Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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Así empezó Mitia, que se embrolló desde sus primeras palabras. Pero no repetiremos exactamente lo que dijo: nos limitaremos a resumirlo. El caso es que, tres meses atrás, Mitia había conferenciado en la capital del distrito con un abogado..., «un abogado famoso, Pavel Pavlovitch Korneplodov, del que usted debe de haber oído hablar... Frente despejada, talento comparable al de un hombre de Estado... Le conoce a usted..., tuvo para usted grandes alabanzas...». Otra vez se desvió del tema principal, pero no se detuvo por tan poca cosa, sino que siguió con ardor por el nuevo camino. Después de oír las explicaciones de Dmitri y de examinar los documentos (Mitia volvió, sin advertirlo, al tema que había dejado), el abogado opinó que se podía entablar un proceso acerca de la aldea de Tchermachnia, heredada por Dmitri de su madre, con objeto de bajar los humos al viejo energúmeno, ya que «no todos los caminos están cerrados y la justicia siempre encuentra alguna salida». En resumen, que se podía sacar a Fiodor Pavlovitch un suplemento de seis mil a siete mil rublos, «pues Tchermachnia vale lo menos veinticinco mil..., ¿qué digo veinticinco mil?..., veintiocho o treinta mil, señor Samsonov, y ese verdugo me ha dado menos de diecisiete mil. Dejé este asunto, por parecerme demasiado complicado, y, al llegar aquí, vi que se me había dirigido una reconvención —al llegar a este punto, Mitia volvió a armarse un lío y pasó a otra cosa—. En fin, respetable señor Samsonov, que estoy dispuesto a cederle todos mis derechos sobre ese monstruo sólo por tres mil rublos. ¿Acepta? Piense que no arriesga usted nada, nada absolutamente: se lo juro por mi honor. Usted percibirá seis mil o siete mil rublos por los tres mil desembolsados... Lo que más me interesa es terminar este asunto hoy mismo. Iremos a la notaría, o... En fin estoy dispuesto a todo. Le puedo entregar cuantos documentos desee, firmaré todo lo que usted quiera. Esta misma mañana formalizamos el convenio y usted me entrega los tres mil rublos. Bien puede hacerlo, ya que es uno de los hombres más acaudalados de la localidad. Así me salvará y, a la vez, me permitirá realizar un acto sublime..., pues abrigo los más nobles sentimientos acerca de una persona que usted conoce perfectamente y a la que usted rodea de una solicitud paternal. De lo contrario, no habría venido. Podemos decir que se han encontrado tres frentes, pues el destino es algo terrible, señor Samsonov. Pero como usted está fuera de combate desde hace tiempo, quedamos sólo dos frentes. Acaso no me expreso bien, pero tenga en cuenta que no soy literato. Los dos frentes son el mío y el de ese monstruo. Por lo tanto, escoja usted: el monstruo o yo. Todo está ahora en sus manos: tres destinos, dos frentes... Perdóneme: me he armado un lío. Pero usted me entiende..., leo en sus ojos que me ha comprendido... De lo contrario, ahora mismo me marcharía. Esto es todo».
Con estas palabras, Mitia cortó en seco su extravagante discurso. Se levantó y esperó una respuesta a su absurda proposición. Al pronunciar su última frase tuvo la sensación de que había fracasado y, sobre todo, de que su exposición había sido un verdadero galimatías. «Es extraño: vine aquí completamente seguro de mí mismo, y no he dado pie con bola.» Mientras él hablaba, el viejo había permanecido impasible, observándole con gesto glacial. Transcurrido un minuto, Samsonov dijo con una firmeza descorazonadora:
—Perdone. Los negocios de ese género no nos interesan.
Mitia sintió como si las piernas se le escaparan de debajo del cuerpo.
—¿Qué será de mí, señor Samsonov? —murmuró con una amarga sonrisa—. Estoy perdido.
—Perdone, pero...
