Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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Todo esto se aclarará muy pronto. Fracasada su última esperanza, aquel hombre fuerte y enérgico se echó a llorar como un niño. Caminaba inconsciente secándose las lágrimas con el puño, cuando tropezó con alguien. Una vieja se tambaleó por efecto del choque, lanzando un grito agudo.
—¡Lleve cuidado, hombre de Dios! Casi me mata.
Mitia, tras observar a la vieja en la oscuridad, exclamó:
—¡Ah! ¿Es usted?
Era la sirvienta de Samsonov, la vieja a la que Dmitri había conocido el día anterior.
La buena mujer cambió de tono.
—¿Y usted quién es, señor?
—¿No sirve usted en casa del señor Samsonov?
—Sí, pero no recuerdo quién es usted.
—Oiga: ¿está en este momento en casa de su señor Agrafena Alejandrovna? Yo mismo la he llevado allí.
—Ha ido, señor, pero se ha marchado enseguida.
—¿Que se ha marchado?
—Sí, ha estado poco tiempo. Ha divertido al señor Samsonov con uno de sus cuentos y se ha ido.
—¡Mientes, arpía! —exclamó Mitia.
—¡Señor! Yo... —balbuceó la vieja.
Pero Mitia había desaparecido ya. Corrió como un rayo a casa de Gruchegnka. Ésta había partido para Mokroie hacía un cuarto de hora. Fenia estaba en la cocina con la cocinera cuando llegó el «capitán». Al verle, Fenia lanzó un grito.
—¿Por qué gritas? —preguntó Mitia—. ¿Dónde está tu dueña?
Y sin esperar la respuesta de Fenia, que estaba paralizada por el terror, cayó de rodillas a sus pies.
—¡Fenia, por Dios, por nuestro Señor Jesucristo, dime dónde está tu ama!
—No lo sé, querido Dmitri Fiodorovitch; no lo sé en absoluto. Aunque me matara usted, no podría decírselo, porque no lo sé. Usted salió con ella de aquí...
—Pero ha vuelto.
—No, no ha vuelto: se lo juro por todos los santos.
—¡Mientes! —rugió Mitia—. Me basta verte temblar, para saber dónde está.
Y echó a correr. Fenia, que aún temblaba de espanto, se felicitó de haber salido tan bien librada, pues comprendía que la cosa habría sido mucho peor para ella si Mitia hubiera dispuesto de tiempo.
Cuando Dmitri se marchó, hizo algo que asombró a las dos mujeres. En la mesa había un mortero con su mano de cobre. Mitia, cuando ya había abierto la puerta, cogió la mano y se la guardó en el bolsillo.
Fenia gimió:
—¡Dios mío! Ese hombre va a matar a alguien.
CAPITULO IV
Tinieblas
¿Hacia dónde corría? No es difícil suponerlo.
—¿Adónde puede haber ido sino a casa del viejo? Es evidente que desde el domicilio de Samsonov se ha trasladado al de mi padre. Toda esta intriga salta a la vista.
Las ideas entrechocaban en su mente. No pasó por el patio de María Kondratievna.
—No conviene sembrar la alarma. Esa mujer debe de ser cómplice, lo mismo que Smerdiakov. ¡Todos están comprados!
Había tomado una resolución y no se volvería atrás. Dio un gran rodeo, pasó por el puentecillo y desembocó en una callejuela de la parte posterior. La calleja, deshabitada y desierta, estaba limitada por un lado por la cerca de un campo de cereales, y por el otro, por la empalizada que rodeaba el jardín de Fiodor Pavlovitch.
Para escalar esta empalizada, Mitia escogió el mismo sitio que había utilizado muchos años atrás, según se contaba, Elisabeth Smerdiachtchaia.
—Si ella pudo saltar por aquí —se dijo Mitia—, ¿por qué no he de poder yo?
De un salto, consiguió aferrarse a lo alto de la empalizada. Trepó y pronto se vio sentado a horcajadas sobre las maderas.
Cerca estaban las estufas, pero Mitia sólo observaba las ventanas iluminadas de la casa.
—Hay luz en el dormitorio del viejo. Gruchegnka está allí.
Y saltó al jardín. Sabía que Grigori y Smerdiakov estaban enfermos, que nadie podía oírlo. Sin embargo, con instintivo impulso permaneció inmóvil y aguzó el oído. Un silencio de muerte le rodeaba. La calma era absoluta; no se movía ni una hoja... «Sólo se oye el silencio...» Este verso acudió a su memoria. Luego se dijo:
—Con tal que no me haya oído nadie... Creo que, en efecto, nadie me ha oído.
Se deslizó por el césped con paso felino, aguzando el oído, sorteando los árboles y la maleza. Se acordó de que había debajo de las ventanas densos macizos de saúcos y viburnos. La puerta que daba acceso al jardín por el lado izquierdo estaba cerrada: lo comprobó al pasar. Al fin, llegó a los macizos y allí se escondió. Contenía la respiración. «Hay que esperar. Si me han oído, estarán escuchando. Quiera Dios que no me entren ganas de toser o estornudar.»
Esperó un par de minutos. El corazón le latía con violencia. Respiraba con dificultad.
—Estas palpitaciones no cesarán. No puedo seguir esperando.
Permanecía en la sombra, tras un macizo iluminado a medias.
—¡Qué rojas son las bayas de los viburnos! —murmuró maquinalmente.
Deslizándose como un lobo, se acercó a la ventana y se levantó sobre las puntas de los pies. Entonces pudo ver el dormitorio de Fiodor Pavlovitch. Era una habitación pequeña y dividida en dos por biombos rojos, «chinos», como les llamaba su propietario.
«Gruchegnka está detrás de los biombos», pensó Mitia.
Y se dedicó a observar a su padre. Éste llevaba una bata que Dmitri no había visto nunca. Era de seda, listada, y de su cintura pendían cordones rematados por borlas. El cuello, doblado y abierto, dejaba ver una elegante camisa de fina holanda y botones de oro. En la cabeza llevaba el pañuelo rojo con el que le había visto Aliocha. Mitia pensó: «Se ha puesto guapo.» Fiodor Pavlovitch estaba cerca de la ventana, pensativo. De pronto, se acercó a la mesa, se sirvió medio vaso de coñac y se lo bebió. Después lanzó un hondo suspiro y otra vez estuvo inmóvil unos instantes. Después se acercó, distraído, al espejo, y levantó el pañuelo para examinar los cardenales y las costras que tenía en la cabeza.
«Seguramente está solo.»
Fiodor Pavlovitch se separó del espejo y se acercó de nuevo a la ventana. Mitia retrocedió para refugiarse en la oscuridad.