El Laberinto
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Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?
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– No lo hará, señor.
– ¿Ahora resulta que eres médico, Braissart?
– Su estado se ha deteriorado a lo largo del día.
Authié les volvió la espalda, con las manos apoyadas en las caderas, y se puso a mirar por la ventana en dirección a la catedral.
– Bien, ¿qué tenéis para mí?
– Biau le ha pasado una nota -dijo Domingo.
– Que se ha esfumado -comentó Authié con ironía-, junto con la chica. ¿Para qué has venido, Domingo, si no tienes nada nuevo que decirme? ¿Por qué me haces perder el tiempo?
La tez de Domingo adquirió un desagradable tono rojizo.
– Sabemos dónde está, señor. Santini la encontró hoy mismo en Toulouse.
– ¿Y bien?
– Salió de Toulouse hace una hora, más o menos -dijo Braissart-. Pasó la tarde en la Biblioteca Nacional. Santini va a enviarnos por fax una lista de los sitios que ha visitado.
– ¿Habéis pensado en seguir el coche? ¿O es demasiado pedir?
– Lo estamos siguiendo. Viene en dirección a Carcasona.
Authié se sentó en su silla y los miró fijamente a través de la vasta extensión de la mesa de escritorio.
– Entonces supongo que tendréis pensado esperarla en el hotel, ¿no es así, Domingo?
– Así es, señor. ¿En qué hot…?
– Montmorency -replicó él secamente, mientras juntaba los dedos-. No quiero que se percate de que la estamos vigilando. Registrad la habitación, el coche, todo, pero no dejéis que ella lo advierta.
– ¿Buscamos algo más, aparte del anillo y la nota, señor?
– Un libro -dijo él-, más o menos así de alto. Tapas gruesas, atado con cintas de cuero. Muy valioso y sumamente delicado.
Abrió una carpeta que tenía sobre la mesa y les tendió una fotografía.
– Parecido a éste -les dijo. Dejó que Domingo estudiara la foto durante unos segundos y volvió a guardarla-. Y si eso es todo…
– También hemos conseguido esto, de una enfermera del hospital -se apresuró a interrumpirlo Braissart, tendiéndole un papel-. Biau lo tenía en el bolsillo.
Authié lo cogió. Era el resguardo de un paquete franqueado desde la central de correos de Foix, a última hora del lunes por la tarde, a una dirección de Carcasona.
– ¿Quién es Jeanne Giraud? -dijo.
– La abuela de Biau por parte de madre.
– ¿Ah, sí? -dijo el abogado con suavidad, antes de tender la mano y pulsar el botón del interfono de su escritorio-. Aurélie, necesito información sobre una tal Jeanne Giraud. G-i-r-a-u-d. Vive en la Rue de la Gaffe. Lo antes posible. -Authié se reclinó en su silla-. ¿Sabe ya lo que le ha sucedido a su nieto?
El silencio de Braissart respondió a su pregunta.
– Averígualo -dijo Authié secamente-. O mejor aún, mientras Domingo visita a la doctora Tanner, acércate a casa de madame Giraud y echa un vistazo… discreto. Te veré en el aparcamiento frente a la puerta de Narbona, en… -miró brevemente el reloj- treinta minutos.
El interfono volvió a zumbar.
– ¿A qué estáis esperando? -dijo a sus visitantes, despidiéndolos con un gesto de la mano. Esperó a que la puerta se cerrara para contestar.
– ¿Sí, Aurélie?
Mientras escuchaba, se llevó la mano al crucifijo de oro que le colgaba del cuello.
– ¿Ha dicho por qué quiere aplazar una hora la cita? ¡Claro que es una molestia! -exclamó, interrumpiendo las disculpas de su secretaria.
Extrajo el teléfono móvil del bolsillo de la americana. No había mensajes. En el pasado, siempre establecía todos los contactos directamente y en persona.
– Voy a tener que salir, Aurélie -dijo-. Cuando vayas hacia tu casa, deja de paso el informe sobre Giraud en mi apartamento. Antes de las ocho.
Después Authié descolgó su americana del respaldo de la silla, cogió un par de guantes y salió.
Audric Baillard estaba sentado ante un pequeño escritorio, en la habitación de la casa de Jeanne Giraud que daba al frente. Los postigos estaban entrecerrados y el cuarto estaba sumido en la penumbra irregular que producía la luz parcialmente filtrada del crepúsculo. A sus espaldas había una anticuada cama individual, con pies y cabecero de madera labrada, recién hecha con sencillas sábanas blancas de algodón.
Jeanne le había reservado esa misma habitación muchos años atrás, para que la tuviera a su disposición siempre que la necesitara. En un gesto que lo había conmovido profundamente, había reunido en la habitación ejemplares de todas sus publicaciones, que había alineado en una repisa de madera, sobre la cama.
Baillard tenía escasas posesiones. Lo único que guardaba en el cuarto era una muda de ropa y material para escribir. Al comienzo de su larga colaboración, Jeanne se burlaba cordialmente de su preferencia por la tinta y la pluma y por un tipo de papel casi tan grueso como el pergamino. Él se limitaba a sonreír, diciéndole que era demasiado viejo para cambiar de hábitos.
Se preguntaba qué iba a pasar ahora. El cambio sería inevitable.
Se reclinó en la silla, pensando en Jeanne y en lo mucho que su amistad había significado para él. En cada época de su vida, había encontrado mujeres y hombres buenos que lo habían ayudado, pero Jeanne era especial. A través de Jeanne había localizado a Grace Tanner, aunque las dos mujeres no se conocían.
