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Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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No sentía ningún deseo de venganza, ni siquiera hacia Samsonov. Avanzaba por el estrecho sendero, trastornada la mente y sin prestar atención al camino que seguía. Un niño lo habría podido derribar, tal era su extenuación. Sin embargo, logró salir del bosque. Los campos segados, desnudos, se extendían hasta perderse de vista.

«Por todas partes la desesperación, la muerte», se dijo y se repitió mientras caminaba.

La suerte quiso que se encontrara en la carretera con un viejo mercader que se dirigía en coche a la estación de Volovia. Le pidió que lo llevara, y el comerciante accedió. En Volovia contrató los caballos que necesitaba para trasladarse a la ciudad. Advirtió que estaba hambriento. Mientras enganchaban los caballos le hicieron una tortilla, que devoró, además de una salchicha y un gran trozo de pan. Después se bebió tres vasitos de aguardiente.

Una vez repuesto, recobró las energías y la lucidez. Los caballos galopaban. Mitia no cesaba de apremiar al cochero mientras imaginaba un nuevo plan «infalible» para procurarse aquel mismo día «el maldito dinero».

—¡A quien se diga que el destino de un hombre puede depender de tres mil miserables rublos...! —exclamó desdeñosamente—. ¡Todo quedará resuelto hoy!

Si el recuerdo continuo e inquietante de Gruchegnka no se hubiera adueñado de él, incluso se habría sentido feliz. Pero ese recuerdo lo apuñalaba a cada instante.

Al fin llegó a la ciudad y corrió a casa de Gruchegnka.

CAPITULO III

Las minas de oro

Ésta era la visita de que Gruchegnka había hablado a Rakitine con tanto temor. La joven esperaba un mensaje y se alegraba de que Mitia estuviese ausente, confiando en que éste no regresaría antes de que ella hubiera partido. Y he aquí que de pronto apareció. Ya sabemos todo lo demás. A fin de desorientarlo había ido a casa de Samsonov acompañada por él, con el pretexto de que tenía que hacer unas cuentas al viejo. Y, al despedirse de Mitia, le había hecho prometer que volvería por ella a medianoche. Esto tranquilizó a Dmitri, que se dijo: «Si está en casa de Samsonov, no irá a reunirse con Fiodor Pavlovitch.» Pero añadió enseguida: «A menos que me haya mentido.»

Mitia la creía sincera, pero, cuando estaba lejos de ella, los celos le llevaban a imaginarse que le hacía toda clase de «traiciones». Cuando volvía a su lado estaba trastornado, convencido de su desgracia; pero apenas veía el bello rostro de su amada, se operaba en él un profundo cambio, olvidaba sus sospechas y se avergonzaba de sus celos.

Volvió presuroso a su alojamiento. ¡Tenía tantas cosas que hacer...! Se sentía más animado.

«He de enterarme por Smerdiakov de lo que ocurrió ayer por la noche. ¿Iría Gruchegnka a casa de mi padre? Esto sería horrible.»

Así, aún no había llegado a su casa y ya apuntaban los celos en su inquieto corazón.

¡Los celos!... «Otelo no era celoso; era un hombre confiado», ha dicho Pushkin Esta observación atestigua la profundidad de nuestro gran poeta. Otelo cree enloquecer cuando ve fracasado su ideal. Pero no acecha escondido, no escucha tras las puertas. Es un hombre confiado. Ha sido necesario que le abran los ojos, que le hablen de la traición con insistencia para que él crea en ella. El verdadero celoso no es así. Es increíble la degradación en que se puede hundir un celoso sin que se lo reproche su conciencia. Y no son siempre almas viles las que proceden de este modo, sino que personas de altos sentimientos y que sienten un amor puro y fervoroso son capaces de acechar desde un escondrijo, comprar miserables espías y entregarse ellas mismas al más innoble espionaje.

Otelo no se habría resignado jamás a sufrir la traición —no digo que hubiera perdonado, sino que no se habría resignado—, aunque era inocente y bueno como un niño.

