Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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«¿Estará Gruchegnka durmiendo detrás de los biombos?»
Fiodor Pavlovitch se retiró de la ventana.
«La espera a ella —se dijo Mitia—. No hay razón para que aceche en la oscuridad. O sea, que ella no está aquí. La impaciencia devora al viejo.»
Mitia volvió a mirar por la ventana. Fiodor Pavlovitch estaba sentado ante la mesa. Su tristeza era evidente. Apoyó el codo en la mesa y la cara en la mano. Mitia lo observaba ávidamente.
«Está solo, completamente solo. Si Gruchegnka estuviera aquí, no estaría tan triste.»
Y, aunque parezca mentira, le molestó que Gruchegnka no estuviera allí.
«No es su ausencia lo que me inquieta —se explicó a sí mismo—, sino no saber qué hacer.»
Posteriormente, Mitia recordó que discurría con perfecta lucidez en aquellos momentos y que se daba cuenta de todo.
Su ansiedad procedía de la incertidumbre que se había apoderado de él y que iba en continuo aumento.
«¿Está aquí o no está?»
De pronto, tomó una resolución. Extendió el brazo y dio unos golpes en la ventana: primero dos golpes espaciados, después tres golpes que se sucedieron rápidamente: era la señal convenida con Smerdiakov para que éste anunciara al viejo la llegada de Gruchegnka. Fiodor Pavlovitch se estremeció, levantó la cabeza y corrió a la ventana. Mitia volvió a ocultarse en las sombras. Fiodor Pavlovitch abrió la ventana y se asomó.
—Gruchegnka, ¿eres tú? —preguntó con voz alterada—. ¿Dónde estás, querida, ángel mío? ¿Dónde estás?
Jadeaba de emoción. «Está solo», se dijo Mitia.
—¿Dónde estás? —repitió el viejo, con todo el busto fuera de la ventana para poder mirar en todas direcciones—. Ven. Tengo un regalo para ti. Ven y lo verás.
«El sobre con los tres mil rublos», pensó Dmitri.
—¿Pero dónde estás? ¿Acaso en la puerta? Voy a abrir.
Fiodor Pavlovitch estuvo a punto de caer al exterior al mirar hacia la puerta que daba al jardín. Escrutaba las tinieblas. Se dispuso a ir a abrir sin esperar la respuesta de Gruchegnka. Mitia no vaciló. La luz interior permitía ver claramente el perfil detestado del viejo, con su prominente nuez, su nariz curvada, sus labios que sonreían en una espera voluptuosa. Una cólera infernal hirvió de pronto en el corazón de Mitia. «He aquí mi rival, mi verdugo.» Sintió un impulso irresistible: el arrebato de que le había hablado a Aliocha cuando conversaron en el pabellón.
—¿Pero serías capaz de matar a tu padre? —había preguntado Aliocha.
—No lo sé —había contestado Mitia—. Tal vez lo mate, tal vez no. Temo no poder soportar la visión de su cara en algún momento. Detesto su nuez, su nariz, sus ojos, su sonrisa impúdica. Me repugnan. Esto es lo que me inquieta. No podré contenerme.
La repugnancia llegó a lo intolerable. Mitia, fuera de sí, sacó del bolsillo la mano de cobre del mortero.
