colegiala que llevaba un jersey negro y a quien a veces sentía deseos de besar en la nuca inclinada y amarillenta; o a un tipo jovial y corpulento que había servido en la Marina imperial, que decía es? (sí-sí) y obtnosgovat' (deducir), y se estaba preparando para dat' drapu (largarse) a México, para huir en secreto de su amante, vieja apasionada y triste, que pesaba cien kilos, y que casualmente había huido a Finlandia en el mismo trineo que él, y desde entonces, en perpetuo tormento de celos, le alimentaba con pasteles de carne, budines de crema, setas adobadas... Además de estas lecciones de inglés, había lucrativas traducciones comerciales —informes sobre la baja conductividad del sonido de los pavimentos de baldosas, o tratados sobre cojinetes de bolas; y, finalmente, obtenía una renta modesta, pero especialmente preciada, de sus poesías líricas, que componía en una especie de trance embriagado, y siempre con el mismo fervor nostálgico y patriótico; algunas no se materializaban en forma definitiva, sino que se disolvían, fertilizando las profundidades más íntimas, mientras otras, completamente pulidas y equipadas con todas sus comas, iban con él hasta la redacción del periódico, primero en un metro cuyos reflejos brillantes ascendían con rapidez por los barrotes verticales de latón, y luego en el extraño vacío de un ascensor hasta el piso noveno, donde, al final de un pasillo del color de la arcilla para modelar, en una pequeña habitación que olía «al cadáver en descomposición de la actualidad» (como solía decir el cómico número uno de la oficina), se hallaba el secretario, persona flemática y mofletuda, sin edad y virtualmente sin sexo, que más de una vez había salvado la situación cuando, airados por algún artículo del periódico liberal de Vasiliev, llegaban amenazadores camorristas, trotskistas alemanes contratados in situ, o algún robusto fascista ruso, bribón y místico.

El teléfono sonaba como un cencerro; surgían pruebas onduladas; el crítico teatral leía un periódico ruso de Vilna. «¡Cómo! ¿Que le debemos dinero? Nada de eso», decía el secretario. Cuando se abría la puerta de la derecha, podía oírse la sonora voz de Getz dictando, o a Stupishin carraspeando, y entre el tecleo de varias máquinas de escribir, distinguirse el rápido parloteo de Tamara.

A la izquierda estaba la oficina de Vasiliev; su chaqueta de lustrina le tiraba a la altura de los gruesos hombros cuando, en pie ante el atril que usaba como escritorio, resoplaba como una potente máquina, mientras escribía, con su caligrafía desaseada y numerosos borrones de colegial, el editorial titulado: «Ningún progreso a la vista» o «La situación en China»..Se detenía de repente, ensimismado, hacía un ruido semejante al de una lima de metal al rascarse la ancha mejilla barbuda con un dedo, y entrecerraba un ojo, sombreado por una espesa ceja negra que no tenía un solo pelo gris —que aún hoy es recordada en Rusia. Junto a la ventana (al otro lado de la cual había un edificio de oficinas similar, en el que se efectuaban trabajos de reparación a tan gran altura que a uno se le antojaba que podrían aprovechar la ocasión para arreglar el mellado desgarrón de los grises nubarrones), había un plato hondo con una naranja y media y un apetitoso frasco de yogur, y en el armario inferior, cerrado con llave, de las estanterías se guardaban cigarros prohibidos y un gran corazón azul y rojo. Sobre una mesa se amontonaban periódicos soviéticos atrasados, libros baratos de cubiertas chillonas, cartas —en que se suplicaba, recordaba, reprobaba—, la piel de media naranja, una página de periódico con una ventana recortada y una fotografía de la hija de Vasiliev, que vivía en París, joven con un encantador hombro desnudo y cabellos de un rubio ceniza: era una actriz sin éxito y se hacía frecuente mención de ella en la columna de cine de la Gazeta: «... nuestra dotada compatriota Silvina Lee...» —aunque nadie había oído hablar de tal compatriota.

Vasiliev aceptaba y publicaba de buen grado las poesías de Fiodor, no porque le gustaran (en general, ni siquiera las leía) sino porque le resultaba del todo indiferente lo que pudiese adornar la parte no política del periódico. Después de calcular de una vez por todas el nivel de cultura por debajo del cual no podía caer, por naturaleza, un colaborador determinado, Vasiliev le dio carta blanca, aunque dicho nivel se remontara apenas por encima de cero. Y las poesías, por ser una mera bagatela, pasaban casi enteramente sin control, se introducían gota a gota por hendiduras en donde se hubieran encallado necedades de más peso y volumen. ¡Pero qué chillidos de alegría y excitación se oían en todas las jaulas de pavos reales de nuestra poesía emigrada, desde Letonia a la Riviera! ¡Han publicado la mía! ¡Y la mía! En cuanto a Fiodor, que opinaba que sólo tenía un rival —Koncheyev (quien, a propósito, no era colaborador de la Gazeta)—, no se preocupaba de sus vecinos de imprenta y gozaba de sus propias poesías al igual que los demás. Había veces que no podía esperar al correo de la tarde para recibir su ejemplar y se compraba uno media hora antes en la calle, y con todo descaro, apenas algo alejado del quiosco, aprovechando la luz rojiza próxima a los puestos de fruta, donde montañas de naranjas despedían fulgores en el azul del incipiente crepúsculo, desdoblaba el periódico —ya veces no encontraba nada: otra cosa la había reemplazado; pero si la encontraba, ordenaba bien las páginas y, mientras reanudaba la marcha por la acera, leía su poesía varias veces, variando las entonaciones internas; es decir, imaginaba uno por uno los diversos modos mentales de leer la poesía, que tal vez ya estaban leyendo ahora aquellos cuya opinión consideraba importante —y en cada una de estas encarnaciones diferentes sentía de una manera casi física un cambio en el color de sus ojos, y también en el color de detrás de los ojos, y en el sabor de la boca, y cuanto más le gustaba el chef-d'oeuvre du jour, tanto más perfecta y suculentamente podía leerlo a través de los ojos ajenos.

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