El verdadero celoso es muy diferente. Es difícil imaginar los extremos de indulgencia a que llegan estos hombres. Los celosos son los que más fácilmente perdonan, bien lo saben las mujeres. Son capaces de perdonar (tras una escena violenta, cierto) la traición casi flagrante, los abrazos y los besos que han visto por sus propios ojos, con tal que sea la última vez, que el rival desaparezca, yéndose al fin del mundo, o que ellos puedan irse con la mujer amada a un lugar donde el otro no pueda encontrarlos. Naturalmente, la reconciliación dura poco, pues, desaparecido el verdadero rival, el celoso inventará otro. ¿Qué valor tiene un amor que obliga a una vigilancia incesante? Ninguno. Pero esto no lo comprenderá jamás el típico celoso.

Como hemos dicho, entre los celosos hay hombres de gran sensibilidad, y lo más sorprendente es que, mientras permanecen al acecho, aun comprendiendo lo vergonzoso de su conducta, no se sienten avergonzados. Cuando se encontraba ante Gruchegnka, Mitia dejaba de ser un hombre celoso y se convertía en un ser noble y confiado, llegando incluso a reprocharse sus mezquinos sentimientos. Esto significaba, sencillamente, que Gruchegnka le inspiraba un amor más puro de lo que él creía, un amor en el que había algo más que sensualidad, algo más que la atracción carnal de que había hablado a Aliocha. Pero apenas se separaba de ella, Dmitri volvía a creerla capaz de cometer las mayores vilezas, las más perversas traiciones, sin sentir el menor remordimiento.

O sea que los celos le atormentaban nuevamente. Por otra parte, no podía perder ni un minuto. Ante todo tenía que procurarse algún dinero, pues los nueve rublos reunidos el día anterior se los había gastado en el viaje, y todos sabemos que sin dinero no se va a ninguna parte. Mitia había pensado en esto cuando regresaba en el carricoche, al mismo tiempo que forjaba su propio plan. Tenía dos excelentes pistolas que nunca había empeñado, por ser objetos de su predilección. En la taberna «La Capital» había trabado conocimiento con un funcionario joven, soltero, hombre acomodado y aficionadísimo a las armas. Compraba pistolas, revólveres, puñales y formaba con ellos panoplias que mostraba con orgullo, mientras explicaba el sistema de algún revólver o pistola, el modo de cargarlo, de disparar, etcétera.

Mitia fue a proponerle el empeño de las pistolas por diez rublos. El funcionario quedó encantado al verlas e intentó comprárselas, pero Mitia se opuso a venderlas. Entonces el funcionario le entregó los diez rublos y le anunció que no le cobraría ningún interés. Se separaron como dos buenos amigos. Mitia se apresuró a trasladarse al pabellón que estaba detrás de la casa de Fiodor Pavlovitch, con el propósito de hablar con Smerdiakov. Pero todo esto sirvió para que se pudiera comprobar nuevamente que tres o cuatro horas antes de producirse cierto suceso del que hablaremos oportunamente, Mitia no tenía dinero, como demostró empeñando sus preciadas pistolas, y que, después de ocurrir el hecho, estaba en posesión de miles de rublos... Pero no nos anticipemos.

Cuando llegó a casa de María Kondratievna, la vecina de Fiodor Pavlovitch, se enteró, consternado, de la enfermedad de Smerdiakov. Le explicaron su caída en el sótano, la crisis que siguió, la visita del médico, la solicitud de Fiodor Pavlovitch... Le informaron también de que su hermano Iván había salido para Moscú aquella misma mañana. Dmitri se dijo que Iván debía de haber pasado por Volovia antes que él. El caso de Smerdiakov lo inquietaba. ¿Qué haría? ¿A quién encargaría que vigilara para informarle? Preguntó ávidamente a las mujeres de la casa si habían observado algo anormal el día anterior. Ellas comprendieron perfectamente lo que quería decir y lo tranquilizaron. «No, no ha ocurrido nada extraordinario.»

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