Mitia, que permanecía de pie e inmóvil, observó un cambio en el rostro del viejo y se estremeció.
—Verá usted, señor —dijo el anciano—, esos negocios son peligrosos. Veo un proceso, abogado, el diablo y su corte. Pero hay una persona a la que se puede dirigir.
—¡Dios mío! —balbuceó Mitia—. ¿Quién es esa persona? Me devuelve usted la vida.
—Esa persona no está aquí en este momento. Es un campesino, un traficante de madera llamado Liagavi. Lleva ya un año tratando de llegar a un acuerdo con Fiodor Pavlovitch para la compra del bosque de Tchermachnia. No se han entendido. Seguramente habrá oído usted hablar de esos tratos. Precisamente ahora está Liagavi allí. Se hospeda en casa del padre Ilinski, en la aldea de este nombre, a doce verstas de la estación de Volovia. Me ha escrito hablándome de este asunto y pidiéndome consejo. Fiodor Pavlovitch quiere ir a verlo. Si usted va antes y hace a Liagavi la proposición que me ha hecho a mí, tal vez...
—¡Una idea genial! —exclamó Mitia, entusiasmado—. Es precisamente lo que necesita ese hombre. Quiere comprar, considera que el precio es excesivo, y con el documento que yo firme puede considerarse propietario del bosque. ¡Esto es magnífico!
Y Mitia lanzó una carcajada seca, inesperada, que sorprendió a Samsonov.
—¡No sé cómo agradecérselo, Kuzma Kuzmitch!
—No tiene usted que agradecerme nada —repuso Samsonov con una inclinación de cabeza.
—¡Pero si me ha salvado usted! La Providencia me ha traído aquí... Iré a visitar a ese pope.
—Le repito que no tiene usted por qué darme las gracias.
—Iré a ver a Liagavi sin pérdida de tiempo... No quiero molestarle más... Nunca olvidaré el servicio que me ha hecho. Palabra de ruso que no lo olvidaré.
Intentó apoderarse de la mano del viejo para estrecharla, pero Samsonov le miró de tal modo, que Mitia retiró la mano, aunque enseguida se reprochó a sí mismo su desconfianza, diciéndose: «Debe de estar fatigado.»
—Lo hago por ella, señor Samsonov, sólo por ella —dijo con énfasis.
Luego se inclinó, dio media vuelta y se dirigió a la puerta a grandes zancadas. Temblaba de entusiasmo. Pensaba: «Todo parecía perdido, pero mi ángel guardián me ha salvado. Cuando un hombre de negocios como Samsonov (¡qué noble es!, ¡qué empaque tiene!) me ha indicado este camino, no cabe duda de que tengo el éxito asegurado. Hay que obrar con rapidez. Volveré esta misma noche con la partida ganada... ¿Se habrá burlado de mí ese viejo?»
Así monologaba Mitia al volver a su casa. No veía más que estas dos posibilidades: o había recibido un buen consejo de un hombre experimentado que conocía a Liagavi (¡qué nombre tan chusco!), o el anciano se había burlado de él. Por desgracia, la última hipótesis era la verdadera. Mucho tiempo después de haberse producido el drama, Samsonov confesó entre risas que se había mofado del «capitán». Era un hombre burlón y de malos instintos, propenso a las aversiones morbosas. No sé lo que le indujo a obrar así, si el hecho de que Mitia hubiera creído, como se deducía de su entusiasmo, que él había tomado en serio un plan tan absurdo, o los celos que sintió al pedirle aquel loco tres mil rublos para llevarse a Gruchegnka. Pero lo cierto es que cuando Mitia permanecía ante él con las piernas temblorosas y diciendo estúpidamente que estaba perdido, él lo miró con un gesto de maldad y decidió hacerle una mala jugada.
Cuando Mitia se hubo marchado, Samsonov, pálido de cólera, se encaró con su hijo y le ordenó que tomase las medidas necesarias para que aquel bribón no volviera a poner los pies en la casa. De lo contario...