El Laberinto
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Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?
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– ¿Causa de la muerte?
– El forense no se arriesga a señalar ninguna en concreto en esta fase tan temprana de la investigación, y piensa que no será fácil aislar una sola claramente identificable. Teniendo en cuenta la época a la que nos referimos, es probable que ambos murieran por el efecto combinado de las heridas, la pérdida de sangre y, posiblemente, el hambre.
– ¿Cree que aún estaban vivos cuando fueron sepultados en la cueva?
Authié hizo un gesto de indiferencia, pero Marie-Cécile distinguió un chispazo de interés en sus ojos grises. Sacó un cigarrillo de la cajetilla y lo hizo rodar por un instante entre los dedos, mientras reflexionaba.
– ¿Qué hay de los objetos hallados entre los cuerpos? -preguntó, inclinándose hacia adelante para que él le diera fuego.
– Con las mismas salvedades de antes, el informe los sitúa entre finales del siglo xii y comienzos del xiii. La lámpara del altar podría ser un poco más antigua; es de diseño árabe, posiblemente española, aunque con más probabilidad de algún lugar más lejano. El cuchillo es corriente, de los que se usaban para cortar la carne y la fruta. Hay indicios de sangre en la hoja; los análisis revelarán si es de animal o humana. La bolsa es de cuero, fabricada en la zona, típica del Languedoc de aquella época. No hay pistas sobre lo que pudo contener, aunque hay partículas de metal en el forro y vestigios de piel de oveja en las costuras.
Marie-Cécile mantuvo la voz tan firme como pudo.
– ¿Qué más?
– La mujer que descubrió la cueva, la doctora Tanner, encontró una hebilla grande de cobre y plata debajo del peñasco que cerraba la entrada de la gruta. También corresponde al mismo período y al parecer es de fabricación local o posiblemente aragonesa. Hay una fotografía en el sobre.
Marie-Cécile hizo un ademán desdeñoso.
– No me interesan las hebillas, Paul -dijo, mientras exhalaba una espiral de humo-. Pero me interesa saber por qué no ha encontrado el libro.
Vio cómo sus largos dedos se crispaban sobre los apoyabrazos de la butaca.
– No hay indicios de que el libro estuviera allí -dijo él con calma-, aunque no cabe duda de que la bolsa de cuero es lo bastante grande como para contener un libro del tamaño del que busca.
– ¿Y el anillo? ¿También duda de que estuviera allí?
Tampoco esa vez dejó el abogado que la provocación lo afectara.
– Al contrario. Tengo la certeza de que lo estaba.
– ¿Entonces?
– Estaba allí, pero alguien lo sustrajo en algún momento entre el descubrimiento de la cueva y mi llegada con la policía.
– Sin embargo, no tiene indicios que demuestren su afirmación -dijo ella, en tono más seco-. Y si no me equivoco, tampoco tiene el anillo.
Marie-Cécile se quedó mirándolo, mientras Authié sacaba una hoja del bolsillo.
– La doctora Tanner insistió mucho en ese punto, tanto que hizo este dibujo -dijo él, tendiéndoselo-. Es un poco tosco, lo admito, pero coincide bastante bien con la descripción que me hizo usted, ¿no cree?
Ella aceptó el boceto. El tamaño, la forma y las proporciones no eran idénticos, pero guardaban suficiente parecido con el diagrama del anillo del laberinto que Marie-Cécile conservaba en su caja fuerte en Chartres. Nadie, excepto la familia De l’Oradore, lo había visto en ochocientos años. Tenía que ser auténtico.
– Una buena dibujante -murmuró-. ¿Es el único bosquejo que ha hecho?
Los ojos grises de Authié le sostuvieron la mirada, sin la menor vacilación.
– Hay otros, pero éste es el único que merecía atención.
– ¿Por qué no me permite que sea yo quien lo juzgue? -preguntó ella con calma.
– Lo siento, madame De l’Oradore, pero sólo me quedé con éste. Los otros no me parecieron relevantes. -Authié se encogió de hombros, como pidiendo disculpas-. Además, al inspector Noubel, el oficial a cargo de la investigación, ya le pareció suficientemente sospechoso mi interés.
– La próxima vez… -empezó a decir ella, pero se interrumpió. Apagó el cigarrillo, apretando con tanta fuerza la colilla que el tabaco se desparramó como un abanico-. Supongo que habrá registrado las pertenencias de la doctora Tanner.
Él asintió.
– El anillo no estaba.
– Es pequeño. Podría haberlo ocultado con facilidad en cualquier parte.
– Técnicamente, sí -convino él-, pero no creo que lo haya hecho. Si lo hubiese robado, ¿para qué iba a mencionarlo por propia iniciativa? Además -se inclinó hacia adelante y golpeó el papel con un dedo-, si tenía el original, ¿para qué iba a molestarse en hacer un dibujo?
Marie-Cécile lo observó.
– Es de una precisión asombrosa para estar hecho de memoria.
– Cierto.
– ¿Dónde está ella ahora?
– Aquí. En Carcasona. Parece ser que mañana tiene una cita con un notario.
– ¿Para qué?
Él se encogió de hombros.
– Algo referente a una herencia. Tiene previsto coger el vuelo de regreso el domingo.
Las dudas que Marie-Cécile albergaba desde la víspera, cuando recibió la noticia del hallazgo, no hacían más que aumentar cuanto más hablaba con Authié. Había algo que no encajaba.
– ¿Cómo entró la doctora Tanner en el equipo de excavación? -preguntó-. ¿Iba recomendada?
