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El Laberinto

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El Laberinto
Название: El Laberinto
Автор: Mosse Kate
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Laberinto - читать бесплатно онлайн , автор Mosse Kate

Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?

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Simeón negó con la cabeza.

– Últimamente, no. Han pasado más de veinte años desde que vine al sur y, en todo este tiempo, puedo asegurarte que no ha pasado un día sin que temiera sentir el tacto de un cuchillo en el cuello. Pero si te refieres a algo fuera de lo común, no.

Alaïs ya no pudo quedarse callada.

– Padre, lo que tengo que decir guarda relación con este asunto. Es preciso que os cuente lo que sucedió desde que os marchasteis de Carcassona. ¡Por favor!

Cuando Alaïs finalizó su relación de los hechos, la cara de su padre se había vuelto escarlata. La joven temió que fuera a perder los estribos. El senescal no se dejó tranquilizar por Alaïs ni por Simeón.

– ¡ La Trilogía ha sido descubierta! -exclamó-. ¡No cabe duda alguna al respecto!

– Cálmate, Bertran -le dijo Simeón con firmeza-. Tu cólera sólo sirve para ensombrecer tu juicio.

Alaïs se volvió hacia la ventana, al notar que el bullicio de la calle iba en aumento. También Pelletier, al cabo de un instante de vacilación, levantó la cabeza.

– Vuelven a tocar las campanas -dijo finalmente-. Tengo que regresar a la casa del soberano. El vizconde Trencavel me espera. -Se puso de pie-. Debo pensar más detenidamente en lo que has contado, Alaïs, y reflexionar sobre lo que ha de hacerse. De momento, debemos concentrar nuestros esfuerzos en la partida. -Se volvió hacia su amigo-. Tú vendrás con nosotros, Simeón.

Mientras Pelletier hablaba, Simeón abría un cofre de madera primorosamente labrada, que se encontraba al otro lado de la habitación. Alaïs se acercó. La tapa estaba forrada por dentro con terciopelo púrpura, drapeado en pliegues profundos, como las cortinas en torno a una cama.

Simeón sacudió la cabeza.

– No iré con vosotros. Seguiré a mi pueblo. Por eso, para mayor seguridad, deberíais llevaros esto.

Alaïs vio que Simeón deslizaba la mano por el fondo del cofre. Se oyó un chasquido y entonces, de la base, salió un pequeño cajón. Cuando Simeón se incorporó, Alaïs vio que en la mano sostenía un objeto envuelto en cuero.

Los dos hombres cruzaron una mirada, y entonces Pelletier aceptó el libro que le tendía Simeón y lo ocultó bajo su capa.

– En su carta, Harif menciona a una hermana en Carcassona -dijo Simeón.

Pelletier hizo un gesto afirmativo.

– Una amiga de la Noublesso , según mi interpretación de sus palabras. Me resisto a creer que quiera decir algo más que eso.

– Una mujer fue quien vino a pedirme el segundo libro, Bertran -dijo Simeón con voz serena-. Como tú, he de confesar que en su momento supuse que se trataría de una enviada y nada más, pero a la luz de tu carta…

Pelletier desechó la idea con un gesto de la mano.

– No, no puedo creer que Harif designe guardián a una mujer, sean cuales sean las circunstancias. No correría semejante riesgo.

Alaïs estuvo a punto de decir algo, pero se mordió la lengua.

Simeón se encogió de hombros.

– Deberíamos considerar la posibilidad.

– Muy bien, ¿qué clase de mujer era? -replicó con impaciencia Pelletier-. ¿Alguien de quien razonablemente pueda esperarse que se haga cargo de la custodia de un objeto tan valioso?

Simeón sacudió la cabeza.

– A decir verdad, no. No era de alta cuna, pero tampoco de los estamentos más bajos. Había pasado ya la edad de concebir, pero vino acompañada de un niño. Iba de camino a Carcassona, pasando por Servían, su ciudad natal.

Alaïs dio un respingo.

– Bien poca información tenemos -se quejó Bertran-. ¿No te dijo su nombre?

– No, ni tampoco se lo pregunté, ya que traía una carta de Harif. Le di pan, queso y fruta para el viaje, y se marchó.

Para entonces, habían llegado a la puerta de la calle.

– No me gusta la idea de dejaros -dijo bruscamente Alaïs, temiendo de pronto por él.

Simeón sonrió.

– No me pasará nada, pequeña. Ester preparará las cosas que quiero llevarme a Carcassona. Viajaré anónimamente con la multitud. Será más seguro para todos nosotros.

Pelletier hizo un gesto afirmativo.

– El barrio judío está junto al río, al este de Carcassona, junto al suburbio de Sant-Vicens. Mándame un mensaje cuando llegues

– Así lo haré.

Los dos hombres se abrazaron y Pelletier salió a la calle, que para entonces estaba atestada de gente. Alaïs se disponía a seguirlo, pero Simeón le apoyó una mano en el brazo para retenerla.

– Eres muy valerosa, Alaïs. Has cumplido con tenacidad y firmeza tus obligaciones con tu padre y también con la Noublesso. Pero vigílalo. Su temperamento puede perderlo, y se acercan tiempos difíciles, decisiones difíciles.

Mirando por encima del hombro, Alaïs bajó la voz para que su padre no la oyera.

– ¿De qué trata el segundo libro que esa mujer se llevó a Carcassona, el libro que aún queda por encontrar?

– Es el Libro de las pociones -replicó él-. Una lista de hierbas y plantas. A tu padre le fue confiado el Libro de las palabras, y a mí, el Libro de los números.

«A cada uno, su habilidad.»