«Dios me salvó en aquel momento», dijo más tarde Mitia. Y así fue, pues en aquel preciso instante el dolor despertó a Grigori. Antes de acostarse se había aplicado el remedio de que Smerdiakov hablara a Iván Fiodorovitch. Después de haberse frotado, ayudado por su mujer, con una mezcla de aguardiente y una infusión secreta fortísima, se bebió el resto del brebaje mientras Marta Ignatievna murmuraba una oración. Ella también tomó algunos sorbos, y, como no tenía costumbre de beber, se durmió profundamente al lado de su marido. De pronto, éste se despertó, estuvo pensativo un momento y, aunque sentía un dolor agudo en los riñones, se levantó y se vistió a toda prisa. Tal vez le parecía vergonzoso estar durmiendo cuando la casa no tenía guardián en «momentos de peligro». Smerdiakov permanecía inmóvil, agotado. «No tiene ninguna resistencia», pensó Grigori mientras le dirigía una mirada. Y, gimiendo, salió al soportal. Sólo quería echar una mirada desde allí, pues no tenía fuerzas para ir más lejos, a causa del tremendo dolor que sentía en los riñones y en la pierna derecha. De pronto, se acordó de que no había cerrado con llave la puertecilla del jardín. Era un hombre minucioso, esclavo del orden establecido y de los hábitos inveterados. Cojeando y entre contorsiones de dolor, bajó las gradas del porche y se dirigió al jardín. La puerta estaba abierta de par en par. Entró maquinalmente. Había creído oír o ver a alguien. Pero miró a la izquierda y sólo vio la ventana abierta: en ella no había nadie. «¿Por qué la habrá dejado abierta? No estamos en verano», pensó Grigori.
En este momento vio frente a él, a unos cuarenta pasos, una sombra que corría velozmente. Alguien huía en la oscuridad. Grigori lanzó una exclamación y, olvidándose de su lumbago, emprendió la persecución del fugitivo. Como conocía el jardín mejor que el intruso, pudo ganar tiempo atajando. Mitia se dirigió a las estufas, las contorneó y llegó a la empalizada. Grigori, que no lo había perdido de vista, lo alcanzó en el momento en que empezaba a trepar por la cerca. Fuera de sí, Grigori profirió un grito y se aferró a una pierna de Dmitri. Su presentimiento se había cumplido. Reconoció al intruso en el acto: era él, el «miserable parricida».
—¡Parricida! —gritó el viejo.
Pero no pudo decir nada más: un certero golpe, y Grigori se desplomó como fulminado. Mitia saltó de nuevo al jardín y se inclinó sobre el cuerpo inerte. Maquinalmente, se deshizo de la mano del mortero, que arrojó cayera donde cayese, y que quedó a dos pasos de él, en el sendero, expuesto a la vista de todos.
Grigori tenía la cabeza llena de sangre. Mitia le palpó el cráneo, preguntándose con ansiedad si se lo habría roto, o si el viejo sufriría una simple conmoción. La sangre tibia fluía, impregnando los dedos temblorosos del agresor. Mitia sacó del bolsillo el inmaculado pañuelo que había cogido para ir a visitar a la señora de Khokhlakov y lo aplicó a la herida con la insensata esperanza de contener la sangre. El pañuelo se empapó enseguida. «Bueno, ¿y qué? ¡Cualquiera sabe lo que tiene! Pero eso poco importa ahora... Desde luego, lleva lo suyo. Si lo he matado, peor para él.»
Dijo esto en voz alta. Acto seguido, trepó por la empalizada y saltó a la callejuela. Echó a correr, al mismo tiempo que se guardaba en el bolsillo de la levita el pañuelo ensangrentado que llevaba en su mano derecha. Algunos transeúntes recordaron más tarde que aquella noche se habían cruzado con un hombre que corría como alma que lleva el diablo.
Se dirigió de nuevo a casa de la señora de Morozov. Cuando se había marchado después de su primera visita, Fenia se había apresurado a hablar con el portero, Nazario Ivanovitch, para suplicarle que no dejara entrar a Dmitri ni aquel día ni el siguiente. Una vez enterado de todo, el portero prometió hacer lo que se le decía, pero hubo de subir a casa del propietario, que en aquel momento le llamó. Dejó al cuidado de la portería a un sobrino suyo, muchacho de veinte años, recién llegado del campo, pero se le olvidó advertirle que no debía permitir la entrada al capitán. El muchacho, que guardaba buen recuerdo de las propinas de Mitia, lo reconoció y le abrió la puerta. Con amable sonrisa, se apresuró a informarle de que Agrafena Alejandrovna no estaba en casa. Mitia se quedó clavado en el suelo.