Authié pareció sorprendido.
– En realidad, la doctora Tanner no formaba parte del equipo -replicó con levedad-. Estoy seguro de haberlo mencionado.
Ella apretó los labios.
– No lo ha hecho.
– Lo siento -dijo él con suavidad-. Hubiera jurado que sí. La doctora Tanner colaboraba como voluntaria. La mayoría de las excavaciones dependen del trabajo de voluntarios; por eso, cuando se presentó una solicitud para que ella se uniera al equipo esta semana, no pareció que hubiera ningún motivo para rechazarla.
– ¿Quién la presentó?
– Shelagh O’Donnell, según creo -dijo él sin darle importancia-. La número dos en el yacimiento.
– ¿La doctora Tanner es amiga de Shelagh O’Donnell? -repuso ella, haciendo un esfuerzo para disimular su asombro.
– Obviamente, me pasó por la mente la idea de que la doctora Tanner le hubiera dado el anillo a ella. Por desgracia, no tuve oportunidad de interrogarla el lunes y ahora parece ser que se ha esfumado.
– ¿Esfumado? -preguntó Marie-Cécile secamente-. ¿Cuándo? ¿Cómo lo sabe?
– Anoche O’Donnell estaba en la casa del yacimiento. Recibió una llamada y poco después salió. Desde entonces, no la han vuelto a ver.
Marie-Cécile encendió otro cigarrillo para serenarse.
– ¿Por qué nadie me había dicho nada de esto antes?
– No pensé que pudiera interesarle algo tan marginal y tan poco relacionado con sus principales preocupaciones. Le ruego me disculpe.
– ¿Han informado a la policía?
– Todavía no. El doctor Brayling, el director del yacimiento, ha concedido unos días libres a todo el equipo. Le parece posible, e incluso probable, que O’Donnell sencillamente se haya marchado sin molestarse en despedirse de nadie.
– No quiero que la policía se inmiscuya -dijo ella con firmeza-. Sería muy lamentable.
– Totalmente de acuerdo, madame De l’Oradore. Brayling no es ningún tonto. Si cree que O’Donnell ha sustraído algo del yacimiento, no querrá involucrar a las autoridades, por su propio interés.
– ¿Cree que O’Donnell ha robado el anillo?
Authié eludió responder a la pregunta.
– Creo que deberíamos encontrarla.
– No es eso lo que le he preguntado. ¿Y el libro? ¿Cree que también pudo habérselo llevado ella?
Authié la miró directamente a los ojos.
– Como le he dicho, estoy abierto a todas las posibilidades respecto a la presencia del libro en ese lugar. -Hizo una pausa-. Pero si efectivamente estaba allí, no creo que haya podido sacarlo del yacimiento sin que nadie lo viera. El anillo es otra historia.
– Alguien tiene que habérselo llevado -repuso ella en tono exasperado.
– Si es que estaba allí, como ya le he dicho.
Marie-Cécile se puso en pie de un salto sorprendiéndolo con su rápido movimiento, y rodeó la mesa hasta situarse delante de él. Por primera vez, ella vio un chispazo de alarma en los ojos grises del abogado. Marie-Cécile se inclinó y apoyó la palma de la mano contra el pecho del hombre.
– Siento palpitar su corazón -dijo suavemente-. Palpita con mucha fuerza. ¿Por qué será, Paul?
Sosteniendo su mirada, lo empujó hasta hacerlo recostar contra el respaldo del sillón.
– No tolero errores -añadió-. Y no me gusta que no me mantengan informada. -Ambos se sostuvieron la mirada-. ¿Entendido?
Authié no respondió. Marie-Cécile no esperaba que lo hiciera.
– Lo único que tenía que hacer era entregarme los objetos prometidos. Para eso le pago. Ahora encuentre a esa chica inglesa y negocie con Noubel, si hace falta; el resto es cosa suya. No quiero saber nada al respecto.
– Si he hecho algo que pudiera darle la impresión de que…
Ella le puso los dedos sobre los labios y sintió que el contacto físico lo hacía retraerse.
– No quiero saber nada.
Aflojó la presión y se apartó de él para volver a salir al balcón. El anochecer había despojado de color a todas las cosas, convirtiendo los edificios y los puentes en meras siluetas recortadas contra un cielo cada vez más oscuro.
Al cabo de un momento, Authié salió y se situó junto a ella.
– No dudo de que hace cuanto está a su alcance, Paul -dijo ella con calma. Él colocó sus manos junto a las de ella sobre la baranda y, por un segundo, los dedos de ambos se rozaron-. Como podrá suponer, hay otros miembros de la Noublesso Véritable en Carcasona que lo harían igual de bien. Sin embargo, dado el alcance de su participación hasta el momento…
Dejó la frase en suspenso. Por la forma en que se le tensaron los hombros y la espalda, ella notó que la advertencia había calado. Levantó una mano para llamar la atención de su chofer, que la esperaba abajo.
– Me gustaría ir personalmente al pico de Soularac.
– ¿Piensa quedarse en Carcasona? -se apresuró a preguntar él.
Ella disimuló una sonrisa.
– Sí, unos días.
– Tenía la impresión de que no quería entrar en la cámara hasta la noche de la ceremonia…
– He cambiado de idea -dijo ella, volviéndose para quedar frente a frente-. Ahora estoy aquí. -Sonrió-. Tengo cosas que hacer, así que si me recoge a la una, tendré tiempo de leer su informe. Me alojo en el hotel de la Cité.
Marie-Cécile volvió a entrar, cogió el sobre y lo guardó en el bolso.