– ¿Supongo que eso te dice lo que querías saber? -dijo Simeón, con una mirada cargada de intención bajo las pobladas cejas-. ¿Quizá has confirmado una suposición?

Ella sonrió.

– Benlèu . Quizá.

Alaïs le dio un beso y echó a correr, para dar alcance a su padre.

«Comida para el viaje. Quizá también una tabla.»

Alaïs decidió guardarse para sí sus suposiciones hasta estar segura, aunque para entonces estaba prácticamente convencida de que sabía dónde encontrar el libro. La miríada de conexiones que unía sus vidas, como una tela de araña, se volvió de pronto meridianamente clara: todas las pequeñas pistas e indicios que no habían visto, porque no habían mirado.

CAPÍTULO 29

Mientras volvían atravesando la ciudad a toda prisa, pudieron ver que el éxodo ya había comenzado.

Judíos y sarracenos se desplazaban hacia las puertas principales, algunos a pie y otros en carros vencidos bajo el peso de sus pertenencias: libros, mapas y muebles. Los prestamistas llevaban caballos ensillados y transportaban cestas, baúles, balanzas y rollos de pergamino. Alaïs advirtió que entre la multitud también había algunas familias cristianas.

El patio del palacio del soberano había perdido todo su color bajo el sol despiadado de la mañana. Cuando franquearon las puertas, Alaïs vio la expresión de alivio en la cara de su padre al comprobar que la reunión del Consejo aún no había terminado.

– ¿Sabe alguien más que estás aquí?

Alaïs se detuvo en seco, asustada al percatarse de que no había pensado en Guilhelm ni por un momento.

– No. Fui directamente a buscaros.

Le resultó irritante el destello de satisfacción en el rostro de su padre mientras éste hacía un gesto afirmativo con la cabeza.

– Espera aquí -dijo él-. Informaré al vizconde Trencavel de tu presencia y le pediré permiso para que te sumes a nuestro grupo. También habría que decírselo a tu marido.

Alaïs se quedó mirándolo, mientras él desaparecía en la penumbra de las salas. Sin nada más que hacer, se volvió y se puso a observar a su alrededor. Había animales descansando a la sombra, con el pelaje aplastado contra los fríos y pálidos muros, ajenos a las vicisitudes de los hombres. Pese a su propia experiencia y a las historias que Amiel de Coursan le había referido, allí, en la tranquilidad del palacio, le costaba creer que la amenaza fuera tan inminente como decían.

Detrás de ella, se abrieron de par en par las puertas y una oleada de hombres invadió la escalinata y el patio. Alaïs apretó la espalda contra una columna para evitar que la arrastrara la corriente.

La plaza de armas estalló en gritos, instrucciones y órdenes dictadas y obedecidas, y hubo una marea de escuderos corriendo a buscar los caballos de sus amos. En un abrir y cerrar de ojos, el palacio dejó de ser la sede de la administración, para transformarse en el corazón del ejército.

En medio de la conmoción, Alaïs oyó que alguien la llamaba por su nombre. Era Guilhelm. El corazón se le desbocó. Se volvió, esforzándose por descubrir de dónde venía su voz.

– ¡Alaïs! -exclamó él incrédulo-. ¿Cómo es posible? ¿Qué haces aquí?

Ya podía verlo, avanzando a grandes zancadas entre la multitud, abriéndose una senda, hasta levantarla entre sus brazos y estrecharla con tanta fuerza que ella sintió como si fuera a extraerle hasta el último aliento del cuerpo. Por un instante, su imagen y su olor borraron de su mente todo lo demás. Lo olvidó todo, lo perdonó todo. Se sentía casi tímida, cautivada por el evidente placer y el deleite que sentía él al verla. Alaïs cerró los ojos e imaginó que ambos estaban solos, mágicamente de regreso en el Château Comtal, como si las tribulaciones de los últimos días no hubiesen sido más que una pesadilla.

– ¡Cuánto te he echado de menos! -dijo Guilhelm, besándole el cuello y las manos. Alaïs intentó zafarse de su abrazo.

– Mon còr, ¿qué es esto?

– Nada -replicó ella rápidamente.

Guilhelm levantó su capa y vio la contusión violentamente morada en su hombro.

– ¿Nada? ¡Por Sainte Foy! ¿Cómo, en nombre de…?

– Me caí -dijo ella-. El hombro se llevó la peor parte. Parece peor de lo que es. No te inquietes, por favor.

Guilhelm parecía ahora confuso, indeciso entre la preocupación y la duda.

– ¿Así es como llenas tus horas cuando no estoy? -dijo, con la sombra de una sospecha en la mirada. Después retrocedió un paso-. ¿Por qué has venido, Alaïs?

Ella titubeó.

– Para traer un mensaje a mi padre.

En el instante mismo en que las palabras salían de sus labios, Alaïs se dio cuenta de que se había equivocado. Su intenso placer se transmutó de inmediato en angustia. Su frente se ensombreció.

– ¿Qué mensaje?

Se le quedó la mente en blanco. ¿Qué habría dicho su padre? ¿Qué posible excusa podía dar?

– Yo…

– ¿Qué mensaje, Alaïs?

Ella contuvo el aliento. Deseaba más que nada en el mundo que reinara la confianza entre ambos, pero le había dado su palabra a su padre.

– Esposo mío, perdóname, pero no puedo decirlo. Es algo que sólo él podía escuchar.

– ¿No puedes o no quieres decirlo?

– No puedo, Guilhelm -dijo ella con dolor-. Me gustaría mucho que las cosas fuesen diferentes.

– ¿Ha enviado él por ti? -preguntó Guilhelm con furia-. ¿Te ha mandado llamar sin mi autorización?

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