El entrechocar de los cazos devolvió al presente sus pensamientos. Baillard empuñó la pluma y sintió que los años se desvanecían, una repentina ausencia de edad y de experiencia. Volvió a sentirse joven.
De golpe, las palabras acudieron con facilidad a su mente y se puso a escribir. La carta era breve e iba directa al grano. Cuando terminó, Audric secó la tinta reluciente y plegó pulcramente el papel en tres, para meterlo en un sobre. En cuanto tuviera la dirección, podría enviar la carta.
A partir de ahí, todo quedaba en manos de ella. Sólo ella podía decidir.
– Si es atal, es atal. Lo que tenga que ser, será.
Sonó el teléfono. Baillard abrió los ojos. Oyó que Jeanne contestaba y, después, un grito agudo. Primero creyó que el grito procedía de la calle, pero después distinguió el ruido del auricular golpeando contra el suelo de baldosas.
Sin saber cómo, se encontró de pie, intuyendo un cambio en el ambiente. Se volvió hacia el sonido de los pasos de Jeanne subiendo la escalera.
– Qu’es ? -dijo en seguida-. ¡Jeanne! -añadió con más apremio-. ¿Qué ha pasado? ¿Quién era?
Ella lo miró con expresión vacía.
– Un accidente. Yves.
Audric se la quedó mirando con horror.
– Quora ? ¿Cuándo?
– Anoche. El conductor huyó. Hasta ahora no habían conseguido localizar a Claudette. Ha sido ella quien me ha llamado.
– ¿Cómo está?
Jeanne no parecía estar escuchándolo.
– Van a enviar a alguien para que me lleve al hospital de Foix.
– ¿A quién? ¿Lo está organizando Claudette?
– La policía.
– ¿Quieres que te acompañe?
– Sí -replicó ella, tras un instante de vacilación. Después, como una sonámbula, salió de la habitación y atravesó el vestíbulo. Segundos después, Baillard oyó que se cerraba la puerta de su dormitorio.
Impotente y temeroso de una mala noticia, volvió a su habitación. Sabía que no era coincidencia. Su mirada se posó en la carta que había escrito. Hizo ademán de cogerla, pensando que aún era posible frenar la inevitable cadena de acontecimientos, mientras estuviera a tiempo.
Pero en seguida desistió. Sin embargo, quemar la carta habría reducido a la nada todo aquello por lo que había luchado, todo cuanto había padecido.
Tenía que seguir la senda hasta el final.
Baillard cayó de rodillas y se puso a rezar. Las viejas palabras le sonaron rígidas en los labios, pero no tardaron en fluir con facilidad, como antes, conectándolo con todos los que las habían pronunciado en el pasado.
El claxon de un coche que sonaba en la calle lo devolvió al presente. Sintiéndose entumecido y cansado, le costó ponerse de pie. Deslizó la carta en el bolsillo interior de la chaqueta, descolgó la prenda del gancho de la puerta y fue a decirle a Jeanne que había que salir.
Authié estacionó su vehículo en uno de los grandes y anónimos aparcamientos municipales frente a la puerta de Narbona. Por todas partes había enjambres de extranjeros, armados con cámaras y guías turísticas. Todo le parecía despreciable: la explotación de la historia y la descerebrada comercialización de su pasado para entretenimiento de japoneses, norteamericanos e ingleses. Aborrecía las murallas restauradas y el falso revestimiento de pizarra gris de las torres, envoltorio de un pasado imaginado para imbéciles e impíos.
Braissart lo estaba esperando, tal como habían acordado, y le informó rápidamente de lo averiguado. La casa estaba vacía y era fácil acceder por detrás, atravesando los patios traseros. Según los vecinos, un coche de policía había recogido a madame Giraud haría unos quince minutos. Un hombre mayor iba con ella.
– ¿Quién?
– Lo han visto antes por aquí, pero nadie sabe su nombre.
Tras despedir a Braissart, Authié siguió bajando la ladera. La casa estaba a unas tres cuartas partes del camino cuesta abajo, a mano izquierda. La puerta estaba atrancada y los postigos, cerrados, pero aún se percibía un aire de presencia humana reciente.
Pasó de largo hasta el final de la calle, giró a la izquierda por la Rué de Barbarcane y la Place de Saint-Gimer. A las puertas de las casas había algunos vecinos sentados, mirando los coches aparcados en la plaza. Un grupo de niños con bicicletas, con el pecho descubierto y morenos por el sol, holgazaneaban en la escalera de la iglesia. Authié no les prestó atención. Siguió andando a paso rápido, por el acceso asfaltado que discurría por detrás de las primeras casas y jardines de la Rué de la Gaffe. Después subió por la derecha, para seguir por un estrecho camino de tierra que serpenteaba a través de las laderas cubiertas de hierba, al pie de las murallas de la Cité.
Muy pronto tuvo a la vista la fachada trasera de la casa de madame Giraud. Los muros estaban pintados del mismo amarillo oscuro que el frente. Una pequeña cancela de madera sin atrancar conducía al patio embaldosado. Higos como péndulos, casi negros de tan maduros, colgaban de un árbol generoso que hurtaba de la vista de los vecinos la mayor parte del patio. Las baldosas de barro cocido tenían manchas violetas allí donde habían caído y estallado los higos.
Las puerta-ventanas traseras estaban enmarcadas en un porche de madera cubierto de hiedra. Mirando a través de ellas, Authié vio que, aunque la llave estaba puesta en la cerradura, las puertas tenían los dos pasadores cerrados, el de arriba y el de abajo. Como no quería dejar rastros, siguió investigando, en busca de otra manera de entrar.